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Era difícil no envidiar a Verena, que podía proyectar un baile para su hija, sabiendo que esa hija la ayudaría cuanto pudiera y disfrutaría de cada minuto de la fiesta. Su hija Lucilla y Katy Steynton habían ido juntas al colegio y mantenían esa amistad un tanto desvaída que es corriente entre los niños cuyos padres se frecuentan. Lucilla tenía dos años menos que Katy y un carácter muy diferente, y en cuanto dejaron la secundaria siguieron caminos distintos.

Katy era el sueño de cualquier madre y se había amoldado a los deseos de la suya. Un año en Suiza y un curso de secretariado en Londres. Cuando se graduó, encontró un buen trabajo… algo relacionado con recaudar fondos para beneficencia… y compartía una casita en Wandsworth con tres amigas muy formales. Antes de que transcurriera mucho tiempo, se prometería a un excelente joven llamado Nigel, Jeremy o Christopher, su cara perfecta aparecería en la portada de Country Life y la boda sería tradicional, con traje blanco, damas de honor y ceremonia religiosa.

Isobel no quería que Lucilla fuese como Katy pero, a veces, en momentos como este, no podía menos que desear que su querida y soñadora hija hubiera resultado un poquito más corriente. Ya desde muy niña Lucilla había dado muestras de individualismo y cierta rebeldía. Sus ideas políticas eran fuertemente izquierdistas y al menor pretexto se entregaba apasionadamente a cualquier causa que llamara su atención. Era contraria a la energía nuclear, a la caza del zorro, a la matanza de las focas, a la reducción de las becas y a la plantación de horribles coníferas en grandes extensiones, método por el que las estrellas del pop desgravaban impuestos. Al mismo tiempo, expresaba una enorme preocupación por las personas sin hogar, los desvalidos, los drogadictos y los desdichados que morían del Sida.

Desde muy pequeña, Lucilla había destacado por sus aptitudes artísticas y, tras pasar seis meses en Paris como au pair, fue admitida en el Colegio de las Artes de Edimburgo. Allí conoció a personas extraordinarias a las que solía invitar a Croy. Eran tipos curiosos, pero no más curiosos que la propia Lucilla, que no tenía el menor reparo en vestir un traje de noche de encaje con una chaqueta de paño y unos borceguíes de principios de siglo.

Cuando terminó los estudios de arte, no consiguió encontrar una manera de ganarse la vida. Nadie mostraba deseos de adquirir sus incomprensibles cuadros, ni había sala de exposiciones dispuesta a exponerlos. Vivía en una buhardilla de India Street y, durante una temporada, se dedicó a limpiar casas ajenas, ocupación que resultaba sorprendentemente lucrativa y que le permitió ahorrar lo suficiente para sacar pasaje para Francia, adonde marchó con la mochila y los útiles de pintar. Según las últimas noticias, se hallaba en Paris viviendo con una pareja a la que había conocido durante el viaje. Todo era muy preocupante.

¿Si vendría a casa? Isobel podía escribir, sí, al numero de lista de correos que su hija le había dado. Querida Lucilla, ven en septiembre porque estás invitada a la fiesta de Katy Steynton. Pero no era probable que Lucilla le hiciera caso. Nunca le habían gustado los bailes ni sabía de que hablar con los muchachos de buena familia que encontraba en ellos. “Mami, son horriblemente burgueses y tienen todos un pelo que parece lana.”

Era imposible. También era dulce, amable, divertida y cariñosa. Isobel la echaba mucho de menos.

– No lo sé -suspiró-. Ojalá.

– ¡Oh! Isobel -dijo Verena, compasiva, lo cual no contribuyó a arreglarlo-. No importa, de todos modos le mandaré una invitación. Katy se alegraría mucho de volver a verla.

En su fuero interno, Isobel se permitió dudarlo.

– ¿El baile es un secreto o puedo hablar de él? -preguntó.

– No; no es un secreto. Cuanta más gente lo sepa, mejor. Quizá se brinden a organizar alguna cena.

