El teléfono sonó una sola vez antes de que contestaran.
– Templehall.
– ¿El director?
– Al aparato.
– Colin, aquí Edmund Aird.
– ¡Oh…! -La exclamación recorrió la línea seguida de un audible suspiro de alivio. Edmund aún pudo preguntarse cuanto tiempo haría que el pobre hombre intentaba establecer contacto con ellos-. Estaba volviéndome loco. No había manera de hablar con ustedes.
– Henry está aquí. Está bien.
– Gracias a Dios. ¿Cuándo llegó?
– Hace un cuarto de hora. No conozco los detalles. Nosotros mismos acabamos de llegar. Cenábamos fuera. Nos dieron el recado allí.
– Desapareció inmediatamente después de la hora de acostarse. A las siete. Desde entonces estoy tratando de ponerme en contacto con ustedes.
– El teléfono está averiado. No recibimos llamadas.
– Por fin lo averigüe y llamé a su madre, pero tampoco contestó.
– Ella estaba en la misma cena.
– ¿Está bien Henry?
– Parece que sí.
– ¿Cómo diantres llegó a casa?
– No tengo ni idea. Como le digo, acabamos de llegar. Casi no he hablado con él. Antes he querido llamarle.
– Se lo agradezco.
– Lamento todo este trastorno.
– Soy yo quien debe pedir disculpas. Henry es su hijo y estaba bajo mi responsabilidad.
– ¿Usted…? -Edmund se apoyó en el respaldo-. ¿Sabe usted si ha ocurrido algo que precipitara su marcha?
– No; ni ninguno de los chicos mayores. Ni el personal. Henry no parecía ni triste ni contento. Siempre tardan una o dos semanas en aclimatarse y habituarse a su nueva vida, en aceptar el cambio y el entorno extraño. Yo lo vigilaba, desde luego, pero nada hacía pensar que fuera a tomar una decisión tan drástica.
Colin Henderson parecía tan disgustado y perplejo como el propio Edmund.
– Sí, entiendo -dijo Edmund.
El director preguntó, tras cierta vacilación:
– ¿Piensa volver a enviárnoslo?
– ¿Por qué me lo pregunta?
– Estaba pensando si desearían ustedes que volviera.
– ¿Existe algún impedimento?
– Por mi parte, absolutamente ninguno. Es un chico muy agradable y estoy seguro de que podríamos sacar mucho provecho de él. Personalmente, me alegraría volver a verlo pero… -Se interrumpió y Edmund tuvo la impresión de que el hombre escogía sus palabras cuidadosamente-… pero, Edmund, de vez en cuando llega a Templehall un niño, que en realidad no tendría que haber salido de su casa. No conozco a Henry lo suficiente como para asegurarlo pero me parece que él es uno de esos niños. No es sólo que sea muy infantil para su edad. Es que no está preparado para las exigencias de la vida de un internado.
– Sí. Sí, comprendo.
– ¿Por qué no se toma unos días para pensarlo? Tenga en casa a Henry hasta que se decida. Recuerde que, en realidad, yo deseo que vuelva. No trato de rehuir responsabilidades ni de romper un compromiso, pero le sugiero que reconsidere la situación.
– ¿Y qué hacemos ahora?
– Enviarlo otra vez a la primaria de su pueblo. Es evidente que se trata de una buena escuela, porque Henry está bien preparado. A los doce años, puede volver a planteárselo.
– Eso es exactamente lo que mi esposa ha estado diciéndome desde hace un año.
– Lo siento pero, vistas las circunstancias, creo que ella tiene razón y me parece que usted y yo tenemos la culpa de lo sucedido y que ambos estábamos equivocados…
Siguieron cambiando impresiones unos momentos, acordaron volver a hablar al cabo de un par de días y, finalmente, colgaron.
«Él es uno de esos niños. No está preparado para las exigencias de la vida en un internado. Los dos estábamos equivocados.»
Equivocados. Esta era la palabra clave. Su esposa tiene razón y usted está equivocado. Costaba un poco aceptar la palabra, aceptar sus implicaciones. Permaneció sentado ante la mesa, haciéndose a la idea de que había estado a punto de cometer una desastrosa equivocación. No estaba acostumbrado a este ejercicio y le llevó algún tiempo.
