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»Si el artífice y el mago se hubieran atenido a esa figura, yo no gozaría en este momento del inmerecido placer de conversar con ustedes; infortunadamente, Nemirovsky no quiso dejar pasar el Día de la Raza sin visitar a su antiguo colega. Cuando llegaron los gendarmes, fue necesario recurrir a la Asistencia Pública. Tan confuso era el equilibrio mental de los beligerantes, que Nemirovsky (desatendiendo una monótona hemorragia nasal) entonaba versículos instructivos de Tao Te King, mientras el mago (indiferente a la supresión de un colmillo) desplegaba una serie interminable de cuentos judíos.

»Madame Hsin quedó tan dolida por este desacuerdo, que me vedó con toda franqueza las puertas de su casa. Dice el adagio que el mendigo a quien expulsan de la casilla del perro se hospeda en los palacios de la memoria; yo, para engañar mi soledad, hice una peregrinación a la ruina de la calle Deán Funes. Detrás del sauce declinaba el sol de la tarde, como en mi aplicada niñez; Fang She me recibió con resignación y me ofreció una taza de té solo, con piñones, nuez y vinagre. La ubicua y densa imagen de la señora no me impidió advertir un desmesurado baúl ropero que por su aspecto general parecía un bisabuelo venerable, en estado de putrefacción. Delatado por el baúl, Fang She me confesó que los catorce años pasados en esta república paradisiaca apenas equivalían a un minuto de la más intolerable tortura y que ya había obtenido de nuestro cónsul un acartonado y cuadrangular pasaje de vuelta en el Yellow Fish, que zarpaba para Shanghai la semana próxima. El vistoso dragón de su alegría ostentaba un solo defecto: la certidumbre de contrariar a Tai An. En verdad, si, para computar el valor de un incalculable gabán de piel de nutria con ribetes de morsa, el juez más reputado se atiene al número de polillas que lo recorren, así también la solidez de un hombre se estima por el exacto número de pordioseros que lo devoran. La emigración de Fang She minaría sin duda el inamovible crédito de Tai An; éste, para conjurar el peligro, no era incapaz de recurrir a cerrojos o a centinelas, a nudos o a narcóticos. Fang She agolpó esos argumentos con agradable lentitud y me rogó por todos los antepasados de mi línea materna que no apesadumbrara a Tai An con la insignificante noticia de su partida. Como lo exige el Libro de los Ritos, yo agregué la dudosa garantía de la línea viril; los dos nos abrazamos bajo el sauce, no sin alguna lágrima.

»Minutos después, un automóvil taxímetro me depositó en la calle Cerrito. Sin dejarme abolir por las diatribas del mucamo -mero instrumento de Madame Hsin y de Tai An-, me embosqué en la farmacia. En esa institución venal me atendieron el ojo y me prestaron un teléfono numerado. Lo puse en marcha; como no atendió Madame Hsin, confié directamente a Tai An la proyectada fuga de su protegido. Mi recompensa fue un silencio elocuente, que perduró hasta que me expulsaron de la farmacia.

»Bien dicen que el cartero de pies veloces que corre a distribuir la correspondencia es más digno de encomios y ditirambos que su compañero que duerme junto a un fuego alimentado con la misma correspondencia. Tai An obró con eficaz prontitud: para exterminar de raíz toda evasión de su protegido, acudió, como si los astros lo hubieran dotado de más de un pie y más de un remo, a la calle Deán Funes. En la casa, dos sorpresas lo saludaron: la primera, no encontrar a Fang She; la segunda, encontrar a Nemirovsky. Éste le dijo que unos mercaderes del barrio habían visto a Fang She cargar un coche de caballos con el baúl y con su persona y huir en dirección al norte con mediocre velocidad. Inútilmente lo buscaron los dos. Luego se despidieron: Tai An para dirigirse a un remate de muebles en la calle Maipú; Nemirovsky, para encontrarse conmigo en el Western Bar.

