Guardó silencio durante un rato. Iba con la cabeza vuelta hacia la ventanilla y el pelo extendido sobre el suave abrigo. Miraba la oscura y vacía carretera, que iba quedando atrás.
– ¿Volverás a Croy, Noel?
– ¿Por qué lo preguntas?
– Quizás esté preguntando otra cosa. Quizá te pregunto por Alexa.
– ¿Y por qué me preguntas por ella? -preguntó él, con cautela.
– Tengo la impresión de que vacilas, de que dudas. No sabes que hacer.
Le sorprendió su sagacidad.
– ¿Has hablado con Vi?
– Cielo, yo nunca hablo con nadie. No hablo con nadie, quiero decir, de las cosas importantes.
– Alexa es importante.
– Es lo que yo pienso. Mira, tengo la rara impresión de que tú y yo nos parecemos. En realidad, yo nunca supe lo que quería. Cuando se me antojaba algo y lo conseguía, descubría que no era aquello lo que yo había deseado. Y es porque buscaba algo que no existe.
– ¿Hablas de un hombre o de una forma de vida?
– De las dos cosas, creo. ¿Es que no va lo uno con lo otro? Y de la perfección. La perfección suma. Que nunca la encuentras porque no existe. Amar no es encontrar la perfección, sino perdonar horribles defectos. Supongo que se trata de establecer un compromiso. Y de reconocer el momento de decidir si vas a nadar o a guardar la ropa.
– Yo quiero a Alexa -dijo Noel-. Pero no estoy loco por ella. -Reflexionó sobre su confesión y sonrió-. ¿Sabes? Es la primera vez que digo estas palabras en voz alta. No lo había dicho a nadie, ni a mí mismo.
– ¿Qué sensación produce decirlas en voz alta?
– Una sensación de miedo. Temo hacer promesas porque nunca he sido muy bien cumplidor.
– El miedo es la peor razón para hacer o dejar de hacer una cosa. Es negativo. Es como no hacer algo por el que dirán. «Pandora, no puedes hacer eso, ¿qué dirá la gente?». Como si eso importara. No. Eso no lo acepto. Tendrás que buscar mejor excusa.
– De acuerdo, ¿qué te parece esta? La libertad, no comprometerse, ser dueño de la propia vida.
– Eso está bien cuando eres joven. Pero los solteros, por poco que se descuiden, acaban en la más patética soledad. Son esa persona a la que se invita a cenar para completar la mesa. Y, después de la cena, se van a su pisito vacío en el que sólo les espera un perro fiel, que se acuesta con ellos.
– Pues sí que es un plan.
– Sólo se tiene una vida. No hay una segunda oportunidad. Si dejas que algo realmente bueno se te escape entre los dedos, lo habrás perdido para siempre. Y pasarás el resto de la vida buscándolo… de aventura en aventura, a cual menos satisfactoria. Y, al fin, llega el día en que comprendes que no tiene objeto. Que es inútil, una pérdida de tiempo y de energías.
– Entonces, ¿qué puedo hacer?
– No lo sé. Yo no soy tú. Supongo que buscar un poco de valor y de fe. -Reflexionó sobre sus propias palabras-. Parezco una directora de colegio en día de fin de curso. O un político. Vamos a poner manos a la obra con la vista al frente, por el camino del progreso. -Se echó a reír-. Vota a Blair y tendrás cataplasmas gratis.
– ¿Tú crees que hay que comprometerse?
Ella dejó de reír.
– Hay cosas peores. Esta noche he conocido a Alexa. He visto como te miraba durante la cena. Con cara de enamorada. Ella es de las que lo dan todo. Es de oro.
– Eso ya lo sé.
– Pues no digo más.
Otra vez se hizo el silencio. Ya llegaban. Habían entrado en el valle estrecho y alargado y se veían las luces de Strathcroy, menos numerosas ahora, sólo algún que otro farol. Hacía calor dentro del coche. Noel bajó un poco el cristal y sintió el aire frío de la noche en la cara y oyó murmurar el río junto a la carretera.