Pero, finalmente, se levantó. Vio que el fuego se había consumido. Cruzó la habitación y echó unos troncos. Cuando la seca madera hubo prendido y las llamas volvían a bailar alegremente, salió de la biblioteca y volvió a la cocina.
Allí las cosas habían vuelto casi a la normalidad.
Estaban sentados alrededor de la mesa, Henry, en las rodillas de su madre. Edie había hecho té y cacao para Henry. Virginia todavía llevaba el abrigo de piel. Cuando entró, todos lo miraron y vio que las lágrimas de Henry se habían secado y el calor había vuelto a sus mejillas.
Edmund adoptó una expresión jovial.
– Ya está… -Revolvió el pelo de su hijo y se sentó-. ¿Hay una taza de té para mí?
– ¿Adónde has ido? -preguntó Henry.
– A hablar con Mr. Henderson.
– ¿Estaba muy enfadado?
– No, enfadado, no. Sólo un poco preocupado.
– Lo siento -dijo Henry.
– ¿Nos lo cuentas?
– Sí.
– ¿Cómo llegaste a casa?
Henry bebió otro sorbo del dulce y humeante cacao y dejó el tazón encima de la mesa.
– Cogí un autobús -contestó.
– Pero, ¿cómo pudiste salir de la escuela?
Henry lo explicó. Oyéndole, todo parecía ridículamente sencillo. A la hora de acostarse, se vistió dentro de la cama y se puso la bata. Cuando apagaron las luces, fingió que tenia necesidad de ir al lavabo. En los aseos había un gran armario para secar las toallas y en este armario había escondido su abrigo. Allí, se cambió la bata por el abrigo y salió por la ventana de la salida de incendios. Después se fue por el camino de atrás hasta la carretera por la que pasaban los autobuses.
– Pero, ¿cuánto tiempo tuviste que esperar el autobús?
– Sólo un poco. Sabía que iba a pasar uno.
– ¿Como lo sabías?
– Tenía un horario. -Miró a Edie-. Lo cogí de tu bolso y me lo guardé.
– Vaya. Ya podía yo buscar mi horario.
– Lo tenía yo. Había mirado las horas de los autobuses de Relkirk y sabía que tenía que venir. Y vino.
– Pero, ¿nadie te preguntó adónde ibas tú solo?
– No. Me había puesto el pasamontañas y sólo se me veían los ojos. No parecía un chico de colegio porque no llevaba la gorra.
– ¿Cómo pagaste el billete? -preguntó Edmund.
– Vi me dio dos libras cuando nos despedimos. No las entregué y me las guardé en el bolsillo de dentro del abrigo. Allí puse también el horario para que nadie lo encontrara.
– ¿Y qué hiciste en Relkirk?
– Llegamos a la estación de autobuses. Empezaba a oscurecer y tuve que buscar el otro autobús, el que pasaba por Caple Bridge. También había uno que iba a Strathcroy, pero no quise tomarlo por si me veía alguien, algún conocido. Y fue muy difícil encontrar el autobús, porque había muchos y tuve que leer las letras de delante. Pero lo encontré y tardó mucho en arrancar.
– ¿Y dónde bajaste?
– Ya te lo he dicho, en Caple Bridge. Y luego vine andando.
– ¿Has venido andando desde Caple Bridge? -Virginia miró a su hijo con asombro-. Pero, Henry, son cinco millas…
– No hice todo el camino andando -reconoció él-. Ya sé que no debo subir a coches desconocidos, pero subí a un camión de corderos que conducía un hombre muy amable y él me trajo hasta Strathcroy. Y, entonces… -Su voz, que hasta entonces sonaba tan clara y confiada, empezó a temblar otra vez-. Y, entonces… -Miró a Edie.
Edie tomó la palabra.
– No llores, tesoro. No hablaremos de eso si tú no quieres.
– Cuéntalo tú.
Y Edie lo contó, con toda sencillez y claridad, pero ni aún así disimulaba el horror de la terrible experiencia vivida por Henry. Al oír el nombre de Lottie, Virginia palideció y abrazó estrechamente a Henry, oprimiendo la cara contra su cabeza y tapándole los ojos con las manos, como si quisiera quitarle de la vista para siempre la imagen de Lottie Carstairs cruzando la habitación de Edie para ver quien había en la ventana.