– Halte là! -profirió Montenegro -. El borracho del artista se impone. Admire usted el cuadro, Parodi: ambos duelistas deponen gravemente las armas, heridos en quién sabe qué fibra hermana por la sensible pérdida común. Peculiaridad que subrayo: la empresa que los embarga es idéntica; los personajes tenazmente difieren. Presentimientos enlutados abanican tal vez la frente de Tai An; quiere, interroga, pregunta. Confieso que la tercer figura me atrae: ese jemenfoutiste que se aleja del marco de nuestra historia, en un coche abierto, es también una incógnita sugerente.

– Señores -prosiguió con dulzura el doctor Shu T'ung-, mi cenagosa narración ha llegado a la memorable noche del 14 de octubre. Me permito llamarla memorable, porque mi estómago incivil y anticuado no supo comprender las dobles raciones de mazamorra, que eran el decoro y el plato único de la mesa de Nemirovsky. Mi candoroso proyecto había sido: a) cenar en casa de Nemirovsky; b) desaprobar, en el cine Once, tres películas musicales que, según Nemirovsky, no habían saciado a Madame Hsin; c) paladear un anís en la confitería La Perla; d) volver a casa. La vivida y quizá dolorosa evocación de la mazamorra me obligó a eliminar los puntos b y c, y a subvertir el orden natural de vuestro reputado alfabeto, pasando de la a a la d. Un resultado secundario fue que no dejé la casa en toda la noche, a pesar del insomnio.

– Esas manifestaciones lo honran -observó Montenegro -. Aunque los platos nativistas de nuestra infancia resultan, en su género, impagables trouvailles del acervo criollo, estoy calurosamente de acuerdo con el doctor: en la cumbre de la haute cuisine el galo no reconoce rivales.

– El 15, dos pesquisas me despertaron personalmente -continuó Shu T'ung- y me invitaron a custodiarlos hasta la sólida jefatura Central. Ahí supe lo que ustedes ya saben: el afectuoso Nemirovsky, inquieto por la brusca movilidad de Fang She, había penetrado, poco antes de la lúcida aurora, en la casa de la calle Deán Funes. Bien dice el Libro de los Ritos: si tu honorable concubina cohabita en el encendido verano con personas de ínfima calidad, alguno de tus hijos será bastardo; si abrumas los palacios de tus amigos fuera de las horas establecidas, una sonrisa enigmática hermoseará la cara de los porteros. Nemirovsky padeció en carne propia el golpe de ese adagio: no sólo no encontró a Fang She; encontró, semienterrado bajo el sauce local, el cadáver del mago.

– La perspectiva, mi estimable Parodi -bruscamente sentenció Montenegro -, es el talón de Aquiles de las grandes paletas orientales. Yo, entre dos bocanadas azules, dotaré a su álbum interior de un ágil raccourci de la escena. En el hombro de Tai An, el augusto beso de la Muerte había estampado su rouge: una herida de arma blanca, de unos diez centímetros de ancho. Del culpable acero, ni rastros. Trataba en vano de suplir esa ausencia, la pala sepulcraclass="underline" vulgarísimo enser de jardinería, relegado -muy justamente- a unos pocos metros. En el rústico mango de la herramienta, los policías (ineptos para el vuelo genial y tercos parroquianos de la minucia) han descubierto no sé qué impresiones digitales de Nemirovsky. El sabio, el intuitivo, se mofa de esa cocina científica; su rol es incubar, pieza por pieza, el edificio perdurable y esbelto. Me sofreno: reservo para un mañana la hora de anticipar y burilar mis atisbos.

– Siempre a la espera de que su mañana amanezca -intercaló Shu T'ung- reincido en mi relato servil. La entrada ilesa de Tai An a la casa de la calle Deán Funes, no fue advertida por los negligentes vecinos que dormían como una rectilínea biblioteca de libros clásicos. Se conjetura, sin embargo, que debió entrar después de las once, pues a las once menos cuarto lo vieron asomarse al inagotable remate de la calle Maipú.