– Y ahora tu madre no puede ver aquellas cosas que tanto amaba…
– Sólo ve sombras -sacudió la cabeza. Una fugaz expresión de dolor atravesó su rostro.
– Ben, necesitas tener en cuenta que la vida continúa para ella de muchas maneras. Me refiero a todas esas cosas que lleva dentro, en su interior. Aquí -se dio un golpecito en el pecho, cerca del corazón-. Y aquí -se señaló la cabeza-. Incluso aunque nunca más vuelva a ver una puesta de sol, siempre la acompañará el recuerdo de su imagen.
Ben la miró fijamente. Lo primero que asomó a sus ojos fue la sorpresa, seguida de la gratitud.
– Debí de haber imaginado que lo comprenderías.
– No sé por qué pudiste pensar que no lo haría -le tomó una mano-. Hasta ahora sólo hemos hablado de tu madre, pero… ¿y tu padre? Nunca te he oído hablar de él.
– Era un buen hombre. Murió cuando yo tenía ocho años, de un ataque al corazón.
– Lo siento. Y yo que me he estado quejando de que mis padres me ignoraban… Al menos los tenía conmigo…
– No digas eso. Un niño tiene derecho a esperar amor y cariño por parte de sus padres -le apretó la mano, y Grace se dio cuenta de que no sólo estaban compartiendo confidencias, sino también consuelo. Era una maravillosa sensación.
Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que había podido sincerarse con alguien. Durante su adolescencia, siempre había contado con el consuelo y el apoyo de Logan. Su pobre hermano había pasado demasiadas noches dándole masajes en las sienes para aliviarla de las jaquecas producidas por las incesantes discusiones entre sus padres. Discusiones al otro lado de las paredes, discusiones que creían que nadie más podía oír: porque el matrimonio Montgomery jamás discutía en público, ya que exteriormente siempre ofrecía una imagen perfecta. Cuando Grace creció, sin embargo, ya no tuvo a nadie en quién apoyarse.
Ahora tenía a Ben. Apoyó la cabeza en su hombro advirtiéndose al mismo tiempo de que no se acostumbrara demasiado a ello, pero su corazón parecía negarse a enfrentarse con la verdad. Hasta que se separaran, él era suyo.
– No estoy diciendo que tuviera una vida perfecta, pero comprenderás que he sido un poco ridícula al hablarte de mansiones y coches lujosos, de criados… -se interrumpió, suspirando-. Por mucho que suene a tópico, el dinero no puede comprar la felicidad.
– Yo no creo que hayas sido ridícula. Creo que has recorrido un largo camino para madurar. Pero has llegado hasta aquí y deberías sentirte orgullosa -señaló el álbum y comenzó a mirar las fotos, admirado.
Grace ya no estaba preocupada por lo que pudiera pensar Ben de sus fotos, si las aprobaría o no: ya lo sabía. Aprovechando aquel momento para reflexionar sobre la conversación que acababan de tener, comprendió que contaba tanto con su aprecio como con su respeto. La aceptaba tal cual era, sin secretos ni escondites. Y allí, en aquellas fotografías, estaba todo ante su vista.
Absorto en la contemplación de las fotos, Ben pensó que a esas alturas sabía ya más cosas sobre Grace de lo que debería. Sabía no sólo lo que la encendía y excitaba, sino también lo que motivaba sus actos. En aquellas instantáneas del parque, con los niños balanceándose en los columpios empujados por sus padres, o las madres sosteniendo a los críos en brazos, estaba descubriendo muchísimas cosas de ella. En realidad Grace quería todo aquello que no había tenido durante su infancia y adolescencia: una verdadera familia. Pero, mientras tanto, estaba intentando ayudar a la gente que más lo necesitaba, y no con dinero, sino con algo mucho más valioso. Estaba regalando a toda aquella gente de vida dura y sacrificada recuerdos que atesorar. El tipo de recuerdos que jamás se habían permitido el lujo de poseer.
– Hoy es domingo -la suave voz de Grace cortó sus reflexiones-. Hoy querrás visitar a tu madre, ¿no?
