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– ¡Oh! Henry… -Lo acunaba como a un niño pequeño-. No lo soporto. ¡Qué espanto! ¡Qué impresión!

Edmund, también alterado, mantuvo la voz firme al preguntar:

– ¿Y qué hiciste?

El tono tranquilo de su padre devolvió el valor a Henry, que emergió, despeinado, del abrazo de Virginia y continuó:

– Fui a la tienda de Mrs. Ishak, todavía tenía la puerta abierta y estaba barriendo el suelo. Fue muy amable, Mrs. Ishak avisó a la policía y ellos llegaron tocando la sirena y con una luz azul que se encendía y se apagaba. Lo vimos desde la tienda. Y, entonces, cuando el coche se fue otra vez a Relkirk, Mrs. Ishak se puso el abrigo y me trajo aquí. Tuvo que tocar el timbre porque la puesta estaba cerrada, y los perros ladraron y Edie vino a abrir. -Cogió la taza, apuró el vaso y volvió a dejarla en la mesa-. Yo pensaba que estaba muerta. Lottie se había puesto su jersey lila y tenía la boca roja y pensé que había matado a Edie… -Arrugó la cara. Era mucho para él. Se echó a llorar y ellos le dejaron. Edmund, en vez de decirle que los hombres no lloran, lo miraba con admiración y orgullo. Porque Henry, con ocho años no sólo se había escapado de la escuela, sino que había realizado la huida con cierto estilo. Había planeado toda la operación con una entereza, un sentido común y una minuciosidad insospechados. Parecía tenerlo todo previsto y sólo la funesta reaparición de la dichosa Lottie Carstairs había podido derrotarlo.

Al fin, cesaron las lágrimas. Henry se había quedado seco. Edmund le dio su pañuelo de hilo y el niño se limpió la cara y se sonó.

– Creo que me gustaría irme a la cama.

– Claro que sí -sonrió Virginia-. ¿Quieres bañarte antes? Debes de sentirte muy frío y sucio.

– Sí. Está bien.

El niño se levantó, se sonó otra vez y devolvió el pañuelo a su madre. Edmund lo tomó, abrazó a Henry y se inclinó para besarle el pelo.

– Hay algo que no nos has dicho. -Henry levantó la mirada-. ¿Por qué te escapaste?

Henry reflexionó y respondió:

– No me gustaba aquello. No se estaba bien. Era como estar enfermo, como tener siempre dolor de cabeza.

– Sí -repuso Edmund, pensativo-. Sí, comprendo. -Titubeó y dijo-: Mira, hijo, ¿por qué no subes con Edie a darte ese baño? Mamá y yo tenemos que ir a la fiesta, pero antes llamaré a Vi para decirle que estás estupendamente. Antes de que te duermas, subiremos a darte las buenas noches.

– De acuerdo. -Henry dio la mano a Edie y los dos se dirigieron hacia la puerta. Pero él se volvió-: ¿Vendréis, verdad?

– Prometido.

La puerta se cerró y Edmund y Virginia se quedaron solos.

Cuando Henry salió de la cocina, ella se derrumbó en la silla. Ya no era necesario disimular el susto y la angustia. Vio que estaba pálida bajo el maquillaje y que sus ojos se habían apagado. Ya no tenían el brillo de antes. Parecía exhausta. Edmund se levantó y le cogió una mano obligándola a ponerse en pie.

– Vamos -dijo. Y la llevó fuera de la cocina, por el corredor, hasta la biblioteca desierta. El fuego ardía alegremente y la amplia y severa habitación estaba bien caldeada. Ella agradeció el calor. Se acercó a la chimenea y se dejó caer en el taburete, arrimando las manos a las llamas. Sus faldas de gasa se extendían a su alrededor y sobre el cuello de piel se dibujaba su hermoso perfil.

– Pareces una cenicienta muy elegante. -Ella lo miró insinuando una sonrisa-. ¿Quieres beber algo?

Negó con la cabeza.

– No. Estoy bien.

Él se acercó a su escritorio, encendió la lámpara y marcó el número de Croy. Contestó Archie.

– Archie, soy Edmund.

– ¿Henry está bien?

– Sí, muy bien. Se ha llevado un buen susto pero no se lo digas a Vi. Dile sólo que el niño está bien y que se ha ido a la cama.

– ¿Vais a volver?

Edmund miró a su mujer, que estaba sentada de espaldas a él, su silueta recortándose contra el resplandor de las llamas.

