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– Municiones de boca -gritó-. En menos que cuento un dedo usted se chupará los suyos, Parodi amenísimo. ¡Miel sobre hojuelas! Las empanadas las estofaron manos atezadas; la fuente que las porta se ufana con las armas y el lema -Hic jacet- de la Princesa.

Un bastón de malaca lo moderó. Lo esgrimía ese triple mosquetero, Gervasio Montenegro -clac Houdin, monóculo Chamberlain, negro bigote sentimental, sobre todo con bocamangas y cuello de piel de nutria, plastrón con una sola perla Mendax, pie calzado por Nimbo, mano por Bulpington.

– Celebro encontrarlo, mi querido Parodi -exclamó con elegancia-. Usted disculpará la fadaise de mi secretario. No nos dejemos ofuscar por los sofismos de Ciudadela y de San Fernando: todo espíritu ponderado reconoce que Avellaneda, por derecho propio, está en la plana de honor. No me canso de repetir a Bonfanti que su juego de refranes y de arcaísmos resulta, decididamente, vieux jeu, fuera de ambiente; en vano dirijo sus lecturas: un riguroso régimen de Anatole France, de Oscar Wilde, de Toulet, de don Juan Valera, de Fradique Mendes y de Roberto Gache, no ha penetrado en su entendimiento rebelde. Bonfanti no sea terco y révolté, prescinda bruscamente de la empanada que acaba de substraer y diríjase motu proprio a La Rosa Formada, Costa Rica 5791, empresa de obras sanitarias, donde su presencia puede ser útil.

Bonfanti murmuró las palabras atentamente, zalemas albricias, besamanos y huyó con dignidad.

– Usted, don Montenegro, que está en caballo manso -dijo Parodi-, tenga la fineza de abrir ese respiradero, no vaya a ser que se nos ataje el resuello con estas empanaditas que por el olor parecen de grasa de chancho.

Montenegro, ágil como un duelista, se trepó a un banco y obedeció la orden del maestro. Bajó con un salto escénico.

– No hay plazo que no se cumpla -dijo mirando fijamente un pucho aplastado. Sacó un potente reloj de oro; le dio cuerda y lo consultó-: Hoy es el día 17 de julio; hace precisamente un año que usted descifró el cruel enigma de Villa Castellammare. En este ambiente de cordial camaradería alzo la copa y le recuerdo que entonces me prometió, para esta fecha, año vista, la franca revelación del misterio. No disimularé, querido Parodi, que el soñador ha perfilado, en minutos escamoteados al hombre de bufete y de pluma, una teoría interesantísima, novedosa. Quizá usted, con su mente disciplinada, logre aportar a esa teoría, a ese noble edificio intelectual, algunos materiales aprovechables. No soy un arquitecto cerrado: tiendo la mano a su valioso grano de arena, reservándome, cela va sans dire, el derecho de repudiar lo deleznable y lo quimérico.

– No se aflija -dijo Parodi-. Su grano de arena va a resultar idéntico al mío, sobre todo si habla antes. Tiene la palabra, amigo Montenegro. El primer maíz es para los loros.

Montenegro se apresuró a responder:

– De ningún modo. Après vous, messieurs les Anglais. Por lo demás, inútil ocultarle que mi interés ha decaído prodigiosamente. El Commendatore me defraudó: yo lo creía un hombre más sólido. Ha muerto -prepárese para una vigorosa metáfora- en la calle. El remate judicial apenas bastó para pagar las deudas. No le discuto que la situación de Requena es envidiable y que el oratorio Hamburgués y el casal de tapires que adquirí a precio irrisorio en esas enchères me han resultado mucho. Tampoco la Princesa puede quejarse: ha rescatado de la plebe ultramarina una serpiente de barro cocido, una fouille del Perú, que otrora atesorara el Commendatore en un cajón de su escritorio particular, y que ahora preside, densa de mitológicas sugestiones, nuestra sala de espera. Pardon: en otra visita ya le hablé de ese ofidio inquietante. Hombre de gusto, yo me había reservado in petto un agolpado bronce de Boccioni, monstruo dinámico y sugestivo, del que tuve que prescindir, pues esa deliciosa Mariana -substituyo: la señora de Anglada- le había echado el ojo, y opté por una retirada elegante.

