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– Mire, mozo; con tanta charla esta celda parece Belisario Roldán. En cuanto me descuido, ya se me ha colado un payaso con el cuento de las figuras del almanaque, o del tren que no para en ninguna parte, o de su señorita novia que no se suicidó, que no tomó el veneno por casualidad y que no la mataron. Yo le voy a dar orden al subcomisario Grondona, que en cuanto los vislumbre los meta de cabeza en el calabozo.

– Pero si yo quiero ayudarlo, señor Parodi; es decir, quiero pedirle que usted me ayude…

– Muy bien. Así me gustan los hombres. A ver, vamos por partes. ¿La finada había apechugado con la idea de casarse con usted? ¿Está seguro?

– Como que soy hijo de mi padre. La Pumita tenía sus lunas, pero me quería.

– Ponga atención a mis preguntas. ¿Estaba encinta? ¿Algún otro sonso la festejaba? ¿Necesitaba dinero? ¿Estaba enferma? ¿Usted la aburría mucho?

Sangiácomo, después de meditar, respondió negativamente.

– Explíqueme ahora lo de la medicina para dormir.

– Y, doctor, nosotros no queríamos que tomara. Pero ella la compraba vuelta a vuelta y la tenía escondida en el cuarto.

– ¿Usted podía entrar en el cuarto de ella? ¿Nadie podía entrar?

– Todos podían entrar -aseguró el joven-. Usted sabe, todos los dormitorios de ese pabellón dan a la rotonda de las estatuas.

IV

El 19 de julio, Mario Bonfanti irrumpió en la celda 273. Se despojó resueltamente del perramus blanco y del chambergo peludo, arrojó el bastón de malaca sobre la cucheta reglamentaria, encendió con un briqueta kerosene una moderna pipa de espuma de mar y extrajo de un bolsillo secreto un cuadrilongo de gamuza color mostaza con el cual frotó vigorosamente los cristales oscuros de sus antiparras. Durante dos o tres minutos su respiración audible agitó la bufanda tornasolada y el denso chaleco lanar. Su fresca voz italiana, exornada por el ceceo ibérico, resonó gallarda y dogmática a través del freno dental.

– Usted, maese Parodi, ya se sabrá de corro los tejemanejes policíacos, la cartilla detectivesca. Palmariamente le confieso que a mí, más dado al papeleo erudito que no al intríngulis delictuoso, me tomaron de sopetón. En fin, ahí están los esbirros, erre que erre con que el suicidio de la Pumita fue un asesinato. El hecho es que esos Edgar Wallace de rebotica me tienen entre ojos. Soy netamente futurista, porvenirista; días pasados, juzgué prudente hacer un "donoso escrutinio" de cartas amatorias; quise higienizar el espíritu, aligerarme de todo lastre sentimental. Superfluo traer a colación el nombre de la dama: ni a usted ni a mí, Isidro Parodi, nos interesa el pormenor patronímico. Merced a este briquet, si usted me pasa el galicismo -añadió Bonfanti, esgrimiento con exultación el considerable artefacto-, hice en la chimenea de mi dormitorio-bufete una resoluta pira postal. Pues vea usted: los sabuesos pusieron el grito en el cielo. Esa pirotecnia inocente me ha valido un week-end en Villa Devoto, un duro exilio de la petaca doméstica y de la cuartilla consuetudinaria. Claro está que en mi fuero interno les puse de oro y azul. Pero ya he perdido la euforia: hasta en la sopa me parece encontrar a esos tíos feísimos. Le pregunto con máxima lealtad: ¿juzga usted que estoy en peligro?

– De seguir hablando hasta después del Juicio Final -respondió Parodi-. Si no amaina, todavía lo van a tomar por gallego. Hágase el que no está mamado, y dígame lo que sepa de la muerte de Ricardo Sangiácomo.

