– No se aflija -dijo Parodi-. Su grano de arena va a resultar idéntico al mío, sobre todo si habla antes. Tiene la palabra, amigo Montenegro. El primer maíz es para los loros.
Montenegro se apresuró a responder:
– De ningún modo. Après vous, messieurs les Anglais. Por lo demás, inútil ocultarle que mi interés ha decaído prodigiosamente. El Commendatore me defraudó: yo lo creía un hombre más sólido. Ha muerto -prepárese para una vigorosa metáfora- en la calle. El remate judicial apenas bastó para pagar las deudas. No le discuto que la situación de Requena es envidiable y que el oratorio Hamburgués y el casal de tapires que adquirí a precio irrisorio en esas enchères me han resultado mucho. Tampoco la Princesa puede quejarse: ha rescatado de la plebe ultramarina una serpiente de barro cocido, una fouille del Perú, que otrora atesorara el Commendatore en un cajón de su escritorio particular, y que ahora preside, densa de mitológicas sugestiones, nuestra sala de espera. Pardon: en otra visita ya le hablé de ese ofidio inquietante. Hombre de gusto, yo me había reservado in petto un agolpado bronce de Boccioni, monstruo dinámico y sugestivo, del que tuve que prescindir, pues esa deliciosa Mariana -substituyo: la señora de Anglada- le había echado el ojo, y opté por una retirada elegante.
»Este gambito ha sido recompensado: ahora el clima de nuestras relaciones es decididamente estival. Pero me distraigo y lo distraigo, querido Parodi. Espero a pie firme su boceto y le adelanto desde ya mi palabra de estímulo. Le hablo con la frente bien alta. Sin duda, esta afirmación motivará la sonrisa de más de un espíritu maligno; pero usted sabe que no giro en descubierto. He cumplido punto por punto mi compromiso: le he bosquejado un raccourci de mis gestiones ante la baronesa de Servus, ante Loló Vicuña de De Kruif y ante esa obsesionante fausse maigre, Dolores Vavassour; he logrado, poniendo en juego un mélange de subterfugios y de amenazas, que Giovanni Croce, verdadero Catón de la contabilidad, arriesgara su prestigio y visitara esta cárcel penitenciaria, poco antes de darse a la fuga; le he brindado no menos de un ejemplar de ese viperino folleto que inundó la Capital Federal y las localidades suburbanas, y cuyo autor, respaldado por la máscara del anonimato y ante el cenotafio aún abierto, se cubrió del más soberano ridículo denunciando no sé qué absurdas coincidencias entre la novela de Ricardo y la Santa Virreina, de Pemán, obra que sus mentores literarios, Eliseo Requena y Mario Bonfanti, eligieran como riguroso modelo. Felizmente, ese don Gaiferos que se llama el doctor Sevasco subió a la pedana y dio el do de pecho: demostró que el opúsculo de Ricardo, a pesar de consentir algunos capítulos del romanzón de Pemán -coincidencia harto disculpable en el primer hervor de la inspiración- debía más bien considerarse un facsímil del Billete de totería, de Paul Groussac, rápidamente retrotraído al siglo XVII y prestigiado por una evocación incesante del descubrimiento sensacional de las virtudes salutíferas de la quina.
»Parlors d'autre chose. Atento a sus más seniles caprichos, mi querido Parodi, logré que el doctor Castillo, ese obsesionante Blakamán del pan bazo y del agua panada, desertara momentáneamente de su consultorio hidropático y lo examinara con ojo clínico.
– Déle un descanso a las payasadas -dijo el criminalista-. El enredo de los Sangiácomo tiene más vueltas que un reloj. Mire, yo empecé a atar cabos la tarde que don Anglada y la señora Barcina me contaron la discusión que hubo en lo del Comendador la víspera de la primera muerte. Lo que me dijeron después el finado Ricardo y Mario Bonfanti y usted y el tesorero y el médico confirmó la sospecha. También la carta que el pobre muchacho dejó explicaba todas las cosas. Como decía Ernesto Ponzio:
El destino, que es prolijo,
no da puntada sin nudo.
