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»Con toda comodidad salió a la terraza y lo apuñaló a Muñagorri. Los peones no lo vieron porque estaban abajo, atareados en los toros.

»Vea lo que es la Providencia. Todo eso había hecho el hombre para sacar un libro con las cartitas de esa tilinga y las felicitaciones de Año Nuevo. Basta mirar a esa señora para adivinar lo que son sus cartas. No es milagro que los de la imprenta les sacaran el cuerpo.

Quequén, 22 de febrero de 1942

Las previsiones de Sangiácomo

A Mahoma

I

El recluso de la celda 273 recibió con marcada resignación a la señora de Anglada y a su marido.

– Seré rotundo; daré la espalda a toda metáfora -prometió gravemente Carlos Anglada-. Mi cerebro es una cámara frigorífica: las circunstancias de la muerte de Julia Ruiz Villalba -Pumita, para los de su clase- perduran en ese recipiente gris incorruptas. Seré implacable, fidedigno; miro estas cosas con la indiferencia del deux ex machina. Le impondré un corte transversal de los hechos. Lo conmino, Parodi: sea usted un nervio auditivo.

Parodi no levantó los ojos, siguió iluminando una fotografía del doctor Irigoyen; el introito del vigoroso poeta no le comunicaba hechos nuevos: días antes había leído un sueltito de Molinari sobre la brusca desaparición de la señorita de Ruiz Villalba, uno de los elementos juveniles más animados de nuestro mundillo social.

Anglada impostó la voz; Mariana, su mujer, tomó la palabra:

– Ya Carlos hizo que me costeara a la cárcel y yo que tenía que ir a opiarme en la conferencia de Mario sobre Concepción Arenal. Qué salvada la suya, señor Parodi, no tener que ir a La Casade Arte: hay cada figurón que es un plomo, aunque yo siempre digo que Monseñor habla con mucha altura. Carlos, como toda la vida, va a querer meter su cuchara, pero al fin y al cabo es mi hermana, y no me han arrastrado hasta aquí para que yo esté callada como una ente. Además las mujeres, con la intuición, nos damos más cuenta de todo, como dijo Mario a la vez que me felicitó por el luto (yo estaba hecha una loca, pero a las platinadas nos sienta el negro). Mire, yo con la suite que tengo, voy a contarle las cosas desde el principio, aunque no me hago la difícil con la manía de los libros. Usted habrá visto en la rotogravure que la pobre Pumita, mi hermana, se había comprometido con Rica Sangiácomo, que tiene un apellido que es matador. Aunque parezca un cache, era una pareja ideaclass="underline" la Pumita tan mona, con el cachet Ruiz Villalba y los ojos de Norma Shearer, que ahora se nos fue, como dijo Mario, ya no quedan más que los míos. Es claro que era una india y que no leía más que Vogue y por eso le faltaba ese charme que tiene el teatro francés, aunque Madeleine Ozeray es un adefesio. Es el colmo venir a decirme a mí que se ha suicidado, yo que estoy tan católica desde el Congreso y ella con esa joie de vivre que yo también la tengo, aunque no soy una mosca muerta. No me diga que es una plancha y una falta de consideración este escándalo como si yo no tuviera bastante con lo del pobre Formento, que le clavó el cuchillito por el sillón a Manuel, que estaba embobado con los toros. A veces me da que pensar y digo que es llover sobre mojado.

