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»Mi arrebatada participación en el mate me había puesto cola de paja; así que preferí reducirme en la piecita, dando parte de enfermo. Cuando me aventuré al pasillo, a los pocos días, uno de los farristas me anotició que Zarlenga había ensayado hasta la puerta la expulsión de Limardo, pero que éste se tiró al suelo y se dejó patear y golpear, dominándolo con la resistencia pasiva. Fainberg no me confirmó el dato, porque es un egoísta que todo se lo guarda, para no tenerme al corriente de la chismografía más necesaria. Yo me sonrío, causa de mi cuña fenómeno con los 0,95, pero esa vuelta no abusé, porque el mes anterior ya les había tirado la lengua. Mi experiencia personal es que le habilitaron a Limardo, con la instalación de una cama jaula y un cajoncito de kerosene, el depósito de escobas y enseres de limpieza, que hay debajo de la escalera. La ventaja era que podía escuchar todo lo que hacían en el cuarto de Zarlenga, porque no lo separaba más que un tabique de tabla, fulerongo. El damnificado resulté yo, porque las escobas, luego de inventariadas y numeradas, las mudaron a mi piecita, y Fainberg puso en juego el maquiavelismo para que las ubicaran de mi lado.

»Berretines de la naturaleza del hombre: Fainberg, en punto a escobas, se revela un fanático rutinario; en punto a la concordia del hotel, embrolla a los farristas y a Limardo, para que hagan las paces. Como el litigio de la pintura colorada del gato ya estaba relegado al olvido, Fainberg tuvo que refrescar la memoria de los beligerantes, enconándolos con el abuso cáustico de las jodas y de la pifia. Cuando el único problema era averiguar si estaban por tirarse con los botines o patearse calzados, Fainberg los consiguió distraer con ese tema de los vinos-remedio, que hay que embromarse y confesar que domina fácil, porque días antes el doctor Pertiné le deslizó un prospecto para que correteara botellas y medias botellas de Apache (gran vino sanitario aprobado por el doctor Pertiné). Yo siempre he dicho que no hay como el alcohol para conciliar los espíritus, aunque absorbido con exceso la dirección del Nuevo Imparcial tiene que proceder. El hecho es que con el cuento de que unos eran tres y el otro estaba armado, Fainberg les hizo comprender que la unión era la fuerza y que, si querían brindar, les facilitaba a precio irrisorio el líquido elemento. El pichinchero que todos llevamos adentro los vendió: abonaron doce botellas y al doblar el codo de la octava eran el Cuarteto Curdela. Los farristas, que son el egoísmo en su tinta, no hicieron caso de que yo rondara con un vasito, hasta que el rusticano intervino diciendo en broma que no me desairaran a mí, porque él también era un perro. Yo aproveché la risa espontánea, para mandarme sin asco un trago que más bien resultó una gárgara, porque uno tarda en aclimatarse al vinito, que después le prometo es un verdadero jarabe y la lengua del consumidor viene gorda, como si hubiera dado cuenta de una olla de almíbar. Fainberg, con la afición que le tenía al Banco de Préstamos, también se interesaba en armas de fuego y dijo que, si le habían cobrado a Limardo un precio de cortar la meada, por el bufoso que portaba en el cinto, él podía conseguirle otro igual a precio de retazo. Si ya la charla presentaba un signo inequívoco de animación, usted se puede figurar los contornos que asumiría cuando el Gran Perfil se mandó ese globo. Había tantos pareceres que ni partición amistosa. Según Paja Brava, adquirir armas nuevas era prontuariarse de arriba; un farrista se reveló patriota decidido del Tiro Suizo versus el Tiro Federal; yo me dejé caer con la puya de que las armas las carga el diablo; Limardo, que estaba deformado con la bebida, dijo que se había venido con el revólver porque estaba siguiendo un plan para matar a un hombre; Fainberg contó el caso de un ruso que no le quiso comprar un revólver y lo asustaron la víspera con uno de chocolate.

