– En las vidas no debe suceder nada por casualidad -zumbó la voz luctuosa de Croce-. Si no hay una dirección, una policía, caemos directamente en el caos ruso, en la tiranía de la Cheka. Debemos confesarlo: en el país de Iván el Terrible, ya no queda libre albedrío.
Ricardo, visiblemente reflexivo, acabó por decir:
– Las cosas, es una cosa que no pueden suceder por casualidad. Y… si no hay orden, por la ventana entra volando una vaca.
– Aun los místicos de vuelo más aguileño, una Teresa de Cepeda y Ahumada, un Ruysbrokio, un Blosio -confirmó Bonfanti- se ciñen al imprimatur de la Iglesia, al marchamo eclesiástico.
El Commendatore golpeó la mesa.
– Bonfanti, yo no quiero ofenderlo, pero es inútil que se esconda: usted es propiamente un católico. Vaya sabiendo que nosotros, los del Gran Oriente del Rito Escocés, nos vestimos como si fuéramos curas y no tenemos que envidiarle a nadie. La sangre se me enferma cuando oigo decir que el hombre no puede hacer todo lo que le pasa por la fantasía.
Hubo un silencio incómodo. A los pocos minutos, Anglada -pálido- se atrevió a balbucir:
– Knock-out técnico. La primera línea de los deterministas ha sido rota. Nos desbordamos por la brecha; huyen en completo desorden. Hasta donde alcanza la vista, el campo de batalla queda sembrado de armas y de bagajes.
– No te hagás el que ganaste la discusión, porque no fuiste vos, que estabas como mudo -dijo implacablemente Mariana.
– Pensar que todo lo que decimos va a pasar a la libreta que trajo de Salerno el Commendatore -dijo abstraídamente la Pumita.
Croce, el lóbrego administrador, quiso cambiar el rumbo de la conversación:
– ¿Y qué nos dice el amigo Eliseo Requena?
Le contestó con una voz de laucha un joven inmenso y albino:
– Estoy muy atareado: Ricardito va a concluir su novela.
El aludido se ruborizó y aclaró:
– Trabajo como un topo, pero la Pumita me aconseja que no me apure.
– Yo guardaría los cuadernos en un cajón y los dejaría nueve años -dijo la Pumita.
– ¿Nueve años? -exclamó el Commendatore, casi apoplético-. ¿Nueve años? ¡Hace quinientos años que el Dante publicó la Divina Comedia!
Con noble urgencia, Bonfanti apoyó al Commendatore.
– Bravo, bravo. Esa vacilación es netamente hamletiana, boreal. Los romanos entendían el arte de otra manera. Para ellos, escribir era un gesto armonioso, una danza, no la sombría disciplina del bárbaro, que procura suplir con mortificaciones monjiles la sal que le deniega Minerva.
El Commendatore insistió:
– El que no escribe todo lo que le fermenta en la testa es un eunuco de la Capilla Sixtina. Eso no es un hombre.
– Yo también opino que el escritor debe darse entero -afirmó Requena-. Las contradicciones no importan; la cuestión es volcar en el papel toda esa confusión que es lo humano.
Mariana intervino:
– Yo cuando le escribo a mamá, si me paro a pensar no se me ocurre nada, en cambio si me dejo llevar es una maravilla, son páginas y páginas que lleno sin darme cuenta. Vos mismo, Carlos, me prometiste que yo había nacido para la pluma.
– Mirá, Ricardo – la Pumita insistió-, yo que vos no oiría más que mi consejo. Hay que poner mucho ojo en lo que se publica. Acordate de Bustos Domecq, el santafecino ese que le publicaron un cuento y después resultó que ya lo había escrito Villiers de l'Isle Adam.
Ricardo respondió con aspereza:
– Hace dos horas hicimos las paces. Ya estás provocando de nuevo.
– Tranquilícese, Pumita -aclaró Requena-. La novela de Ricardito no se parece nada a Villiers.
– No me entendés, Ricardo, yo lo hago por tu bien. Esta noche estoy muy nerviosa, pero mañana tenemos que hablar.
