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El doctor Shu T'ung encontró su voz y prosiguió dócilmente:

– Su copioso colega habla con la elocuencia del orador que ostenta una doble fila de dientes de oro. Retomo la maligna correa de mi relato y digo con trivialidad: Semejante al sol, que ve todo y a quien hace invisible su propio brillo, Tai An, fiel y tenaz, persistía en la busca implacable, estudiaba los hábitos de todas las personas de la colectividad y casi era ignorado por ellas. ¡Ay de la flaqueza del hombre! Ni siquiera es perfecta la tortuga, que medita bajo una cúpula de carey. La reserva del mago tuvo una falla. En una noche del invierno de 1927, bajo los arcos de la plaza del Once, vio un círculo de vagabundos y de mendigos que se burlaban de un desdichado que yacía en el suelo de piedra, derribado por el hambre y el frío. La piedad de Tai An se duplicó al descubrir que ese vilipendiado era chino. El hombre de oro puede prestar una hoja de té sin perder el conocimiento; Tai An alojó al forastero, cuyo expresivo nombre es Fang She, en el taller de ebanistería de Nemirovsky.

»Pocas noticias refinadas y eufónicas puedo comunicarle de Fang She; si los diarios de mayor riqueza de abecedario no se equivocan, es oriundo del Yunnan y arribó a este puerto en 1923, un año antes que el mago. Más de una vez me recibió con su natural afectación en la calle Deán Funes. Juntos practicamos la caligrafía a la sombra de un sauce que hay en el patio y que delicadamente le recordaba, me dijo, las iteradas selvas que decoran las márgenes terrestres del acuoso Ling-Kiang.

– Yo que usted me dejaba de caligrafías y adornos -observó el investigador-. Hábleme de la gente que había en la casa.

– El buen actor no entra en escena antes que edifiquen el teatro -replicó Shu T'ung-. Primero, describiré absurdamente la casa; después, intentaré sin éxito un débil y grosero retrato de las personas.

– Mi palabra de estímulo -dijo Montenegro fogosamente-. El edificio de la calle Deán Funes es una interesante masure de principios de siglo, uno de tantos monumentos de nuestra arquitectura instintiva, en el que invenciblemente persiste la ingenua profusión del capataz italiano, apenas refaccionada por el severo canon latino de Le Corbusier. Mi evocación es definitiva. Usted ya ve la casa: en la fachada de hoy, el celeste de ayer es blanco y aséptico; adentro, el pacífico patio de nuestra infancia, donde hemos visto corretear a la esclavita negra con el mate de plata, sobrelleva mal de su grado la pleamar del progreso, que lo inunda de exóticos dragones y de lacas milenarias, hijas del cepillo falaz de ese industrializado Nemirovsky; al fondo, la casilla de madera indica el habitáculo de Fang She, junto a la verde melancolía del sauce, que acaricia con su mano de hojas las nostalgias del exilado. Vigoroso alambre chanchero de metro y medio separa nuestra propiedad de un hueco vecino: uno de esos pintorescos baldíos, para emplear el insubstituible vocablo criollo, que aún perduran invictos en el corazón de la urbe y donde el gato del barrio acude tal vez a buscar las hierbas curativas que mitigarán sus dolencias de huraño célibataire de las tejas. El piso bajo está consagrado al salón de ventas y al atelier [5](1); el piso alto -me refiero, cela va sans dire, a épocas anteriores al incendio- constituía la casa de familia, el intocable at home de esa partícula de Extremo Oriente, transplantada con todas sus peculiaridades y riesgos a la Capital Federal.

– En el zapato del preceptor los alumnos ponen los pies -dijo el doctor Shu T'ung-. Después de la victoria del ruiseñor, las orejas reciben y perdonan la tosca melodía del pato. El doctor Montenegro ha erigido la casa; mi lengua indocumentada y obtusa propondrá las personas. Reservo el primer trono para Madame Hsin.

– A mi juego me llamaron – Montenegro dijo oportunamente-. No incurra en un error que le pesará, mi estimable Parodi. No sueñe en confundir a Madame Hsin con esas poules de luxe, que usted habrá tolerado, y adorado, en los grandes hoteles de la Riviera y que decoran su pomposa frivolidad con un pekinés contrahecho y con un impecable quarante chevaux. El caso de Madame Hsin es muy otro. Se trata de una subyugante combinación de la gran dama de salón y de la tigresa oriental. Desde la oblicuidad de sus ojos nos guiña, tentadora, la eterna Venus; la boca es una sola flor encarnada; las manos son la seda y son el marfil; el cuerpo, subrayado por la victoriosa cambrure, es una coqueta avant-garde del peligro amarillo, y ha conquistado ya las telas de Paquin y las líneas ambiguas de Schiaparelli. Mil perdones, mi querido confrère: el poeta ha primado sobre el historiador. Para lapicear el retrato de Madame Hsin, he recurrido al pastel; para la efigie de Tai An, acudo a la masculina aguafuerte. Ningún prejuicio, por inveterado que sea, deformará mi visión. Me ceñiré a la documentación fotográfica de los periódicos de toda hora. Por lo demás, la raza devora al individuo: murmuramos "un chino" y proseguimos nuestra ruta febril, a la conquista de un dorado espejismo, sin sospechar acaso las tragedias banales o grotescas, pero invenciblemente humanas, del exótico personaje. Quede el mismo retrato para Fang She, cuyo aspecto recuerdo perfectamente, cuyos oídos han hospedado mi consejo paterno, cuyas manos han estrechado mi guante de cabritilla. Contraste: al cuarto medallón de mi galería se asoma un personaje oriental. No lo he llamado ni le ruego que se demore: es el extranjero, el judío que acecha en el oscuro fondo de mi relato como acecha y acechará, si una legislación prudente no lo fulmina, en todos los carrefours de la Historia. En este caso, nuestro convidado de piedra se llama Samuel Nemirovsky. Le ahorro hasta el menor detalle de ese ebanista vulgarísimo: frente serena y despejada, ojos de triste dignidad, negra barba profética, estatura canjeable por la mía.

– El comercio continuo con elefantes hace que el ojo perspicaz no distinga la mosca más ridícula -opinó bruscamente el doctor Shu T'ung-. Observo con chillidos de placer que mi retrato perjudicial no entorpece la galería del señor Montenegro. Sin embargo, si la voz de un crustáceo algo significa, yo también he desmejorado con mi presencia el edificio de la calle Deán Funes, aunque mi imperceptible morada se oculta de los dioses y de los hombres en el ángulo de Rivadavia y Jujuy. Uno de mis agobiadores pasatiempos es la venta domiciliaria de consolas, biombos, camas y aparadores, que incesantemente elabora el prolífico Nemirovsky; la piedad de ese artífice me permite que yo guarde y use los muebles, hasta venderlos. Ahora, precisamente, duermo en el interior de un jarrón apócrifo de la dinastía de Sung, porque la plétora de lechos nupciales me desvía del dormitorio y un solo trono plegadizo me niega el comedor.

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[5] De ningún modo. Nosotros -contemporáneos de la ametralladora y del bíceps- repudiamos esta molicie retórica. Yo diría, inapelable como el estampido: "En el piso bajo instalo el salón de ventas y el atelier; en el superior, encierro a los chinos." (Nota de puño y letra de Carlos Anglada.)