»Al otro día, cosa de no parecer un indiferente, me fui arrimando a la plana mayor del hotel, que sabe congregarse a la fresca en el primer patio para consumir unos mates y preparar su plan de batalla. Se trata de batimentos en forma, donde el pensionista más cogotudo recoge una lección a cambio de algunas verdades y de que lo descubran espiando y lo dejen como Meccano desarmado. Ahí estaba la misma Trinidad, como dicen los tres farristas: Zarlenga, la Musante y Renovales. La circunstancia de que no mosquearan medio me animó. Me aventuré con toda naturalidad y para que no me sacaran cortito les prometí un chimento bomba. Les conté como si no tuviera un pelo en la lengua el batuque de la reconciliación sin dejar en el tintero el revólver de Limardo y el vino-remedio de Fainberg. Viera la cara de naranja amarga que me pusieron. Yo, por un si acaso, volví grupas, no fuera algún cuentero a decir que voy con historias a la dirección, defecto que no está en mi carácter.

»Me retiré en buen orden, siempre con el ojo clavado sobre todos los movimientos del trío. No pasó un rato largo sin que Zarlenga se dirigiera con paso firme al depósito de escobas y enseres donde el rústico pernoctaba. Con un salto más bien de mono me situé en la escalera, y apliqué la oreja a los escalones, para no perder ni una letra de lo que decían abajo. Zarlenga le exigió al rusticano la entrega del revólver. El otro redondamente se lo negó. Zarlenga le dijo una amenaza, que no la quiero recordar por no apesadumbrarlo, señor Parodi. Limardo, con una especie de soberbia tranquila, dijo que las amenazas no lo tocaban, porque él era invulnerable, como si tuviera el chaleco a prueba de balas y que más de un Zarlenga juntos no le iban a meter miedo. Inter nos, de poco le valió el chaleco, si lo tenía, porque antes de alcanzar el Día del Kilo amaneció cadáver en mi piecita.

– ¿Cómo finiquitó la discusión? -preguntó Parodi.

– Como finiquitan todas las cosas. Zarlenga no iba a perder su tiempo con un pobre alienado. Se fue como había venido, lo más chato.

»Ahora llegamos al domingo fatídico. Me duele confesar que ese día el hotel está muerto, falto de animación. Como yo me aburría como un bendito, se me ocurrió sacarlo a Fainberg de la negra ignorancia y le enseñé a jugar al truco, para que no hiciera un triste papel en los bares de cada esquina. Señor Parodi, yo tengo pasta para enseñar; la prueba es que el alumno me ganó ipso facto dos pesos, de los cuales me cobró uno cuarenta en metálico, y para saldar la deuda me convidó a que lo invitara a una matinée en el Excelsior. Por algo dicen que Rosita Rosenberg tiene el cetro de la risa. Las plateas gozaban cono si les hicieran cosquillas, aunque yo no pescaba una palabra, porque hablaban en un idioma que tienen los rusos para que no los manye al vuelo ni el Pibe Sinagoga, y yo estaba impaciente por llegar al hotel para que Fainberg me contara los chistes. Como para chistes estábamos cuando me reintegré a la piecita sano y salvo. Usted viera la lástima de mi cama; ya la frazada y la cubija eran una sola mancha; la almohada no estaba mucho mejor que digamos; la sangre había ganado hasta las bolsas y yo me preguntaba dónde iba a dormir esa noche, porque el finado Tadeo Limardo estaba tendido en la cama, más muerto que un salame.

»Mi primer pensamiento fue, como es natural, para el hotel. Con tal que algún enemigo no fuera a creerse que yo había sacrificado a Limardo y manchado toda la ropa de cama. Adiviné en seguida que ese cadáver no le iba a caer en gracia a Zarlenga; y así fue, porque los tiras lo interrogaron hasta ya pasadas las once, que es una hora que en el Nuevo Imparcial ya no se puede prender luz. Mientras completaba esas reflexiones, yo no cesaba de chillar como un borrachín, porque soy como Napoleón y hago muchas cosas a un tiempo. No le exagero: todo el establecimiento acudió a mis gritos de auxilio, sin excluir el peón de cocina, que me tapó la boca con un trapo y casi obtiene otro cadáver. Llegaron Fainberg, la Musante, los farristas, el cocinero, Paja Brava y el último el señor Renovales. El otro día lo pasamos todos en la cafúa. Yo estaba en mi elemento, satisfaciendo toda laya de preguntones y mandándome cada cuadro vivo que los dejaba turumba. No desatendí el trabajo de zapa, y saqué el dato que a Limardo lo habían liquidado a eso de las cinco de la tarde, con su propia cortapluma de hueso.