– ¿Mejor? -cuando ella asintió, le preguntó-: ¿Estás lista entonces?
– ¿Para qué? -echó la cabeza hacia atrás, apoyándola contra su pecho.
– Sigue apoyada en mí, corazón -la empujó hacia delante, lenta pero firmemente, hasta que el chorro de agua caliente fue cayendo en sus rodillas, en sus muslos, cada vez más arriba. Hasta que el agua cayó incesante y directamente sobre su sexo, resbalando por todos sus dulces pliegues y rincones.
Lo primero que sintió Grace fue una fuerte impresión, e instintivamente cerró las piernas, pero él se lo impidió.
– Respira profundamente -le musitó su seductora voz al oído-. Relájate. Disfruta.
Mientras hablaba, le retiró las manos de la cintura y empezó a acariciarla íntimamente. Sus dedos se acercaban cada vez más allí, hasta que le separó los húmedos pliegues y deslizó un largo dedo en su interior. El áspero contacto de su piel se mezcló entonces con el agua y con su propia humedad, lubricando su acceso hacia dentro, hacia fuera… Comenzó a seguir aquel ritmo con todo el cuerpo, girando en torno a aquella violenta punzada de deseo, separando más las piernas para sentirlo más profundamente…
– Sola no -la propia Grace no reconocía como suya aquella voz suplicante.
– Los preservativos están en el salón, y no voy a dejar de acariciarte ahora…
Siguió acariciándola con el dedo, mientras le apartaba delicadamente los finos pliegues con la otra mano. El agua repiqueteaba y resbalaba en aquellas zonas íntimas que nunca antes había expuesto a la luz, y las olas de placer eran tan increíbles, tan enormes, que apenas podía conservar la cordura.
– Cierra los ojos.
¿Acaso los había tenido abiertos? Ya no lo recordaba.
– Siéntelo -incrementó la fricción-. Estoy dentro de ti, Gracie. Sólo yo, sin el preservativo ni nada que nos separe.
Grace oía aquella fantasía, la sentía. La ola final la barrió por sorpresa y empezó a gritar; podía escuchar sus propios gritos mientras su cuerpo pivotaba en torno al de Ben, se retorcía, crepitaba, ondulaba sin cesar hasta la consumación definitiva.
Sólo entonces se dio cuenta de que había sido ella la destinataria de su fantasía, sin proporcionarle a su vez placer a él. Pero la noche aún no había terminado.
Ben la envolvió en una toalla y la tumbó sobre la cama. Grace se acurrucó contra su pecho y apoyó la cabeza en su hombro con un gemido satisfecho.
¿Había creído realmente Ben que no se sentiría afectado por su orgasmo? ¿Había creído que, al no hacerle el amor, podría guardar las distancias? ¿Había sido tan estúpido como para pensar que no se estaba enamorando perdidamente de la mujer a la que estaba engañando?
Después de arreglarle las almohadas, se dispuso a retirarse.
– ¿Adonde vas? -el pánico teñía la voz de Grace, provocándole una nueva punzada de culpa y arrepentimiento.
– A buscar una toalla. Te estoy poniendo el suelo perdido de agua -volvió al cuarto de baño y descolgó una toalla de la percha de la puerta. Luego se secó y recogió del suelo sus calzoncillos, con la vana esperanza de que aquella barrera de ropa le facilitara la contención que tanto necesitaba.
Cuando regresó a la habitación, Grace le estaba esperando tal y como la había dejado.
– Perdona. No quería alarmarte antes. ¿Puedo pedirte algo? Sé que no debería, pero esto… esto ha significado tanto para mí que…
– Puedes pedirme lo que quieras -le aseguró Ben, sin retractarse de una sola palabra. Se tumbó a su lado, aspirando deleitado su perfume.
«Lo que quieras», repitió para sí. Ansiaba sinceramente darle cualquier cosa que deseara.
– ¿Qué es?
– Quédate esta noche.
Al menos no le estaba pidiendo que se quedara toda la vida con ella. Ben sintió un nudo de emoción en las entrañas. Un compromiso para toda la vida. Lo único que nunca podrían llegar a compartir, por muy tentadora que le resultara esa perspectiva. Sacudió la cabeza para ahuyentar aquella fantasía.
