«No se te ocurra contárselo a Edmund.»
Virginia no sentía remordimientos, pero sí el deseo de proteger a su marido y se prometió guardar aquel secreto como un trofeo particular del que no dejaba de estar orgullosa. Y dijo con desenfado:
– Hubiera sido una lástima.
– ¿Se sentirán muy defraudados tus abuelos?
– Iremos en otra ocasión. Tú y yo. Dejaremos a Henry con Vi y con Edie e iremos a visitarlos juntos.
Él la besó, apoyó la cabeza en el mullido respaldo del sofá y suspiró:
– Me gustaría no tener que ir a ese dichoso baile.
– Ya lo sé. Pero hay que ir. Aunque no sea más que un momento.
– Preferiría irme a la cama contigo.
– Nos queda mucho tiempo para eso. Años y años. El resto de nuestra vida.
Al poco rato, Edie fue a buscarlos. Llamó a la puerta antes de abrirla. La luz del vestíbulo brillaba a su espalda y hacía de su pelo blanco una aureola.
– Venía a decir que Henry está en la cama esperando…
– Gracias, Edie.
Subieron. Henry estaba en su cama. La lámpara de la mesita de noche iluminaba débilmente la habitación. Virginia se sentó en el borde de la cama y se inclinó para darle un beso. El niño estaba medio dormido.
– Buenas noches, tesoro.
– Buenas noches, mami.
– Aquí estarás bien.
– Sí, muy bien.
– Sin sueños.
– Me parece que sí.
– Si vienen los sueños, Edie está abajo.
– Sí, ya lo sé.
– Te dejo con papá.
Se levantó y se fue hacia la puerta.
– Que te diviertas -dijo Henry.
– Gracias, tesoro, lo procuraremos.
Virginia salió al pasillo y Edmund ocupó su lugar.
– Bueno, Henry, ya estás otra vez en casa.
– Siento mucho lo de la escuela. Es que no estaba bien allí.
– No. Ya lo sé. Ahora me doy cuenta. Mr. Henderson, también.
– No tendré que volver, ¿verdad?
– Me parece que no. Tendremos que preguntar a la primaria de Strathcroy si te admiten otra vez.
– ¿Y crees que dirán que no?
– Me parece que no. Volverás a ir con Kedejah. Buenas noches, chico. Bien hecho. Estoy orgulloso de ti.
A Henry se le cerraban los ojos. Edmund se levantó y se alejó de la cama. En la puerta, se volvió y advirtió con sorpresa que tenía los ojos húmedos.
– Henry.
– ¿Sí?
– ¿Tienes a Moo contigo?
– No -respondió Henry-. Ya no necesito a Moo.
Fuera, Virginia advirtió que había dejado de llover. De algún lugar soplaba un viento fresco y cortante que removía la oscuridad haciendo que los altos olmos de Balnaid susurraran, crujieran y agitaran sus copas. Levantó la mirada y vio las estrellas. El viento barría las nubes hacia el Este y el cielo quedaba claro e infinito, salpicado de un millón de refulgentes constelaciones. El aire puro, dulce y frío, le azotó las mejillas. Lo aspiró profundamente y se sintió revitalizada. Ya no estaba cansada. Ya no se sentía desgraciada, enojada, resentida ni perdida. Henry iba a quedarse en casa y Edmund había vuelto a ella. Era joven y sabía que estaba hermosa. Vestida con elegancia y a punto de ir a un baile. Hubiera bailado toda la noche.
Siguieron el haz luminoso de los faros mientras la estrecha carretera se retorcía a su espalda. Cuando se acercaban a Corriehill vieron en el cielo nocturno el reflejo de los focos que iluminaban la fachada de la casa. Guirnaldas de luces de colores enlazaban los árboles de la larga avenida y, sobre la hierba de los bordes, a cada veinte pasos, ardían unas bengalas.
El "BMW" tomó el último viraje y la casa apareció recortándose sobre el oscuro telón de fondo del cielo. Parecía enorme e imponente.
– Hoy debe de sentirse orgullosa -dijo Virginia.
– ¿Quién?
– Corriehill. Como un monumento, en memoria de todas las cenas, bodas y bailes que habrá conocido en el curso de su historia. Y bautizos. Y funerales también, supongo. Pero, sobre todo, las fiestas.
Tres potentes focos bañaban de luz a Corriehill desde la base hasta las chimeneas. Detrás estaba la cara iluminada como un teatro de sombras. Deformes siluetas se movían y giraban sobre la blanca lona. Se oía música. Evidentemente, el baile estaba en su apogeo.