– Yo organizaré una.

– Eres una santa. -Hubieran podido seguir haciendo planes, de no recordar Verena de pronto el asunto que las ocupaba-. ¡Dios mío, olvidaba a los pobres americanos! Estarán preguntándose que nos ha pasado. Bueno, mira… el caso es… -revolvió en la mesa y sacó unas hojas de instrucciones mecanografiadas-… que los dos hombres han pasado casi todo el tiempo jugando al golf y mañana quieren jugar también, por lo que se saltaran la excursión a Glamis. En su lugar, he dispuesto que un coche los recoja en Croy a las nueve de la mañana y los lleve a Gleneagles. Y el mismo coche los traerá de regreso por la tarde, cuando hayan terminado el partido. Pero las señoras quieren conocer Glamis, por lo que, si me las traes a eso de las diez, podrán ir con los otros en el autocar.

Isobel asintió, confiando en no olvidar nada. Verena era una persona muy competente y, a todos los efectos, también la jefa de Isobel. Las “Giras por Tierras de Escocia” tenían una oficina central en Edimburgo, pero Verena era la agente coordinadora local. Era Verena quien telefoneaba a Isobel cada semana para decirle cuantos huéspedes tendría (seis era el máximo, ya que no disponía de sitio para más) y ponerla al corriente de las características o rarezas de los invitados.

Las giras empezaban en mayo y continuaban hasta últimos de agosto. Cada una duraba una semana y todas seguían el mismo programa. El grupo, que venía de Kennedy, iniciaba su gira en Edimburgo, donde permanecían dos días visitando la ciudad y sus alrededores. El martes, el autocar los llevaba a Relkirk, donde sumisamente deambulaban por la Auld Kirk, el castillo y un jardín de la Fundación Nacional. Luego, eran transportados a Corriehill, donde Verena les daba la bienvenida y los distribuya. Las distintas anfitrionas los recogían en Corriehill. El miércoles era el día de la visita al castillo de Glamis y del recorrido panorámico por Pitlochry y el jueves salían una vez más en el autocar para las Highlands, visitando Deeside e Inverness. El viernes regresaban a Edimburgo y el sábado volaban de vuelta a Kennedy y demás puntos de destino de Occidente.

Isobel estaba convencida de que, para entonces, todos debían hallarse en un estado de total agotamiento. Había sido Verena quien, ocho años antes, había reclutado a Isobel. Le explicó en que consistía el programa y le dio a leer el folleto de la empresa. Era de lo más tentador:

“Hospédese en una casa particular en calidad de invitado. Conozca y goce de la hospitalidad y la grandeza histórica de algunas de las más hermosas mansiones de Escocia y reciba el trato de amigo de las familias de rancio abolengo que las habitan…”

Una hipérbole un tanto desmesurada.

– No somos una familia de rancio abolengo -objetó.

– Suficiente -repuso Verena.

– Y Croy no es histórico.

– Tiene cosas que sí lo son. Y hay muchos dormitorios. Eso es lo que cuenta. Y piensa en toda la pasta…

Esto decidió a Isobel. La propuesta de Verena había llegado en un momento en que las finanzas de los Balmerino se encontraban en su punto más bajo. El segundo Lord Balmerino, padre de Archie, el más encantador y menos practico de los hombres, había muerto dejando el patrimonio un tanto desordenado. Su inesperada muerte le pilló desprevenido, por lo cual unos exorbitantes derechos de sucesión se llevaron la mayor parte de la herencia. Con los dos hijos, Lucilla y Hamish, en edad escolar, aquel caserón que mantener y las tierras que cuidar, los jóvenes Balmerino se encontraron con serias dificultades. Por aquel entonces Archie todavía estaba en el Ejercito. Se había unido a los Loyal Highlanders de la reina a los diecinueve años sencillamente porque no había nada más que le interesara y, aunque había disfrutado durante sus años de servicio, no le impulsaba una gran ambición por ascender y comprendía que nunca llegaría a capitán general.