– Creo que podrá ser. Sí.
– Gracias.
– No hay de qué. Pero antes de que nos acostemos, tendremos que secarte -y le abrió la toalla en la que antes la había envuelto.
Tenía la piel enrojecida por el agua caliente y por el raspado de su barba; el maquillaje hacía tiempo que ya había desaparecido y la melena despeinada le caía sobre la frente y las mejillas. Y aun así era la mujer más hermosa que había visto jamás.
– Hace frío -se estremeció.
– Entonces déjame calentarte -se reunió con ella en la cama, tomó la toalla y empezó a secarle las piernas, subiendo desde los dedos de los pies.
– Me estás mimando -murmuró ella.
– Sí.
– Y me gusta.
– ¿Es algo a lo que estás acostumbrada? -le preguntó Ben, imaginándose la vida llena de lujos que debía de haber llevado.
– La verdad es que no, aunque me crié en una casa-mausoleo que llamábamos «La Finca», y teníamos incluso criados. Pero también teníamos a Emma.
El cariño y el amor que emanaba su tono eran inequívocos. Después de haber conocido a la anciana, Ben podía entender muy bien el afecto que le profesaba Grace.
– Tu abuela -dijo mientras pasaba a secarle los tobillos.
– Mmm. Emma evitaba que nos maleducaran. No nos permitía aprovecharnos de los criados en nuestro propio beneficio. Logan y yo aprendimos a desenvolvernos solos.
Ben quería saber más cosas de su vida, y para ello siguió secándola con deliberada lentitud.
– Siempre hablas de Emma y de Logan, pero no del resto de tu familia. ¿Y tus padres?
Grace se medio incorporó para mirarlo, apoyándose sobre un codo.
– Voy a responder a tus preguntas, porque después de todo lo que hemos compartido, quiero sincerarme contigo. Pero, no te equivoques, la próxima vez te tocará a ti.
– De acuerdo -rió Ben-, continúa.
– Para mis padres lo único importante es el apellido Montgomery, el patrimonio, el dinero… sus hijos no. Se esperaba que fuéramos como mascotas entrenadas, listas para ser exhibidas cuando le conviniera a mi padre, el juez. El resto del tiempo nos ignoraba.
La tristeza y el dolor de la infancia de Grace resultaban evidentes en su voz. Ben sentía curiosidad por conocerla, pero no quería evocarle malos recuerdos que la deprimieran.
– ¿Realmente fue todo tan malo?
– Sí. Cuando tenía quince años, en el colegio, quise ser delegada de clase. Y decidí no decirle nada a mi familia hasta que ganara el puesto. Era mi manera de continuar con la tradición familiar de los Montgomery y, he de reconocerlo, ansiaba desesperadamente agradar a mi padre. Pero eso sólo fue otro fútil intento de buscar su atención.
– ¿Qué pasó?
– Alguien le habló de la competición y, cuando entré en el colegio, me encontré con que él ya había hablado con los profesores ofreciéndose a dar una conferencia sobre la manera más apropiada de conducir una campaña electoral de ese tipo. Y cuando el juez Montgomery habla, la gente le escucha.
– ¿Ganaste la campaña?
– Claro que sí, pero no por mis propios méritos. Porque mi padre el juez había convencido a todos los chicos presentes en la conferencia de que los Montgomery habían nacido para ser probos funcionarios públicos, y que un voto para Grace era un voto cívicamente responsable.
Ben se conmovió profundamente al imaginar la humillación que debía de haber sufrido delante de sus amigos y profesores. Grace había pasado toda su vida intentando complacer a un hombre imposible de complacer, y en el proceso se había perdido a sí misma. Pero se estaba recuperando de aquello, algo de lo cual él se sentía orgulloso.
– Seguro que no toda la gente creyó a tu padre.
– Quizá. Pero de todas formas votaron lo mismo. Mi padre recurrió a todas sus influencias. Como si no me hubiera considerado lo suficientemente inteligente como para ganar por mis propios méritos -explicó, emocionada.