»Rica tiene fama de buenmocísimo, pero qué más quería él que entrar en una familia como la gente, ellos que son unos parvenus, aunque al padre yo lo respeto porque vino al Rosario con una mano atrás y otra adelante. La Pumita no se chupaba el dedo, y mamá con el faible que le tenía tiró la casa por la ventana cuando la presentaron, y así no es gracia que se comprometiera cuando era una mosca. Dice que se conocieron de un modo lo más romántico, en Llavallol, como Errol Flynn y Olivia de Havilland, en Vamos a Méjico, que en inglés se llama Sombrero: a la Pumita se le había desbocado el pony del tonneau al llegar al macadam y Ricardo, que no tiene más horizonte que los petizos de polo, se quiso hacer el Douglas Fairbanks y le paró el pony, que no es una cosa del otro mundo. Él se quedó chocho cuando supo que era mi hermana, y la pobre Pumita, ya se sabe, le gustaba afilar hasta con los mucamos de adentro. La cuestión es que se lo invitó a Rica a La Moncha, y eso que no nos habíamos visto ni en caja de fósforos. El Commendatore -el padre de Rica, usted recuerda- les hacía un gancho bárbaro, y Rica me tenía enferma con las orquídeas que le mandaba todos los días a la Pumita, así que yo hice rancho aparte con Bonfanti, que es otra cosa.

– Tómese un resuello, señora -intercaló respetuosamente Parodi-. Ahora que no garúa, usted podría aprovechar, don Anglada, para hacerme un resumido.

– Abro fuego…

– Ya tuviste que salir con tus pesadeces -observó Mariana aplicando a sus labios desganados un cuidadoso rouge.

– El panorama erigido por mi señora es terminante. Falta, sin embargo, tirar las coordenadas de práctica. Seré el agrimensor, el catastro. Acometo la vigorosa síntesis.

»En Pilar, contiguos a La Moncha, se afirman los parques, los viveros, los invernáculos, el observatorio, los jardines, la pileta, las jaulas de los animales, el acuario subterráneo, las dependencias, el gimnasio, el reducto del Commendatore Sangiácomo. Este florido anciano -ojos irrefutables, estatura mediocre, tinte sanguíneo, níveos mostachos que interrumpe el toscano festivo- es un moño de músculos, en la pista, en la pedana y en el trampolín de madera. Paso de la instantánea al cinematógrafo: abordo sin ambages la biografía de este vulgarizador del abono. El oxidado siglo XIX se revolvía y gimoteaba en su silla de ruedas -años del biombo japonista y del velocípedo tarambana- cuando el Rosario abrió la generosidad de sus fauces a un inmigrante itálico; miento, a un niño italiano. Pregunto: ¿quién era ese niño? Contesto: el Commendatore Sangiácomo. El analfabetismo, la maffia, la intemperie, una fe ciega en el porvenir de la Patria fueron sus pilotos de cabotaje. Un varón consular -confirmo: el cónsul de Italia, conde Isidoro Fosco- adivinó el encaje moral que encerraba el joven y más de una vez le brindó un consejo desinteresado.

»En 1902 Sangiácomo encaraba la vida desde el pescante de madera de un carro de la Dirección de Limpieza; en 1903 presidía una flota pertinaz de carros atmosféricos; desde 1908 -año en que salió de la cárcel- vinculó definitivamente su nombre a la saponificación de las grasas; en 1910 abarcaba las curtiembres y el guano; en 1915 columbró con ojo de cíclope las posibilidades de la gamorresina del asa fétida; la guerra disipó ese espejismo; nuestro luchador, al borde de la catástrofe, dio un golpe de timón y se consolidó en el ruibarbo. Italia no tardó en detonar su grito y su músculo; Sangiácomo, desde la otra margen atlántica, gritó ¡presente! y fletó un barco de ruibarbo para los modernos inquilinos de las trincheras. No lo desanimaron los motines de una soldadesca ignorante; sus cargamentos nutritivos abarrotaron dársenas y almacenes en Génova, en Salerno y en Castellammare, desalojando más de una vez a densas barriadas. Esa plétora alimenticia tuvo su premio: el novel millonario crucificó su pecho con la cruz y el mandil de Commendatore.

– Qué manera de contar que parece que estás hecho un sonámbulo -dijo desapasionadamente Mariana, y siguió levantando sus faldas-. Antes que lo hicieran Commendatore ya se había casado con la prima carnal que mandó buscar a Italia a propósito, y también te comiste lo de los hijos.