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Encuadremos ahora la característica más saliente y a la vez más profunda del autor de Seis problemas para don Isidro Parodi. He aludido, no lo dudéis, a la concisión, al arte de brûler les étapes. H. Bustos Domecq es, a toda hora, un atento servidor de su público. En sus cuentos no hay planos que olvidar ni horarios que confundir. Nos ahorra todo tropezón intermedio. Nuevo retoño de la tradición de Edgar Poe, el patético, del principesco M.P. Shiel y de la baronesa Orczy, se atiene a los momentos capitales de sus problemas: el planteo enigmático y la solución iluminadora. Meros títeres de la curiosidad, cuando no presionados por la policía, los personajes acuden en pintoresco tropel a la celda 273, ya proverbial. En la primera consulta exponen el misterio que los abruma; en la segunda oyen la solución que pasma por igual a niños y ancianos. El autor, mediante un artificio no menos condensado que artístico, simplifica la prismática realidad y agolpa todos los laureles del caso en la única frente de Parodi. El lector menos avisado sonríe: adivina la omisión oportuna de algún tedioso interrogatorio y la omisión involuntaria de más de un atisbo genial, expedido por un caballero sobre cuyas señas particulares resultaría indelicado insistir…

Examinemos ponderadamente el volumen. Seis relatos lo integran. No ocultaré, por cierto, mi penchant por La víctima de Tadeo Limardo, pieza de corte eslavo, que une al escalofrío de la trama el estudio sincero de más de una psicología dostoievskiana, morbosa, todo ello, sin desechar los atractivos de la revelación de un mundo sui generis, al margen de nuestro barniz europeo y de nuestro refinado egoísmo. También recuerdo sin desapego La prolongada busca de Tai An, que renueva a su modo el problema clásico del objeto escondido. Poe inicia la marcha en The purloined letter; Lynn Brock ensaya una variación parisina en The two of diamonds, obra de gallardos contornos, afeada por un perro embalsamado; Carter Dickson, menos feliz, recurre al radiador de la calefacción… Fuera a todas luces injusto dejar en el tintero Las previsiones de Sangiácomo, enigma cuya solución impecable confundirá, parole de gentilhomme, al más entonado de los lectores.

Una de las tareas que ponen a prueba la garra del escritor de fuste es, a no dudarlo, la diestra y elegante diferenciación de los personajes. El ingenuo titiritero napolitano que ilusionara los domingos de nuestra niñez resolvía el dilema con un expediente casero: dotaba de una giba a Polichinela, de un almidonado cuello a Pierrot, de la sonrisa más traviesa del mundo a Colombina, de un traje de arlequín… a Arlequín. H. Bustos Domecq maniobra, mutatis mutandis, de modo análogo. Recurre, en suma, a los gruesos trazos del caricaturista, si bien, bajo esta pluma regocijada, las inevitables deformaciones que de suyo comporta el género rozan apenas el físico de los fantoches y se obstinan, con feliz encarnizamiento, en los modos de hablar. A trueque de algún abuso de la buena sal de cocina criolla, el panorama que nos brinda el incontenible satírico es toda una galería de nuestro tiempo, donde no faltan la gran dama católica, de poderosa sensibilidad; el periodista de lápiz afilado, que despacha, quizás con menos ponderación que soltura, los más diversos menesteres; el tarambana decididamente simpático, de familia pudiente, calavera con dejos de noctámbulo, reconocible por el brillante cráneo engominado y los inevitables petizos de polo; el chino cortesano y melifluo de la vieja convención literaria, en quien veo, más que un hombre viviente, un pasticcio de orden retórico; el caballero de arte y de pasión atento por igual a las fiestas del espíritu y de la carne, a los estudiosos infolios de la biblioteca del Jockey Club y a la concurrencia pedana del mismo establecimiento… Rasgo que augura el más sombrío de los diagnósticos sociológicos: en este fresco, de lo que no vacilo en llamar la Argentinacontemporánea, falta la silueta ecuestre del gaucho y en su lugar campea el judío, el israelita, para denunciar el fenómeno en toda su repugnante crudeza… La gallarda figura de nuestro "compadre orillero" acusa análoga capitis diminutio: el vigoroso mestizo que impusiera otrora la lubricidad de sus "cortes y medias lunas" en la inolvidable pista de Hansen, donde la daga sólo se refrenaba ante nuestro upper cut, hoy se llama Tulio Savastano y dilapida sus dotes nada vulgares en el más insubstancial de los comadreos… De esta enervante laxitud apenas logra redimirnos, tal vez, el Pardo Salivazo, enérgica viñeta lateral que es una prueba más de los quilates estilísticos de H. Bustos.

Pero no todas han de ser flores. El ático censor que hay en mí condena sin apelación el fatigante derroche de pinceladas coloridas pero episódicas: vegetación viciosa que recarga y escamotea las severas líneas del Parthenón…

El bisturí que hace las veces de pluma en la mano de nuestro satírico prestamente depone todos sus filos cuando trabaja en carne viva de don Isidro Parodi. Burla burlando, el autor nos presenta el más impagable de los criollos viejos, retrato que ya ocupa su sitial junto a los no menos famosos que nos legaran "Del Campo", "Hernández" y otros supremos sacerdotes de nuestra guitarra folklórica, entre los que sobresale el autor de Martín Fierro.

En la movida crónica de la investigación policial cabe a don Isidro el honor de ser el primer detective encarcelado. El crítico de olfato reconocido puede subrayar, sin embargo, más de una sugerente aproximación. Sin evadirse de su gabinete nocturno del Faubourg St. Germain, el caballero Augusto Dupin captura el inquietante simio que motivara las tragedias de la rue Morgue; el príncipe Zaleski, desde el retiro del remoto palacio donde suntuosamente se confunden la gema con la caja de música, las ánforas con el sarcófago, el ídolo con el toro alado, resuelve los enigmas de Londres; Max Carrados, not least, lleva consigo por doquier la portátil cárcel de la ceguera… Tales pesquisidores estáticos, tales curiosos voyageurs autour de la chambre, presagian, siquiera parcialmente, a nuestro Parodi: figura acaso inevitable en el curso de las letras policiales, pero cuya revelación, cuya trouvaille, es una proeza argentina, realizada, conviene proclamarlo, bajo la presidencia del doctor Castillo. La inmovilidad de Parodi es todo un símbolo intelectual y representa el más rotundo de los mentís a la vana y febril agitación norteamericana, que algún espíritu implacable pero certero comparará, tal vez, con la célebre ardilla de la fábula…

Pero creo advertir una velada impaciencia en el rostro de mi lector. Hoy por hoy, los prestigios de la aventura priman sobre el pensativo coloquio. Suena la hora del adiós. Hasta aquí hemos marchado de la mano; ahora estás solo, frente al libro.

Gervasio Montenegro

De la Academia Argentina de Letras

Buenos Aires, 20 de noviembre de 1942