»En horas de negra melancolía no hay farmacopea que valga la simple y reiterada Naturaleza, que, atenta a los reclamos de abril, se desborda profusa y veraneante por las llanadas y congostos. Ricardo, amaestrado por los reveses, buscó la soledad campesina, marchó sin detenciones a Avellaneda. La vieja casona de los Montenegro abrió sus cortinadas puertas vidrieras para recibirle. El anfitrión, que en achaques de hospitalidad es mucho hombre, aceptó un Corona extralargo, y, entre pitada y pitada, chanza va y chanza viene, parló como un oráculo, y dijo tantas y tales cosas que nuestro Ricardo, apesadumbrado y mohíno, hubo de contramarchar a Villa Castellammare, que no corriera más ligero si veinte mil feísimos demonios le persiguiesen.
»Sombríos antecámaras de la locura, salas de espera del suicidio: Ricardo, esa noche, no departe con quien pudiera alzaprimarle, con un camarada, un filólogo: se empoza en el primero de una luenga serie de conciliábulos con ese desmantelado Croce, más árido y reseco que el álgebra de su contabilidad.
»Tres días malgastó nuestro Ricardo en esas peroratas malsanas. El viernes tuvo un destello de lucidez: apareció de motu proprio en mi dormitorio-bufete. Yo, para desapestarle el ánima, le invité a corregir las pruebas de galeras de mi reedición de Ariel, de Rodó, maestro que, al decir de González Blanco, "supera a Valera en flexibilidad, a Pérez Galdós en elegancia, a la Pardo Bazán en exquisitez, a Pereda en modernidad, a Valle Inclán en doctrina, a Azorín en espíritu crítico"; barrunto que otro que yo hubiera recetado a Ricardo una papilla al uso, que no ese tuétano de león. Sin embargo, pocos minutos de magnetizante labor fueron bastantes para que el extinto se despidiera, campechano y gustoso. No había concluido yo de calzarme las antiparras para proseguir la fajina, cuando, del otro lado de la rotonda, retumbó el balazo fatídico.
»Afuera me crucé con Requena. La puerta del dormitorio de Ricardo estaba entornada. En el suelo, infamando de sangre reprobada el mullido quillango, yacía de cúbito dorsal el cadáver. El revólver, caliente aún, custodiaba su eterno sueño.
»Lo proclamo bien alto. La decisión fue premeditada. Así lo corrobora y confirma la deplorable nota que nos dejó: indigente, como de quien ignora los recursos riquísimos del romance; pobre, como de chapucero que no dispone de un stock de adjetivos; insulsa, como de quien no juega del vocablo. Viene a patentizar lo que no pocas veces he insinuado desde la cátedra: los egresados de nuestros sedicentes colegios desconocen los misterios del diccionario. La leeré: usted será el más inflamado guerrero en esta cruzada por el buen decir.
Ésta es la carta que Bonfanti leyó, momentos antes de que don Isidro lo expulsara.
Lo peor es que siempre he sido feliz. Ahora las cosas han cambiado y seguirán cambiando. Me mato porque ya no comprendo nada. Todo lo que he vivido es mentira. De la Pumita no me puedo despedir, porque ya se murió. Lo que mi padre ha hecho por mí no lo ha hecho ningún padre en el mundo; quiero que todos lo sepan. Adiós y olvídenme.
Fdo.: Ricardo Sangiácomo,
Pilar, 11 de julio de 1941
V
Poco después Parodi recibió la visita del doctor Bernardo Castillo, médico de familia de los Sangiácomo. El diálogo fue largo y confidencial. Cabe aplicar los mismos epítetos a la conversación que don Isidro mantuvo, en esos días, con el contador Giovanni Croce.
VI
El día viernes 17 de julio de 1942, Mario Bonfanti -perramus desvaído, chambergo fatigado, pálida corbata escocesa y flamante sweater de Racing- entró confusamente en la celda 273. Lo entorpecía una fuente espaciosa, envuelta en una servilleta sin mácula.
– Municiones de boca -gritó-. En menos que cuento un dedo usted se chupará los suyos, Parodi amenísimo. ¡Miel sobre hojuelas! Las empanadas las estofaron manos atezadas; la fuente que las porta se ufana con las armas y el lema -Hic jacet- de la Princesa.
Un bastón de malaca lo moderó. Lo esgrimía ese triple mosquetero, Gervasio Montenegro -clac Houdin, monóculo Chamberlain, negro bigote sentimental, sobre todo con bocamangas y cuello de piel de nutria, plastrón con una sola perla Mendax, pie calzado por Nimbo, mano por Bulpington.
– Celebro encontrarlo, mi querido Parodi -exclamó con elegancia-. Usted disculpará la fadaise de mi secretario. No nos dejemos ofuscar por los sofismos de Ciudadela y de San Fernando: todo espíritu ponderado reconoce que Avellaneda, por derecho propio, está en la plana de honor. No me canso de repetir a Bonfanti que su juego de refranes y de arcaísmos resulta, decididamente, vieux jeu, fuera de ambiente; en vano dirijo sus lecturas: un riguroso régimen de Anatole France, de Oscar Wilde, de Toulet, de don Juan Valera, de Fradique Mendes y de Roberto Gache, no ha penetrado en su entendimiento rebelde. Bonfanti no sea terco y révolté, prescinda bruscamente de la empanada que acaba de substraer y diríjase motu proprio a La Rosa Formada, Costa Rica 5791, empresa de obras sanitarias, donde su presencia puede ser útil.
Bonfanti murmuró las palabras atentamente, zalemas albricias, besamanos y huyó con dignidad.
– Usted, don Montenegro, que está en caballo manso -dijo Parodi-, tenga la fineza de abrir ese respiradero, no vaya a ser que se nos ataje el resuello con estas empanaditas que por el olor parecen de grasa de chancho.
Montenegro, ágil como un duelista, se trepó a un banco y obedeció la orden del maestro. Bajó con un salto escénico.
– No hay plazo que no se cumpla -dijo mirando fijamente un pucho aplastado. Sacó un potente reloj de oro; le dio cuerda y lo consultó-: Hoy es el día 17 de julio; hace precisamente un año que usted descifró el cruel enigma de Villa Castellammare. En este ambiente de cordial camaradería alzo la copa y le recuerdo que entonces me prometió, para esta fecha, año vista, la franca revelación del misterio. No disimularé, querido Parodi, que el soñador ha perfilado, en minutos escamoteados al hombre de bufete y de pluma, una teoría interesantísima, novedosa. Quizá usted, con su mente disciplinada, logre aportar a esa teoría, a ese noble edificio intelectual, algunos materiales aprovechables. No soy un arquitecto cerrado: tiendo la mano a su valioso grano de arena, reservándome, cela va sans dire, el derecho de repudiar lo deleznable y lo quimérico.