»Hasta la muerte de Sangiácomo viejo y el librito ese de la máscara del anónimo sirven para entender el misterio. Si yo no lo conociera a don Anglada, sospecharía que había empezado a ver claro. La prueba está que, para contar la muerte de la Pumita, se remontó hasta el desembarco de Sangiácomo viejo en el Rosario. Dios habla por la boca de los sonsos: en esa fecha y en ese lugar empieza realmente la historia. Los de la policía, que son muy noveleros, no descubrieron nada porque pensaban en la Pumita y en Villa Castellammare y en el año 1941. Pero yo, de tanto estar a galpón, me he puesto muy histórico, y me gusta recordar esos tiempos cuando el hombre es joven y todavía no lo han mandado a la cárcel y no le faltan tres nacionales para darse un gusto. La historia, le repito, viene de lejos, y el Comendador es la carta brava. Vaya tomándole el peso al extranjero. En 1921 casi se volvió loco, me dijo don Anglada. Vamos a ver qué le había pasado. Se le murió la señora emigranta que le mandaron de Italia. Apenas la conocía. ¿Usted se figura que un hombre como el Comendador va a volverse loco por eso? Hágase a un lado que voy a escupir. Según el mismo Anglada, también le quitaba el sueño la muerte de su amigo el conde Isidoro Fosco. Eso no lo creo, aunque lo diga el almanaque. El conde era un millonario, un cónsul, y al otro, cuando era basurero, no le daba más que consejos. La muerte de un amigo como ése es más bien un descanso, a no ser que usted lo precise para ablandarlo a golpes. Tampoco en los negocios andaba maclass="underline" a todos los ejércitos de italianos los tenía atorados con el ruibarbo que les vendía a precio de alimento, y hasta le habían dado las jinetas de Comendador. Entonces, ¿qué le pasaba? Lo de siempre; amigo: la italiana le jugó sucio con el conde Fosco. Para peor, cuando Sangiácomo descubrió la falsía, los dos ladinos ya se le habían muerto.
»Usted sabe lo vengativos, y hasta rencorosos, que son los calabreses. Ni que fueran escribientes de la 8. El Comendador, ya que no podía vengarse de la mujer ni del farsante de los consejos, se vengó en el hijo de los dos, en Ricardo.
»Un sujeto cualquiera, usted, por ejemplo, en trance de vengarse, hubiera rigoreado un poco al putativo, y san se acabó. A Sangiácomo viejo lo agrandó el odio. Se formó un plan que no se le ocurre ni a Mitre. Como trabajo fino y de aguante, hay que sacarle el sombrero. Planeó toda la vida de Ricardo: destinó los primeros veinte años a la felicidad, los veinte últimos a la ruina. Aunque parezca fábula, nada casual hubo en esa vida. Vamos a empezar por lo que usted entiende: las cosas de mujeres. Ahí tiene la baronesa de Servus y la Sister y la Dolores y la Vicuña; todos esos amoríos el viejo se los preparó sin que él maliciara. Tan luego a usted contarle esas cosas, don Montenegro, que habrá engordado como novillo con las comisiones. Hasta el encuentro con la Pumita parece más preparado que una elección en La Rioja. Con los exámenes de abogado, la misma historia. El muchacho no se esmeraba, y le llovían clasificaciones. En la política ya iba a sucederle lo mismo: con Saponaro en el pescante, nadie la falla. Mire, es matarse: en todo era igual. Acuérdese de los seis mil pesos para amansar a la Dolly Sister; acuérdese del petizo gangoso que le brotó de golpe en Montevideo. Era un elemento del padre: la prueba es que no trató de cobrar los cinco mil de oro que le prestó. Y ahora, tome el caso de la novela. Usted mismo ha dicho hace un rato que Requena y Mario Bonfanti le sirvieron de testaferros. El mismo Requena, la víspera de la muerte de la Pumita, se mandó una agachada: dijo que estaba muy atareado, porque Ricardo iba a concluir la novela. Más claro, echarle agua: el encargado del librito era él. Después Bonfanti le puso unas contrafirmas del tamaño de un huevo de avestruz.