»Este gambito ha sido recompensado: ahora el clima de nuestras relaciones es decididamente estival. Pero me distraigo y lo distraigo, querido Parodi. Espero a pie firme su boceto y le adelanto desde ya mi palabra de estímulo. Le hablo con la frente bien alta. Sin duda, esta afirmación motivará la sonrisa de más de un espíritu maligno; pero usted sabe que no giro en descubierto. He cumplido punto por punto mi compromiso: le he bosquejado un raccourci de mis gestiones ante la baronesa de Servus, ante Loló Vicuña de De Kruif y ante esa obsesionante fausse maigre, Dolores Vavassour; he logrado, poniendo en juego un mélange de subterfugios y de amenazas, que Giovanni Croce, verdadero Catón de la contabilidad, arriesgara su prestigio y visitara esta cárcel penitenciaria, poco antes de darse a la fuga; le he brindado no menos de un ejemplar de ese viperino folleto que inundó la Capital Federal y las localidades suburbanas, y cuyo autor, respaldado por la máscara del anonimato y ante el cenotafio aún abierto, se cubrió del más soberano ridículo denunciando no sé qué absurdas coincidencias entre la novela de Ricardo y la Santa Virreina, de Pemán, obra que sus mentores literarios, Eliseo Requena y Mario Bonfanti, eligieran como riguroso modelo. Felizmente, ese don Gaiferos que se llama el doctor Sevasco subió a la pedana y dio el do de pecho: demostró que el opúsculo de Ricardo, a pesar de consentir algunos capítulos del romanzón de Pemán -coincidencia harto disculpable en el primer hervor de la inspiración- debía más bien considerarse un facsímil del Billete de totería, de Paul Groussac, rápidamente retrotraído al siglo XVII y prestigiado por una evocación incesante del descubrimiento sensacional de las virtudes salutíferas de la quina.

»Parlors d'autre chose. Atento a sus más seniles caprichos, mi querido Parodi, logré que el doctor Castillo, ese obsesionante Blakamán del pan bazo y del agua panada, desertara momentáneamente de su consultorio hidropático y lo examinara con ojo clínico.

– Déle un descanso a las payasadas -dijo el criminalista-. El enredo de los Sangiácomo tiene más vueltas que un reloj. Mire, yo empecé a atar cabos la tarde que don Anglada y la señora Barcina me contaron la discusión que hubo en lo del Comendador la víspera de la primera muerte. Lo que me dijeron después el finado Ricardo y Mario Bonfanti y usted y el tesorero y el médico confirmó la sospecha. También la carta que el pobre muchacho dejó explicaba todas las cosas. Como decía Ernesto Ponzio:

El destino, que es prolijo,

no da puntada sin nudo.

»Hasta la muerte de Sangiácomo viejo y el librito ese de la máscara del anónimo sirven para entender el misterio. Si yo no lo conociera a don Anglada, sospecharía que había empezado a ver claro. La prueba está que, para contar la muerte de la Pumita, se remontó hasta el desembarco de Sangiácomo viejo en el Rosario. Dios habla por la boca de los sonsos: en esa fecha y en ese lugar empieza realmente la historia. Los de la policía, que son muy noveleros, no descubrieron nada porque pensaban en la Pumita y en Villa Castellammare y en el año 1941. Pero yo, de tanto estar a galpón, me he puesto muy histórico, y me gusta recordar esos tiempos cuando el hombre es joven y todavía no lo han mandado a la cárcel y no le faltan tres nacionales para darse un gusto. La historia, le repito, viene de lejos, y el Comendador es la carta brava. Vaya tomándole el peso al extranjero. En 1921 casi se volvió loco, me dijo don Anglada. Vamos a ver qué le había pasado. Se le murió la señora emigranta que le mandaron de Italia. Apenas la conocía. ¿Usted se figura que un hombre como el Comendador va a volverse loco por eso? Hágase a un lado que voy a escupir. Según el mismo Anglada, también le quitaba el sueño la muerte de su amigo el conde Isidoro Fosco. Eso no lo creo, aunque lo diga el almanaque. El conde era un millonario, un cónsul, y al otro, cuando era basurero, no le daba más que consejos. La muerte de un amigo como ése es más bien un descanso, a no ser que usted lo precise para ablandarlo a golpes. Tampoco en los negocios andaba maclass="underline" a todos los ejércitos de italianos los tenía atorados con el ruibarbo que les vendía a precio de alimento, y hasta le habían dado las jinetas de Comendador. Entonces, ¿qué le pasaba? Lo de siempre; amigo: la italiana le jugó sucio con el conde Fosco. Para peor, cuando Sangiácomo descubrió la falsía, los dos ladinos ya se le habían muerto.