»Usted, en su nicho, en su punto de mira, como quien dice, va a agradecerme el cuadro vivo que le voy a brindar: la atmósfera del Nuevo Imparcial tiene su interés para el estudioso. Es un verdadero muestrario que hay que reírse. Yo siempre le digo a Fainberg: ¿A qué te vas a patinar dos pesos con Ratti, si ya tenemos en casa el zoológico? Para serle franco, él lo tiene en la cara, porque es un miserable huevo de tero con pelo colorado, que no me extraña que la Juana Musante le haya parado el carro. La Musante, usted sabe, viene a ser como la patrona: para eso es la mujer de Claudio Zarlenga. El señor Vicente Renovales y el mencionado Zarlenga integran el binomio que dirige el establecimiento. Hace tres años que Renovales lo tomó de socio a Zarlenga. El viejo estaba cansado de lidiar solo, y esa infusión de sangre joven le dio un empujón saludable al Nuevo Imparcial. Entre nosotros le paso el dato que es un secreto a voces: ahora las cosas andan peor que antes y el establecimiento es un pálido fantasma de lo que fue. La llegada fatídica de Zarlenga se debe a que llegó de la Pampa; para mí que es un prófugo. Usted calcule, le había sacado la Musante a un empleado del correo en Banderaló, un matón. El presupuestívoro se quedó papando moscas; Zarlenga, que sabe que en la Pampa no se anda con rodeos para estas cosas, echó mano a la red ferroviaria y se vino al Once. Vino a esconderse entre el gentío, si usted me capta. Yo, en cambio, no necesité ni un Lacroze para ser el hombre invisible; me lo paso de sol a sol metido en la piecita, que es un buraco, y me río de la barra de jugo de Carne, que anda compadreando por el Abasto, y no me ve el pelo. Por las dudas me la pasé en el colectivo haciendo visajes, para que me tomaran por otro.
»Zarlenga es un animal con ropa, carente de roce, un compadrón, mejorando lo presente. No tengo por qué negarle que a mí me trata con guante blanco, porque la única vez que me levantó la mano estaba con copas y yo no le llevé el apunte, porque era mi cumpleaños. Intriga negra de la calumnia: a la Juana Musante se le había metido entre ceja y ceja que yo aprovechaba la oscuridad ambiente para aventurarme antes de comer hasta mitad de cuadra y hacerle la pasada a la ñata de la gomería. Es lo que ya le dije: la Musante ve turbio con los celos y, aunque sabe que yo me atengo al patio del fondo, siempre firme en la brecha, como quien dice, le fue a Zarlenga con el cuento de que yo me había conseguido infiltrar en el lavadero con el propósito pecaminoso. El hombre se me vino como leche hervida, y yo le doy la razón. A no ser por el señor Renovales, que de propia mano me puso la carnaza cruda en el ojo, yo de repente me sulfuro. Fábulas que disipa el somero examen: le acepto que la Juana Musante tiene un cuerpo que a uno lo deja de cama, pero un tipo como yo que tuvo una historia con una señorita que ya es manicura, y después con una menor que iba a ser astro de la radio, no se perturba con ese corpachón atractivo, que puede suscitar la atención en Banderaló, pero que a la muchachada del Centro la pone apática.
» Como dice Anteojito en su columnita de Última Hora, la llegada misma de Tadeo Limardo al Nuevo Imparcial está signada por el misterio. Llegó con Momo, entre pomos y bombitas de mal olor, pero Momo no lo verá el otro carnaval. Le pusieron el sobretodo de madera y se radicó en la Quinta del Ñato: los infantes de Aragón ¿qué se fizieron?
