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Abrió al azar el volumen y lo puso en manos de Parodi. Éste, efectivamente, vio una fotografía de Carlos Anglada, calvo y enérgico, vestido de marinero.

– Usted como fotografista será una eminencia, no le discuto; pero lo que yo necesito es que me refieran el sucedido desde el 29 a la noche; también me gustaría saber cómo se llevaba esa gente. He leído los sueltitos de Molinari; no tiene basura en la cabeza, pero uno acaba por marearse con tanta fotografía. No se altere, joven, y cuénteme las cosas en orden.

– Le daré una instantánea de los hechos. El 24 llegamos a la estancia. Gran cordialidad y armonía. La señora Mariana -traje de montar de Redfern, ponchillo de Patou, botas de Hermés, maquillaje pleinair de Elizabeth Arden- nos recibió con su sencillez habitual. El dúo Anglada-Montenegro discutió la puesta de sol hasta muy entrada la noche. Anglada la reputó inferior a los faroles de un automóvil que devora el macadam; Montenegro, a un soneto del mantuano. Por fin, ambos eligerantes ahogaron el espíritu polémico en un vermouth con bitter. El señor Manuel Muñagorri, aplacado por el tacto de Montenegro, se mostraba resignado a nuestra visita. A las ocho en punto, la institutriz, una rubia de lo más grosera, créame usted, trajo al Pampa, único fruto de una pareja feliz. La señora Mariana, en lo alto de la escalinata, extendió los brazos al niño y éste, de facón y chiripá, corrió a ocultarse en la caricia materna. Escena inolvidable, por lo demás repetida todas las noches, que nos demuestra la perduración de los vínculos familiares en pleno clima de mundaneidad y bohemia. Inmediatamente, la institutriz se llevó al Pampa. Muñagorri explicó que toda la pedagogía estaba cifrada en el precepto salomónico: escatima el palo y estropearás al niño. Me consta que para obligarlo a usar facón y chiripá tenía que poner en práctica ese precepto.

»El 29 al atardecer presenciamos, desde la terraza, un desfile de toros, grave y espléndido. A la señora Mariana debimos ese cuadro rural. Si no fuera por ella, ésa y otras impresiones gratísimas serían imposibles. Con franqueza viril debo confesar que el señor Muñagorri (apreciable como cabañero, sin duda) era un anfitrión huraño y desatento. Casi no nos dirigía la palabra, prefería el diálogo de capataces y de peones; le interesaba más la futura exposición de Palermo que esa maravillosa coincidencia de la Naturaleza con el Arte, de la pampa con Carlos Anglada, que vuelta a vuelta se operaba en su propiedad. Mientras abajo desfilaban las bestias, oscuras en la muerte del sol, arriba, en la terraza, el grupo humano se afirmaba más conversador y locuaz. Bastó una interjección de Montenegro sobre la majestad de los toros para despertar el cerebro de Anglada. El maestro, de pie sobre sí mismo, improvisó una de esas fecundas tiradas líricas que pasman por igual al historiador y al gramático, al frío razonador y al gran corazón. Dijo que en otras épocas los toros eran animales sagrados; antes, sacerdotes y reyes; antes, dioses. Dijo que el mismo sol que iluminaba ese desfile de toros había visto, en las galerías de Creta, desfiles de hombres condenados a muerte por haber blasfemado del toro. Habló de hombres a quienes la inmersión en la caliente sangre de un toro había hecho inmortales. Montenegro quiso evocar una sangrienta función de toros embolados que él presenciara en la arenas de Nimes (bajo el crepitante sol provenzal); pero Muñagorri, enemigo de toda expansión del espíritu, dijo que, en materia de toros, Anglada no era más que un tendero. Entronizado en un enorme sillón de paja, afirmó, cosa evidente, que él se había educado entre toros y que eran animales pacíficos y hasta cobardes, pero muy botadores. Fíjese que para convencer a Anglada, trataba de hipnotizarlo -no le quitaba los ojos de encima-. Dejamos al maestro y a Muñagorri en pleno deleite polémico; guiados por esa incomparable dueña de casa que es la señora Mariana, Montenegro y yo pudimos apreciar en todos los detalles el motor de la luz. Sonó el gong, nos sentamos a comer y acabamos la carne de vaca, antes que regresaran los polemistas. Era evidente que había triunfado el maestro; Muñagorri, hosco y vencido, no dijo una sola palabra durante la comida.

