»Me retiré en buen orden, siempre con el ojo clavado sobre todos los movimientos del trío. No pasó un rato largo sin que Zarlenga se dirigiera con paso firme al depósito de escobas y enseres donde el rústico pernoctaba. Con un salto más bien de mono me situé en la escalera, y apliqué la oreja a los escalones, para no perder ni una letra de lo que decían abajo. Zarlenga le exigió al rusticano la entrega del revólver. El otro redondamente se lo negó. Zarlenga le dijo una amenaza, que no la quiero recordar por no apesadumbrarlo, señor Parodi. Limardo, con una especie de soberbia tranquila, dijo que las amenazas no lo tocaban, porque él era invulnerable, como si tuviera el chaleco a prueba de balas y que más de un Zarlenga juntos no le iban a meter miedo. Inter nos, de poco le valió el chaleco, si lo tenía, porque antes de alcanzar el Día del Kilo amaneció cadáver en mi piecita.
– ¿Cómo finiquitó la discusión? -preguntó Parodi.
– Como finiquitan todas las cosas. Zarlenga no iba a perder su tiempo con un pobre alienado. Se fue como había venido, lo más chato.
»Ahora llegamos al domingo fatídico. Me duele confesar que ese día el hotel está muerto, falto de animación. Como yo me aburría como un bendito, se me ocurrió sacarlo a Fainberg de la negra ignorancia y le enseñé a jugar al truco, para que no hiciera un triste papel en los bares de cada esquina. Señor Parodi, yo tengo pasta para enseñar; la prueba es que el alumno me ganó ipso facto dos pesos, de los cuales me cobró uno cuarenta en metálico, y para saldar la deuda me convidó a que lo invitara a una matinée en el Excelsior. Por algo dicen que Rosita Rosenberg tiene el cetro de la risa. Las plateas gozaban cono si les hicieran cosquillas, aunque yo no pescaba una palabra, porque hablaban en un idioma que tienen los rusos para que no los manye al vuelo ni el Pibe Sinagoga, y yo estaba impaciente por llegar al hotel para que Fainberg me contara los chistes. Como para chistes estábamos cuando me reintegré a la piecita sano y salvo. Usted viera la lástima de mi cama; ya la frazada y la cubija eran una sola mancha; la almohada no estaba mucho mejor que digamos; la sangre había ganado hasta las bolsas y yo me preguntaba dónde iba a dormir esa noche, porque el finado Tadeo Limardo estaba tendido en la cama, más muerto que un salame.
»Mi primer pensamiento fue, como es natural, para el hotel. Con tal que algún enemigo no fuera a creerse que yo había sacrificado a Limardo y manchado toda la ropa de cama. Adiviné en seguida que ese cadáver no le iba a caer en gracia a Zarlenga; y así fue, porque los tiras lo interrogaron hasta ya pasadas las once, que es una hora que en el Nuevo Imparcial ya no se puede prender luz. Mientras completaba esas reflexiones, yo no cesaba de chillar como un borrachín, porque soy como Napoleón y hago muchas cosas a un tiempo. No le exagero: todo el establecimiento acudió a mis gritos de auxilio, sin excluir el peón de cocina, que me tapó la boca con un trapo y casi obtiene otro cadáver. Llegaron Fainberg, la Musante, los farristas, el cocinero, Paja Brava y el último el señor Renovales. El otro día lo pasamos todos en la cafúa. Yo estaba en mi elemento, satisfaciendo toda laya de preguntones y mandándome cada cuadro vivo que los dejaba turumba. No desatendí el trabajo de zapa, y saqué el dato que a Limardo lo habían liquidado a eso de las cinco de la tarde, con su propia cortapluma de hueso.
»Mire, los veo descentrados a los que opinan que esta cosa tan inexplicable es un misterio, porque mayor embrollo hubiera sido si el crimen se produce a la noche, cuando el hotel se llena de caras desconocidas, que yo no llamo pensionistas, porque después de pagar la cama se han ido, y si te vi no me acuerdo.
»Con la excepción de Fainberg y un servidor, casi todos estaban en el hotel, al efectuarse el hecho de sangre. Resultó después que Zarlenga también faltó a la cita de honor, por causa de una riña en Saavedra, a la que había ocurrido para correr un gallo batarás del padre Argañaraz.
II
A los ocho días, Tulio Savastano irrumpió en la celda, agitado y feliz. Apenas pudo balbucear:
– Le hice la changuita, señor. ¡Aquí viene mi trompa!