»Yo, que palpito al unísono con la urbe, le había sustraído un traje de oso al peón de cocina, que es un misántropo que no acude a la milonga, que no es danzante. Munido de esa piel enteriza, calculé que iba a pasar desapercibido, y me di el lujo de hacerle una reverencia al patio del fondo y salí como un señor, en busca de oxígeno. Usted no me dejará mentir: esa noche la columna mercurial batió el récord de altura; hacía tanto calor que la gente ya se reía. A la tarde hubo como nueve insolados y víctimas de la ola tórrida. Haga su composición de lugar: yo, con el hocico peludo, sudaba tinta, y vuelta a vuelta me sorprendió la tentación de sacarme la cabeza de oso, aprovechando algunos lugares que son como boca de lobo, que si el Concejo Deliberante los ve se le cae la cara de vergüenza. Pero yo, cuando me prendo a la idea, soy un fanático. Le prometo que no me saqué la cabeza, no fuera de repente a aparecer uno de los feriantes del Abasto, que saben correrse hasta el Once. Ya mis pulmones se alegraban con el aire benéfico de la plaza, que hervía de rotiserías y de parrillas, cuando perdí el conocimiento, frente mismo a un anciano que se había disfrazado de tony, y que desde hace treinta y ocho años no se pierde un carnaval sin mojar al vigilante, que es paisano suyo, porque es de Temperley. Este veterano, a pesar de la nieve de los años, obró con sangre fría: de un envión me sacó la cabeza de oso, y no se llevó mis orejas porque estaban pegadas. Para mí que él o su tata, que se había caracterizado con un bonete, me sustrajeron la cabeza de oso; pero no les guardo canina: me hicieron engullir una sopa seca, que con cuchara de madera me la empujaban, que me despertó con la temperatura. La molestia es que ahora el peón de cocina ya no me quiere hablar porque malicia que la cabeza de oso que yo extravié es la misma con que salió fotografiado en un carro alegórico el doctor Rodolfo Carbone. Hablando de carros, uno con un bromista en el pescante y un avispero de angelotes en la caja, se comedió a depositarme en mi domicilio, en vista de que los carnavales van cediendo terreno y de que yo no podía materialmente con mis piernas a cuestas. Mis nuevos amigos me tiraron al fondo del vehículo, y me despedí con una risotada oportuna. Yo iba como un magnate en el carro y tuve que reírme: orillando el paredón del ferrocarril venía un pobre rústico a pie, un cadáver desnutrido y de mal semblante, que apenas podía con una valijita de fibra y un paquete medio deshecho. Uno de los angelotes quiso meterse donde no lo llamaron y le dijo al pajuerano que subiera. Yo, para que no decayera el nivel de la farra, le grité al del pescante que nuestro carro no era de recoger basura. Una de las señoritas se rió con el chiste y acto continuo le sonsaqué una cita para un terreno de la calle Hamahuaca, donde no pude concurrir por proximidad del Abasto. Yo les hice tragar la bola de que me domiciliaba en el Depósito de Forrajes, cosa que no me tomaran por un patógeno; pero Renovales, que no tiene ni el rudimento, me retó desde la vereda porque Paja Brava carecía de quince centavos que había descuidado en el chaleco mientras pasaba al fondo, y todos calumniaban que yo los había invertido en Laponias. Para peor tengo un ojo clínico, y divisé a menos de media cuadra el cadáver de la valijita que venía dando tumbos con la fatiga. Cortando en seco los adioses, que siempre duelen, me tiré del carro como pude y gané el zaguán para evitar un casus belli con el extenuado. Pero es lo que yo siempre digo: vaya usted a aplicar la razón con estos muertos de hambre. Yo salía de la pieza de los 0,60, donde a cambio de un traje de oso que me sancochaba me obsequiaron con una legumbre fría y una emulsión de vino casero, cuando en el patio me topé con el rústico, que ni me devolvió el saludo.
»Vea usted lo que es la casualidad: once días justos pasó el cadáver en la sala larga, que, por supuesto, da al primer patio. Usted sabe, a todos los que duermen ahí la soberbia se les sube al cogote; pongo por caso a Paja Brava, que ejerce la mendicidad de puro lujo, aunque algunos dicen que es millonario. Al principio no faltaron profetas que insinuaron que el rústico mostraría la hilacha en ese ambiente, que no era para él. El escrúpulo resultó una quimera. A ver, le desafío que nombre una sola queja de los inquilinos del cuarto. No se mate: nadie levantó un chisme ni elevó una protesta viril. El recién venido se portaba como un chiche en la pieza. Tomaba el guisote a sus horas, no empeñaba las frazadas, no se equivocaba de monedas, no llenaba de cerda todo el recinto en pos de los papeles de un peso que algunos románticos piensan que les van a llover de los colchones… Yo me le ofrecí francamente para toda clase de changas dentro del mismo hotel; recuerdo que hasta un día de neblina le traje de la barbería un atado de Nobleza, y me cedió uno para fumarlo cuando se me diera la gana. No puedo olvidar ese tiempo sin sacarme el sombrero.