»Al día siguiente me invitó a conocer el pueblo del Pilar. Fuimos los dos solos, en su americanita. Como argentino gocé a pleno pulmón en nuestra escapada por la pampa típica y polvorienta. El padre sol derrochaba sus benéficos rayos sobre nuestras cabezas. Los servicios de la Unión Postal se extienden a esos andurriales sin pavimentos. Mientras Muñagorri absorbía líquidos inflamables en el almacén, yo confié a la boca de un buzón un saludo filial a mi editor, al dorso de mi fotografía en traje de gaucho. La etapa del retorno fue desagradable. A los barquinazos de la vía crucis ahora se agregaban las torpezas del borracho, confieso hidalgamente que me apiadó ese esclavo del alcohol y le perdoné el feo espectáculo que me brindaba; castigaba el caballo como si fuera su hijo; la americana zozobraba continuamente y más de una vez temí por mi vida.

»En la estancia, unas compresas de lino y la lectura de un antiguo manifiesto de Marinetti restituyeron mi equilibrio.

»Ahora llegamos, don Isidro, a la tarde del crimen. Lo presagió un incidente desagradable: Muñagorri, siempre fiel a Salomón, asestó una tunda de palos a las asentaderas del Pampa, que, seducido por los falaces reclamos del exotismo, se negaba a la portación de cuchillo y rebenquito. Miss Bilham, la institutriz, no supo guardar su lugar y prolongó ese episodio tan poco grato recriminando acerbamente a Muñagorri. No trepido en afirmar que la pedagoga intervino de ese modo tan destemplado, porque tenía en vista otra colocación: Montenegro, que es un lince para descubrir bellas almas, le había propuesto no sé qué destino en Avellaneda. Todos nos retiramos contrariados. La dueña de casa, el maestro y yo nos encaminamos al tanque australiano; Montenegro se retiró a la casa con la institutriz. Muñagorri, obsesionado con la próxima exposición y de espaldas a la naturaleza, se fue a ver otro desfile de toros. La soledad y el trabajo son los dos báculos en que se apoya el verdadero hombre de letras; aproveché un recodo del camino para dejar a mis amigos; fui a mi dormitorio, verdadero refugio sin ventanas donde no llega el eco más remoto del mundo externo: Prendí la luz y entré en el surco de mi traducción popular de La soirée avec M. Teste. Imposible trabajar. En el cuarto de al lado conversaban Montenegro y Miss Bilham. No cerré la puerta por temor de ofender a Miss Bilham y para no asfixiarme. La otra puerta de mi habitación da, como usted sabe, al vaporoso patio de la cocina.

»Oí un grito; no procedía del cuarto de Miss Bilham; creí reconocer la incomparable voz de la señora Mariana. Por corredores y escaleras llegué a la terraza.

»Así, sobre el poniente, con la sobriedad natural de la gran actriz que hay en ella, la señora Mariana indicaba el cuadro terrible que, por desdicha mía, no olvidaré. Abajo, como ayer, habían desfilado los toros; arriba, como ayer, el amo había presidido el lento desfile; pero esta vez habían desfilado para un solo hombre; ese hombre estaba muerto. Por los dibujos del respaldo de paja había entrado un puñal.

»Sostenido por los brazos del alto sillón seguía erecto el cadáver. Anglada comprobó con horror que el increíble asesino había utilizado el cuchillito del niño.

– Dígame, don Formento, ¿cómo se habrá agenciado esa arma el forajido?

– Misterio. El chico, después de agredir a su padre, tuvo un ataque de furia y tiró sus enseres de gaucho detrás de las hortensias.

– Ya lo sabía. ¿Y cómo explica la presencia del rebenquito en la pieza de Anglada?

– Muy fácilmente, pero con razones vedadas a un pesquisa. Como lo demuestra la fotografía que usted ha visto, en la proteiforme vida de Anglada hubo el período que llamaremos pueril. Aún hoy, el campeón de los derechos de autor y del arte por el arte, siente el invencible imán que ejercen los juguetes sobre el adulto.