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Edmund la esperaba al pie de la escalera. Le dio la mano.

– ¿Todo bien?

– Tengo algo muy divertido que contarte. ¿Has aparcado?

– Hughie me ha encontrado sitio. Ven, vamos a ver que hay.

Ella ya lo había visto la mañana que llevó los floreros, cuando la carpa estaba recién montada y con obreros por todas partes. Ahora estaba transformada y todos los meses que Verena había pasado haciendo planes, sufriendo y trabajando, podían darse por bien empleados. Virginia se dijo que Corriehill tenia que haber sido construido especialmente para una ocasión como esta. El corredor que comunicaba la biblioteca con la carpa abarcaba la escalera de piedra del jardín. Las urnas que adornaban los extremos superior e inferior de la barandilla contenían una masa de lustrosas hojas verdes y crisantemos blancos. Las lámparas que lo iluminaban se balanceaban a la leve corriente de aire.

Se detuvieron en lo alto de la escalera, observatorio natural, y contemplaron la escena con asombro y admiración.

Los altos postes habían sido convertidos en una especie de árboles con gavillas de cebada y ramas de haya y serbal cuajado de bolitas escarlata. Del techo colgaban cuatro resplandecientes arañas de cristal. Al fondo se había levantado un estrado adornado con globos de plata, sobre el que Tom Drystone y su orquesta estaban interpretando La danza del soldado. Tom, como correspondía a su función de director, estaba sentado con su acordeón en medio de los músicos: un piano, dos violines y un joven batería, todos muy elegantes, con su chaqueta blanca y calzas a cuadros. Tom saludó a Virginia con un guiño y un movimiento de cabeza. A su lado, en el suelo, tenía un vaso lleno de cerveza.

Los danzarines, en ruedas de ocho o dieciséis, giraban y formaban figuras, se cogían del brazo, cambiaban de pareja, batían palmas y saltaban al compás de una música hipnótica. En el centro de un corro, un muchacho de gran corpulencia efectuaba una bella exhibición. Parecía lo bastante fuerte como para ser un lanzador de peso o de jabalina, pero esta noche volcaba todas sus energías en el baile. Con los brazos en alto, el kilt brincándole y la camisa rebosándole del chaleco escarlata, se entregaba a la música, azotando el aire con sus piernas musculosas, gritando y saltando a gran altura.

– Como no tenga cuidado, ese chico se hará dañó -comentó Edmund.

– O matará a alguna chica.

Pero las chicas estaban encantadas y chillaban de júbilo cuando las levantaba o las hacía girar como peonzas. Virginia pensó que en cualquier momento una de ellas podía ser arrojada como una muñeca hacia el techo de la carpa.

Edmund le oprimió el codo.

– Fíjate en Noel.

Virginia siguió la dirección de su mirada y, al ver a Noel, se echo a reír. Se encontraba en el centro de un corro y, por su expresión de perplejidad, era evidente que no tenía la menor idea de lo que debía hacer. Alexa, con gran presencia de ánimo y ahogando la risa, intentaba encaminarle hacia la muchacha con la que debía bailar a continuación, la cual, con expresión de burlón aburrimiento, no hacía nada por ayudarle.

Buscaron a los otros. Vi, Conrad, Pandora, Jeff y Lucilla estaban todos en un corro de dieciséis. La pareja de Vi era un juez de Edimburgo retirado, que abultaba la mitad que ella y, probablemente, era la única persona de la fiesta que la aventajaba en edad. Vi, tan ancha y tan alta, bailaba con la ligereza de una pluma, pasando garbosamente de hombre en hombre sin perder el compás. Mientras ellos miraban, volvió a ocupar su puesto en el corro y otras dos señoras se adelantaron a bailar en el centro. Vi levantó la cabeza y vio a Edmund y Virginia cogidos de la mano en lo alto de la escalera. Su cara risueña y sofocada se nubló un instante. Arqueó las cejas con expresión temerosa e interrogante. En respuesta, Edmund levantó su mano y la de Virginia en actitud de victoria. Ella comprendió y sonrió. El ritmo de la música se aceleró. Vi y el anciano juez se dieron el brazo para volver a girar y Violet puso tanto brío en el movimiento que casi le hizo salir disparado.