»Un sábado, que estaba casi restablecido, nos dijo que no disponía de arriba de cincuenta centavos; yo me reía solo pensando que el domingo a primera hora, Zarlenga, previo decomiso de la valija, lo iba a echar desnudo a la calle por no poder abonar la cuota de la cama. Como todo lo humano, el Nuevo Imparcial tiene sus lunares, pero hay que proclamar a los cuatro vientos que en materia de disciplina el establecimiento se parece más a una cárcel que a otra cosa. Antes que amaneciera, yo tenté despertar al elemento farrista, que habita en número de tres la pieza del altillo y se lo pasa todo el día remedando el Gran Perfil y hablando de football. Créase o no, esos flemáticos perdieron la función, pero no tiene nada que reprocharme: la víspera los puse sobre aviso, haciendo circular un papelito noticioso, con el letrero: Noticia bomba. ¿A quién le dan el espiantujen? La solución, mañana. Le confieso que no perdieron gran cosa. Claudio Zarlenga nos defraudó: es el hombre tómbola, y nadie sabe por dónde le da la loca. Hasta pasadas las nueve de la mañana yo me mantuve al pie del cañón, malquistándome con el cocinero por no observar la primera sopa y haciéndome sospechoso a la Juana Musante, que imputaba mi estacionamiento en la azotea de chapas a cualquier propósito de substraer la ropa tendida. Si hago mi balance, da fiasco. Precisamente a eso de las siete de la mañana, el rústico salió vestido al patio, donde Zarlenga estaba barriendo. ¿Usted cree que se detuvo a considerar que el otro tenía la escoba en la mano? Nada de eso. Le habló como un libro abierto; yo no oí lo que decían, pero Zarlenga le dio una palmadita en el hombro, y para mí se acabó el teatro. Yo me golpeaba la frente y no quería creerlo. Dos horas más pasé hirviéndome sobre las chapas, a la espera de ulteriores complicaciones, hasta que las calores me disuadieron. Cuando bajé, el rústico estaba activo en la cocina, y no trepidó en favorecerme con una sopita nutritiva. Yo, como soy muy franco y me doy con cualquiera, entablé un chamuyo liviano y, al desflorar los tópicos del día, le sonsaqué la procedencia: venía de Banderaló, y para mí que era una batilana, vulgo un observador remitido por el marido de la Musante, con miras al espionaje. Para salir de la duda que me quemaba, le conté un caso que tiene que apasionar al oyente: la historia del bono-cupón del calzado Titán, canjeable por una camiseta de punto, que Fainberg le endosó a la sobrina de la mercería, sin fijarse que ya estaba cobrado. Usted vendrá calvito si le sugiero que el campesino no vibró con el palpitante relato y que ni siquiera cayó redondo cuando le revelé que Fainberg, al otorgar el bono-cupón, vestía la camiseta de punto, indumento que la damnificada no sorprendió en todo su terrible significado, engatusada por la charla fina y por los cuentos verdolaga del catequista. Pesqué al vuelo que el hombre estaba como embarcado en una causa que lo tenía acaparado de pies y manos. Para poner el dedo en la llaga, le pregunté el apelativo a boca de jarro. Mi amigo, entre la espada y la pared, no tuvo tiempo de inventar un despropósito y me dio una prueba de confianza que soy el primero en aplaudir, diciéndome que se llamaba Tadeo Limardo, dato que me apresuré a recibir con beneficio de inventario, si vocé m'entende. A batilana, batilana y medio, me dije, y lo seguí por todas partes con disimulo, hasta que lo fatigué enteramente y esa misma tarde me prometió que, si yo lo seguía como un perro, me iba a dar a probar un guiso de muelas. Mi manganeta había sido coronada por el éxito más rotundo: ese hombre tenía algo que ocultar. Hágase cargo de mi situación: pisar los talones del misterio y quedarme encerrado en mi piecita, como si el cocinero anduviera despótico.