– Disponga usted de todos mis recursos expositivos, de mi cornucopia verbal. En un santiamén le bosquejaré a grandes rasgos la sinopsis del caso. No ocultaré a su perspicacia, Parodi cordialísimo, que la muerte de la Pumita había afectado -mejor, desbarajustado- a Ricardo. Doña Mariana Ruiz Villalba de Anglada no chochea, de cierto, al refirmar con ese su envidiado gracejo que "los jacos de polo son el horizonte de Ricardo"; cale usted nuestro pasmo cuando supimos que de puro marchito y avinagrado había vendido a no sé qué chalán de City Bell esas caballerías supernas, que ayer eran las niñas de sus ojos y que hoy miraba capotudo, sin afición. Ya no estaba de grox ni de regolax. Ni siquiera le desaturdió la publicación de su crónica novelesca La espada al medio día, cuyo manuscrito adobé yo mismo para las prensas y en las que usted, que es todo un veterano en estas lides, no habrá dejado de advertir, y aplaudir más de una contrafirma de mi estilo personalísimo, tamaña como huevo de avestruz. Trátase de una fineza del Comendador, de una treta longánima: el padre, para puntofinalizar la murria del hijo, apresuró a lo somorgujo la impresión de la otra, y, en menos que trepa un cerdo, le sorprendió con seiscientos cincuenta ejemplares en papel Wathman, formato Teufelsbibel. A la chiticallando el Comendador es proteiforme: dialoga con los médicos de cabecera, conferencia con los testaferros del Banco, niega su óbolo a la baronesa de Servus, que blande el cetro perentorio del Socorro Antihebreo, biseca su caudal en dos ramas, de las cuales destina la mayor al hijo legítimo -una millonada sumida en los raudos convoyes del Soterraño, que se triplicará en un lustro- y la menor, dormijosa en frugales cédulas, para el hijo habido en buena guerra, Eliseo Requena; todo ello sin desmedro de postergar sine die mis honorarios y de entigrecerse con el regente de la imprenta, moroso de suyo.

»Más vale favor que justicia: a la semana de la publicación de La espada, etc., don José María Pemán dio al papel un encomio, a no dudar engolosinado por ciertos arrequives y galanuras que no se le ocultaron al muy certero y que no se compadecen con lo ramplón de la sintaxis de Requena y con su desmayado vocabulario. La buena fortuna le bailaba el agua delante, pero Ricardo, desconsiderado y monótono, se empecinaba en estérilmente plañir el deceso de la Pumita. Ya le oigo a usted murmujear para su coleto: Dejad que los muertos entierren a sus muertos. Sin enfrascarnos por ahora en disputaciones inútiles sobre la validez del versículo, puntualizaré que yo mismo sugerí a Ricardo la necesidad, más aún, la conveniencia, de cancelar la cuita inmediata y recabar conforte en las fuentes muníficas del pasado, arsenal y aparador de todo rebrote. Le sugerí que reviviera alguna aventurilla carnal, anterior al advenimiento de la Pumita. Consejo de Oldrado, pleito ganado: sus y manos a la obra. En menos que tose un viejo, nuestro Ricardo, redivivo y jovial, tripulaba el ascensor de la residencia de la baronesa de Servus. Reportero de raza, no le escatimo el pormenor auténtico, el nombre propio. La historia, por otra parte, sintomatiza el refinado primitivismo que es monopolio incuestionable de la gran dama teutónica. El primer acto se desliza en una tribuna acuática, anfibia, en esa candorosa primavera de 1937. Nuestro Ricardo avizoraba con un distraído prismático los altibajos de una regata preliminar, femenina: las walkirias del Ruderverein contra las colombinas del Neptunia. De súbito el cristal meterete se detiene; queda boquiabierto: absorbe sediento la grácil y garrida figura de la baronesa de Servus, jineta en su clinker. Esa misma tarde, un número obsoleto del Gráfico fue mutilado; esa noche, una efigie de la baronesa, realzada por la fidelidad del dobermann pinscher, presidió el insomnio del joven. Una semana después, Ricardo me dijo: "Una francesa loca me está pudriendo por teléfono. Para que se deje de secar voy a verla." Como usted ve, repito los ipsissima verba del interfecto. Bosquejo la primeriza noche de amor: llega Ricardo a la residencia de marras; asciende, vertical, en el ascensor; le introducen a un saloncete íntimo; le dejan; de súbito se apaga la luz; dos conjeturas tironean la mente del imberbe: un cortocircuito, un secuestro. Ya gimotea, ya se plañe, ya maldice la hora en que vio la luz, ya extiende los brazos; una voz cansada le impetra con dulce autoridad. La sombra es grata y el diván es propicio. La Aurora, mujer al fin, le devolvió la vista. No postergaré la revelación, Parodi amicísimo: Ricardo se desperezó en los brazos de la baronesa de Servus.