– Sí. A eso de las cuatro. Generalmente me quedo a cenar con ella -le habría encantado que Grace lo acompañara, pero no podía pedírselo. Con ello sólo le estaría asegurando un mayor dolor y decepción para cuando tuvieran que separarse.
También tenía que pensar en su madre: su batalladora madre que quería verlo casado y que incluso había recurrido a sus vecinas para recabar información acerca de sus hijas solteras. No había forma de que pudiera presentarse con Grace. Su madre había perdido la vista, no la inteligencia. Sacaría las conclusiones acertadas sobre Grace, y luego Ben tendría que explicarle por qué había tenido que dejarla marchar… con lo que recibiría una buena reprimenda por su impropio comportamiento.
En aquel instante contempló una fotografía tomada en un soleado y luminoso día, en la que destacaban los rostros felices de los niños del parque. No había ni rastro de tristeza ni desilusión en sus expresiones.
– Es increíble lo diferente que parece el parque visto a través de tus ojos.
La miró. Grace se había ruborizado: estaba resplandeciente de orgullo por su trabajo. Ben pasó la página siguiente del álbum. En la fotografía ya no se veía el parque, sino una avenida en sombras. En el centro de la imagen había un chiquillo de aspecto travieso saludando a la cámara, pero fue una mancha roja en el trasfondo lo que más llamó su atención. Cuidadosamente sacó la foto del álbum.
– ¿Qué estás haciendo?
– Observándola de cerca -acercó la instantánea a la luz-. Vaya, es curioso…
– ¿Qué pasa?
Sentada a su lado, Grace se apoyó en él para mirar la foto por encima de su hombro. Sus senos desnudos le rozaban la espalda. Sólo entonces se dio cuenta Ben de que estaban allí los dos, desnudos, hablando de sus vidas, compartiendo su pasado con toda comodidad. Como había visto hacer a sus padres en cierta ocasión, de niño, cuando una mañana entró en su habitación sin llamar. Como una veterana pareja de casados.
– ¿Y bien? ¿Qué es? -insistió ella.
Ben se obligó a concentrarse de nuevo en la fotografía.
– Si no me equivoco, se trata del mismo tipo que te atacó. ¿Cuándo tomaste esta instantánea?
– El día del ataque.
– Llevaba la misma camiseta roja raída. Fue en lo primero que me fijé después de oír tu grito. El fogonazo del rojo. Fíjate bien en lo que tiene en las manos.
– Es difícil verlo -Grace se acercó más-. Vi a Kurt, el niño pequeño, salir de la zona de juegos sin que su madre lo advirtiera. Le gusta irse detrás de su hermano mayor.
– ¿Lo encontró?
– No. Siempre se esfuma. Por lo que me dijo su madre, hace lo mismo en el colegio. Bueno, el caso es que seguí a Kurt hasta la avenida que está detrás del parque. Se volvió, me vio siguiéndolo y comprendió que lo habían pillado. Él sabía que yo iba a llevarlo con su madre, pero aquella expresión suya me pareció única, así que le saqué la foto.
– Y captaste mucho más que el rostro travieso de un niño. Parece que tu atacante lleva en la mano una bolsa de polvo blanco.
– Déjame ver -tomó la foto-. Yo no acierto a verlo. ¿Cómo puedes tú…?
«Pura intuición», se dijo Ben. Siendo un adolescente había sido testigo de demasiadas situaciones semejantes, y había tenido mucha suerte de no haber caído él mismo en aquellas tentaciones.
– Ya te dije que yo crecí en un barrio como éste. Esta foto es problemática.
– Eso explica lo de la nota -susurró Grace.
– ¿Qué nota? -le preguntó, súbitamente tenso.
Grace suspiró profundamente y se estiró para sacar una arrugada nota de papel de la papelera que estaba debajo de la mesilla. Después de entregarle la carta, se acurrucó contra él y le dio un beso en el cuello.
– No intentes distraerme, Gracie. ¿Cuándo recibiste esto?