Bonfanti quiso lograr una victoria, y pontificó:
– Ricardo es demasiado sensato para rendirse a los reclamos falaces de un arte novelero, sin raigambre americana, española. El escritor que no siente ascender por su savia el mensaje de la sangre y del terruño es un déraciné, un descastado.
– No lo reconozco, Mario -aprobó el Commendatore-, esta vuelta no habló como un bufón. El arte verdadero sale de la tierra. Es una ley que se cumple: el más noble Maddaloni yo lo tengo en el fondo de la bodega; en toda Europa, mismo en América, están guardando en sótanos reforzados las obras de los grandes maestros, para que no las importunen las bombas; la semana pasada un arqueólogo serio tenía en la valija un pumita en barro cocido, que desenterró en el Perú. Me lo dio a precio de costo y ahora lo guardo en el tercer cajón de mi escritorio particular.
– ¿Un pumita? -dijo la Pumita asombrada.
– Así es -dijo Anglada-. Los aztecas la presintieron. No les exijamos demasiado. Por futuristas que fueran, no podían concebir la belleza funcional de Mariana.
(Con bastante fidelidad, Carlos Anglada transmitió a Parodi esta conversación.)
III
El viernes, a primera hora, Ricardo Sangiácomo conversaba con don Isidro. La sinceridad de su congoja era evidente. Estaba pálido, enlutado y sin afeitar. Dijo que no había dormido esa noche, que hacía varias noches que no dormía.
– Es una brutalidad lo que me pasa -dijo sombríamente-. Una verdadera brutalidad. Usted, señor, que habrá llevado una vida más bien pareja, del inquilinato a la cárcel, como quien dice, no puede sospechar ni remotamente lo que esto representa para mí. Yo he vivido mucho, pero nunca he tenido un contratiempo que no lo haya resuelto en seguida. Mire: cuando la Dolly Sister me vino con el cuento del hijo natural, el viejo, que parece todo un señor incapaz de comprender estas cosas, la arregló acto continuo con seis mil pesos. Además, hay que reconocer que tengo una cancha bárbara. Vez pasada, en Carrasco, la ruleta me limpió hasta el último centésimo. Era imponente: los tipos sudaban para verme jugar, en menos de veinte minutos perdí veinte mil pesos oro. Fíjese la situación mía: no tenía ni para telefonear a Buenos Aires. Sin embargo, salí lo más fresco a la terraza. ¿Quiere creer que resolví ipso facto el problema? Apareció un petizo gangoso que había seguido mi juego con mucha aplicación, y me prestó cinco mil pesos. Al día siguiente estaba de vuelta en Villa Castellammare, habiendo rescatado cinco mil pesos de los veinte mil que me robaron los uruguayos. El gangoso ni me vio el pelo.
»De los programas con mujeres ni le hablo. Si quiere divertirse un rato, pregúntele a Mickey Montenegro qué clase de pantera soy yo. En todo soy así: vaya usted a averiguar cómo estudio. Ni abro los libros, y, cuando llega el día del examen, el tipo se manda un bromuro y la mesa lo felicita. Ahora el viejo, para que me saque de la cabeza el disgusto de la Pumita, quiere meterme en política. El doctor Saponaro, que es un lince, dice que todavía no sabe qué partido me conviene; pero le juego lo que quiera que el próximo half-time me corro un clásico en el Congreso. En polo es iguaclass="underline" ¿quién tiene los mejores petizos?, ¿quién es crack en Tortugas? No sigo para no aburrirlo.
»Yo no hablo por gusto, como la Barcina, que iba a ser mi cuñada, o como su marido, que se mete a hablar de football y que nunca ha visto una pelota número cinco. Quiero que usted se vaya haciendo su composición de lugar. Yo estaba por casarme con la Pumita, que tenía sus lunas, pero que era una maravilla. De la noche a la mañana aparece envenenada con cianuro, muerta, para serle franco. Primero hacen correr la bola de que se ha suicidado. Un loquero, porque estábamos por casarnos. Imagínese que yo no voy a dar mi nombre a una alienada que se suicida. Después dicen que tomó el veneno por distracción, como si no tuviera dos dedos de frente. Ahora salen con la novedad del asesinato, que a todos nos salpica. Yo, qué quiere que le diga, entre asesinato y suicidio, me quedo con el suicidio, aunque también es un disparate.