– Me parece que no -dijo-. Iremos directamente a Corriehill. Nos veremos allí.

– Está bien. Se lo diré a todos. Hasta luego, Edmund.

– Adiós. -Edmund colgó el teléfono, volvió a la chimenea y, con un pie en el guardafuegos y una mano en la repisa, se quedó contemplando las llamas, lo mismo que su mujer. Pero el silencio que había entre los dos ya no era hostil, sino de armoniosa compenetración de dos personas que, después de superar una crisis, no necesitan decirse nada.

Fue Virginia la primera en hablar.

– Lo siento -dijo.

– ¿Qué es lo que sientes?

– Lo que te dije en el coche, que no te enfadaras. Fue una estupidez. Debía comprender que tú nunca podrías enfadarte con Henry.

– Al contrario, estoy orgulloso de él. Lo ha hecho muy bien.

– Debía sentirse muy desgraciado.

– O quizá perdido. Estaba equivocado y tú tenías razón. Colin Henderson dice lo mismo que tú, que Henry todavía no está preparado para vivir en un internado.

– No debes echarte la culpa.

– Eres muy generosa.

– No; no me siento generosa. Me siento agradecida. Porque ahora, por fin, podremos dejar de discutir, pelearnos y destruirnos mutuamente. Tú tenías las mejores intenciones del mundo. Estabas convencido de que eso era lo que más convenía a Henry. Todos nos equivocamos alguna vez. El que nunca se equivoca es que nunca hace nada. Ahora ha pasado. No pensemos más en ello. Y demos gracias de que a Henry no le ocurriera nada malo.

– ¿Te parece poco lo de Lottie? Yo diría que eso es más que suficiente para producir a uno pesadillas durante el resto de su vida…

– Pero supo hacer frente a la situación. Con mucho sentido común. Fue a casa de Mrs. Ishak. Se puso a salvo. Dio la alarma. De nada sirve hablar de ello, Edmund.

Él no dijo nada. Después de unos momentos, se apartó del fuego y se sentó en un extremo del gran sofá, extendiendo sus largas piernas enfundadas en los calcetines rojos y blancos y con zapatos con hebilla de plata. Las llamas se reflejaban en los relucientes botones y en el broche de pedrería de su bolsa.

– Debes de estar molido -dijo ella.

– Sí; ha sido un día muy largo. -Se frotó los ojos-. Pero creo que tenemos que hablar.

– Podemos hablar mañana.

– No. Tiene que ser ahora. Antes de que sea tarde. Debí decírtelo antes, cuando me hablaste de Lottie. Lottie y sus chismes, sus habladurías. Te dije que mentía, pero no es verdad.

– ¿Vas a hablarme de Pandora? -La voz de Virginia sonó tranquila y resignada.

– Es necesario.

– Estabas enamorado de ella.

– Sí.

– Le tengo miedo.

– ¿Por qué?

– Porque es tan hermosa. Y misteriosa. Porque, tras ese torrente de palabras, nunca sabes lo que piensa. Porque no puedo ni imaginar lo que hay en su cabeza. Y porque te ha conocido toda la vida, antes que yo. Y eso me hace sentir extraña e insegura. ¿Por qué ha vuelto a Croy? ¿Sabes tú por que ha vuelto?

Él movió la cabeza.

– No.

– Temo que aún esté enamorada de ti. Todavía te desea.

– No.

– ¿Cómo puedes saberlo?

– Los motivos de Pandora, cualesquiera que sean, no me importan. Lo único que a mí me importa eres tú. Y Alexa. Y Henry. Pareces haber perdido de vista esta prioridad.

– Cuando lo vuestro, tú estabas casado con Caroline. Teníais una niña. ¿Tan diferentes eran entonces las cosas? -Aquello era una acusación y él la aceptó.

– Sí. Les fui infiel a las dos. Pero Caroline no era como tú. Si intentara explicarte por que me casé con ella, no creo que me entendieras. Tuvo mucho que ver con el ambiente de la época. Eran los turbulentos años sesenta. Y, todos nosotros, jóvenes. Había en el aire un materialismo, una fiebre… Yo empezaba a abrirme camino. Ganaba dinero, era alguien en la sociedad de Londres. Ella formaba parte de mis ambiciones, de aquello que yo deseaba. Sus padres eran multimillonarios, ella era hija única y yo ansiaba situarme en una posición brillante.