Dejaron atrás los primeros cottages y la verja de Croy y entraron en la avenida. Noel redujo la marcha y dio gas para subir la cuesta. La casa los esperaba con las ventanas oscuras. El “Land Rover” de Archie estaba aparcado frente a la puerta, solitario.
Noel paró el coche y quitó el contacto. La noche estaba serena y sólo se oía el susurro del viento.
– Ya hemos llegado. Te he traído a casa sana y salva.
Ella se volvió con una sonrisa de gratitud.
– Muy amable. Espero no haberte estropeado la diversión. Y perdona si me he metido donde no debía.
– No acabo de comprender por qué me has dicho todas esas cosas.
– Probablemente, porque he bebido demasiado champaña. -Se inclinó y le dio un beso en la mejilla-. Buenas noches, Noel.
– ¿Estará abierta la puerta?
– Pues, claro. Nunca se cierra.
– Te acompaño.
– No. -Ella lo detuvo poniéndole la mano en el brazo-. No te molestes, no tendré ningún problema. Vuelve junto a Alexa.
Pandora salió del coche y cerró la portezuela. A la luz de los faros, se alejó por la explanada de grava y subió las escaleras. Él la siguió con la mirada. La gran puerta se abrió, ella se volvió, saludó agitando la mano y entró. La puerta se cerró. Pandora había desaparecido.
Ni Tom Drystone podía tocar continuamente. Tras dos vibrantes interpretaciones de El duque de Perth, rematadas con unos compases de música melódica que nada tenía de escocesa, lanzó con su acordeón una nota aguda y sostenida, dejó el instrumento en el suelo, se puso en pie y anunció por el micrófono que él y sus compañeros necesitaban reponer fuerzas. Sin hacer caso de lamentos ni protestas, Tom se llevó a su sudorosa banda por la pista de baile en busca de un merecido refrigerio.
La gente empezó a deambular por la pista y, a los pocos instantes, llegó un apetitoso aroma a tocino frito y café, que recordó a los invitados que hacía horas que no comían, y se inició un éxodo general en busca de alimento sólido. Pero, cuando la carpa empezaba a vaciarse lentamente, un joven, espontáneamente o quizá siguiendo instrucciones de Verena, subió al estrado, se sentó al plano y se puso a tocar.
– Virginia… -Ella había empezado a subir la escalera de piedra que conducía a la casa. Al volverse, vio a Conrad-. Ven a bailar.
– ¿No quieres huevos con tocino?
– Después. Esto es muy bueno para perdérselo.
Era bueno. La música suave que recuerda tiempos pasados, restaurantes caros y sofisticados, nightclubs en penumbra y películas sentimentales, que dejan los ojos irritados y una húmeda bola de kleenex en la mano.
Bewitched
«Vuelvo a estar loco, vuelvo a estar hechizado…»
– Está bien -accedió ella.
Virginia se volvió hacia él. Conrad la atrajo hacia sí y apoyó la mejilla en su pelo. Bailaron casi sin moverse ni reparar en las otras parejas que, sucumbiendo a la seducción del romántico piano habían vuelto a la pista.
– ¿Te parece que este chico sabrá tocar The Look of Love?
Ella sonrió para sí.
– Podrías preguntárselo.
– Estupenda fiesta.
– Estoy impresionada por tu manera de bailar las danzas escocesas.
– Si sabes los pasos de una contradanza, imagino que puedes bailar cualquier cosa. Sólo hace falta valor.
– ¿Todavía se baila los sábados por la noche en el country club de Leesport?
– Supongo que sí. Una nueva generación se arrulla en la terraza a la luz de las estrellas.
– Pues nosotros tampoco lo hacemos tan mal en este momento.
Ella le dijo:
– No me voy, Conrad. No tomaré ese avión.
Sintió que la mano de él se movía en su espalda. Era casi una caricia. Ella le miró.
– Ya lo sabías, ¿verdad?
– Sí -admitió él-. Me lo figuraba.