Lo siguió un señor algo asmático, rasurado, de melena canosa y ojos celestes. Su ropa era aseada y oscura; usaba una chalina de vicuña, y Parodi notó que tenía las uñas lustradas. Las dos personas de respeto ocuparon con naturalidad los dos bancos; Savastano, ebrio de servilismo, recorría y volvía a recorrer la cortísima celda.
– El 42, este caballerito me entregó su mensaje -dijo el señor canoso-. Mire, si es para hablarme del asunto Limardo, yo no tengo nada que ver. Esa muerte ya me tiene cansado, y en el hotel tenemos un charleta que no es para menos. Si usted sabe algo, señor, más bien póngase al habla con ese mocito Pagola, que está a cargo de la pesquisa. De fijo que se lo agradece, porque andan más perdidos que un negro en la cerrazón.
– ¿Por quién me toma, don Zarlenga? Con esa mafia yo no me trato. Tengo, eso sí, algunas vislumbres, que, si usted me hace el obsequio de atender, quizá no le pese.
»Si quiere vamos a empezar por Limardo. Este joven, que es una luz, lo tenía por un espía mandado por el marido de la señora Juana Musante. Respeto el parecer, pero me pregunto, ¿a qué enredar la historia con un espía? [4] Limardo era el empleado de Correos de Banderaló; directamente, el marido de la señora. Usted no me va a negar que es así.
»Mire, voy a contarle toda la historia, tal como yo me la figuro. Usted a Limardo le sacó la mujer y lo dejó penando en Banderaló. A los tres años de abandono, el hombre no aguantó y decidió venirse a la Capital. Quién sabe el viaje que hizo; la cosa es que llegó deshecho cuando los carnavales. Había empeñado la salud y el dinero en una peregrinación de penurias, y encima le tocaron diez días de encierro, antes de ver a la mujer por la que se había costeado desde tan lejos. Esos días a 0,90 cada uno le acabaron el capital.
»Usted, en parte por darse corte, en parte por lástima, dejaba decir que Limardo era muy hombre; hasta se le fue la mano, y lo hizo matón. Después, cuando lo vio aparecer en su propio hotel, sin un peso de muestra, no perdió la ocasión de favorecerlo, que era afrentarlo de nuevo. Ahí empezó el contrapunto: usted, empeñado en rebajarlo; el otro, en rebajarse. Usted lo relegó al tinglado de los 0,60 y encima le encajó la contabilidad; nada le bastaba a Limardo y a los pocos días ya estaba tapando las goteras y hasta limpiándole su pantalón. La señora, la primera vez que lo vio, se le enconó y le dijo que se fuera.
»Renovales también apadrinó la expulsión, disgustado por los procederes del hombre y por el trato descomedido que usted le daba. Limardo se quedó en el hotel y buscó nuevas humillaciones. Un día, unos desocupados estaban pintando un gato; Limardo se entrometió, no tanto por buenos sentimientos, sino porque buscaba que lo castigaran. Lo castigaron, y encima usted le hizo embuchar un candial y más de un insulto. Después ocurrió lo del cigarro. Esa broma del ruso le costó a su hotel un limosnero serio. Limardo se hizo el culpable, pero esta vez usted no lo castigó, porque empezaba a maliciar que algo muy feo se proponía con esas humillaciones. Pero hasta entonces todo había sido cuestión de golpes o de injurias; Limardo buscó una afrenta más íntima; la vez que usted se había disgustado con la señora, el hombre juntó público y les pidió que se amigaran y se besaran delante de todos. Fíjese lo que eso representa: el marido juntando mirones para pedirle a la mujer y al amante que vuelvan a quererse. Usted lo echó. A la mañana siguiente estaba de vuelta, cebando mates al último infeliz del hotel. Vino después lo de la resistencia pasiva, que es otro nombre para dejarse patear. Usted, para cansarlo, le destinó ese bichadero al lado de su cuarto, donde podía oír a satisfacción las ternezas de ustedes dos.
»Luego dejó que el ruso lo reconciliara con los farristas. También apechugó con eso, porque su plan era que todo el mundo lo rebajara. Hasta él mismo se insultó: se puso a la altura de este caballero, aquí presente -se trató a sí mismo de perro. Esa tarde la bebida lo hizo hablar y dijo que había traído el revólver para matar a un hombre. Un chismoso fue con el cuento a la dirección del hotel; usted lo quiso volver a echar, pero Limardo le hizo frente esa vez y le dio a saber que él era invulnerable. Usted no vio muy claro lo que le decían, pero se asustó. Ahora llegamos a lo peliagudo.