Al fin, la cadena, una vuelta final, un largo acorde y el baile terminó. Hubo grandes aplausos y aclamaciones para los músicos. Los danzarines, sudorosos y cansados, querían más. Pedían a grandes gritos que se repitiera.

Pero Violet ya tenía bastante. Se excusó con su pareja y cruzó la pista hacia donde estaban Edmund y Virginia. Ellos bajaron las escaleras y Violet abrazó a su nuera.

– Por fin habéis llegado. Estaba preocupada. ¿Todo bien?

– Todo bien, Vi.

– ¿Y Henry?

– Bien y contento.

Violet miró fijamente a su hijo.

– Edmund, ¿no estarás pensando en enviarlo allí otra vez?

– Con esa mirada, cualquiera se atreve. No. Lo tendremos en casa algún tiempo.

– ¡Oh! Gracias a Dios. Por fin has recobrado la sensatez. Y en más de un sentido, si no me equivoco. Salta a la vista. -Abrió el bolso, sacó el pañuelo y se enjugó la frente-. Yo ya tengo bastante -anunció-. Me voy a casa.

– Pero Vi… -protestó Edmund-. Aún no he bailado contigo.

– Pues vas a tener que resignarte, porque me marcho. He pasado una noche fantástica, he cenado espléndidamente y he bailado. Es la hora de la Cenicienta. Estoy divirtiéndome mucho y es el momento de irse.

– Si quieres, te traeré el coche a la puerta -se ofreció Edmund.

– Muy amable. Subiré a buscar el abrigo. -Besó otra vez a Virginia-. Tenemos muchas cosas de que hablar, pero no es el momento ni el lugar. Estoy muy contenta por vosotros. Buenas noches. Que os divirtáis.

– Buenas noches, Vi.

Edmund, después de mucho buscar, encontró por fin a Pandora en el salón, donde se había instalado una larga barra y se habían dispuesto sofás y sillones para la conversación. Allí había una relativa tranquilidad, aunque no se escapaba por completo de la música de la carpa y de la discoteca. Desde la puerta, vio que varios de los invitados de Verena habían optado por descansar durante un baile o dos para tomar un respiro y una copa. Había algunas jovencitas sentadas en el suelo… buena posición desde la que mirar a los ojos de la pareja. Una de ellas ya había llamado la atención de Edmund porque llevaba el vestido de paillette negro más pequeño que Edmund había visto en su vida: la minifalda apenas le cubría la ingle. Cuando preguntó por su identidad, le dijeron que era una antigua condiscípula de Katy, lo cual resultaba difícil de creer. Aquellas provocativas lentejuelas y las interminables piernas cubiertas de seda negra no casaban con los palos de hockey.

Por fin, Edmund descubrió a Pandora, sentada en el extremo del sofá más próximo a la chimenea, en animada charla con un hombre. Edmund cruzó la habitación hacia ellos, sorteando los obstáculos. Intuyendo su presencia, ella volvió la cabeza.

– Edmund.

– Vamos a bailar.

– ¡Oh!, cielo. Estoy rota. He saltado arriba y abajo como un yo-yo.

– Pues vamos a la discoteca. Están tocando La mujer de rojo.

– Es preciosa. Edmund, ¿conoces a Robert Bramwell, verdad? Claro que sí… si es de la asociación de cazadores, que tonta.

– Lo siento, Robert. No te importa que me la lleve, ¿verdad?

– Claro que no… -el hombre tuvo cierta dificultad para levantarse del sofá, ya que era alto y bastante robusto-…de todos modos he de ir en busca de mi mujer. Le prometí bailar una pieza llamada La casa de los Hamilton. No sé como diantre se baila, pero supongo que será mejor que me presente.

– Ha sido una copa deliciosa -dijo Pandora, a modo de agradecimiento.