A la izquierda de la avenida, otro faro colgaba de un árbol iluminando la gran explanada. Largas hileras de coches, simétricamente aparcados, se extendían hasta perderse de vista. De la oscuridad surgió una figura que agitaba una linterna. Edmund paró el coche y bajó el cristal. El de la linterna se agachó para mirar al interior del "BMW". Era Hughie McKinnon, el viejo chapuzas de los Steynton, al que aquella noche se había asignado la función de vigilante de aparcamiento y que ya olía a whisky.
– Buenas noches, señor.
– Buenas noches. Hughie.
– ¡Ah!, es usted, Mr. Aird. Perdone, no reconocí el coche. ¿Cómo está, señor? -Dobló el cuello un poco más para mirar a Virginia y lanzó otra vaharada de whisky-. ¿Y Mrs. Aird? ¿Cómo está, señora?
– Bien, muchas gracias, Hughie.
– Bueno, bueno… -dijo Hughie-, llegan muy tarde. El resto de su grupo hace más de una hora que está aquí.
– Lo siento pero nos han entretenido.
– En fin, que se le va a hacer. La noche es larga. Ahora, señor -agregó afianzando las piernas-, si tiene la bondad de llevar a la señora a la puerta de la casa y dejarla allí, luego puede volver y yo le ayudaré a aparcar el coche por allá. -El haz luminoso de la linterna se movía en todas direcciones. El hombre eructó discretamente-. Les deseo que se diviertan mucho y lo pasen muy bien.
Dio un paso atrás. Edmund subió el cristal.
– Dudo que Hughie resista toda la noche.
– Por lo menos, lleva calefacción central. No morirá de hipotermia.
El coche se detuvo ante la puerta principal, detrás de un gran "Audi" con matrícula personalizada que descargaba a un grupo de chicos y chicas muy jóvenes, colorados y risueños que, al parecer, llegaban de una larga y fastuosa cena. Virginia subió tras ellos mientras Edmund iba en busca de Hughie para aparcar el coche.
Al entrar en la casa, Virginia se sintió envuelta por la luz, el calor, la música, el olor a flores y a humo de leña, y las voces, saludos, risas y el murmullo de animadas conversaciones. Mientras subía lentamente la escalera, miró por encima de la barandilla la carnavalesca escena. Había gente por todas partes. A muchos los conocía, a otros, no. Habían venido de todo el país expresamente para la fiesta. En la enorme chimenea ardían varios troncos y alrededor de ella charlaban grupos de jóvenes vestidos con kilt y con copas en la mano. Dos eran oficiales de los cuarteles de Relkirk y estaban muy elegantes con sus guerreras rojas.
Del comedor, cuyas puertas estaban festoneadas de seda azul oscuro, llegaba el sonido trepidante de la música disco. Por aquellas puertas circulaba un constante flujo y reflujo de trafico. Los animosos muchachos que desaparecían en la oscuridad remolcando a su chica se cruzaban con las parejas que salían, ellos, tan acalorados como si acabaran de jugar un partido de squash y ellas, arreglándose el pelo con la mano o cogiendo un cigarrillo con aire de forzada naturalidad. Era evidente que la poca luz y el mucho ruido producían cierta excitación sexual.
En uno de los sofás que flanqueaban la puerta de la biblioteca estaba el viejo general Grant-Palmer con su kilt y las rodillas indecentemente separadas. Hablaba con una dama imponente, de busto enorme, a la que Virginia no conocía. Otros estaban en la biblioteca, camino de la carpa. «¡Virginia!» gritó un hombre al verla. Ella agitó la mano, sonrió y siguió subiendo la escalera. Abrió una puerta en la que se leía “Señoras” y entró en un dormitorio, se quitó el abrigo y lo dejó encima de los que se amontonaban en la cama. Se acercó al espejo para peinarse. A su espalda, por la puerta del cuarto de baño, apareció una muchacha. Tenía el pelo muy pálido, como una aureola de milanos y los ojos maquillados a lo oso panda. Virginia iba a decirle amablemente que la falda se le había quedado prendida en las bragas cuando advirtió que se trataba de una falda globo. Deseó que Edmund estuviera allí para reírse juntos. Dio una rápida vuelta sobre sí misma para eliminar las arrugas de la falda, guardó el peine en el bolso y salió de la habitación.