– Las cosas han cambiado. Henry está en casa. Hemos hablado. Todo es distinto. Edmund y yo volvemos a estar juntos. Todo vuelve a ir bien.
– Me alegro.
– Edmund es mi vida. Durante un momento, lo perdí de vista pero ahora hemos vuelto a encontrarnos.
– De verdad, me alegro por ti.
– No es el momento de dejarlo solo.
– Es un hombre con suerte.
– Con suerte, no; especial.
– También es simpático.
– Lo siento, Conrad. Cualesquiera que sean tus sentimientos no quiero que pienses que sólo te he utilizado.
– Creo que nos utilizamos el uno al otro. Los dos encontramos lo que buscábamos. La persona adecuada estaba a nuestro lado en el momento oportuno. Por lo menos para mí, tú fuiste la persona adecuada.
– Tú también eres especial. Eso ya lo sabes, ¿verdad? Y un día encontrarás a alguien. Alguien tan especial como tú. No ocupará el lugar de Mary porque tendrá lugar propio. Y lo llenará porque la vida lo exige. Tienes que recordarlo, por ti y por tu hija.
– Lo recordaré. Una actitud positiva.
– No quiero que sigas estando triste.
– Fuera el Americano Triste.
– ¡No me lo recuerdes! ¡Qué falta de tacto soltarte eso!
– ¿Cuándo volveremos a vernos?
– Pronto. Edmund y yo iremos a los Estados Unidos dentro de poco. Entonces, volveremos a vernos.
Ella apoyó la cabeza en su hombro.
«Embrujada, inquieta y confusa estoy…». Del piano salieron las últimas notas de la canción.
– Te quiero -dijo él.
– Yo también -contestó Virginia-. Ha sido hermoso.
Noel volvía a Corriehill. Por la ventanilla entraba el viento mientras el “Golf” circulaba por la montaña sin excesiva prisa. Noel saboreaba la paz que le deparaba aquella soledad. Aprovechaba aquel pequeño respiro para poner en orden sus pensamientos y también para divagar. Al salir de Croy pensó en poner una cassette, pero desistió porque lo que deseaba en aquel momento era silencio. Además, parecía casi una blasfemia turbar el silencio de la noche con el estrépito del rock.
El campo estaba oscuro, desolado y casi deshabitado. No obstante, Noel tenía la extraña sensación de que su paso era observado. Estas eran tierras viejas. Las cumbres que se recortaban en el cielo tenían aquellas formas desde el principio de los tiempos y, probablemente, el paisaje no había cambiado desde hacía cientos de años.
Delante de él, la estrecha carretera seguía serpenteando. Seguía el recorrido de un viejo camino, que había sido trazado respetando los lindes de alguna granja y rodeando el muro de piedra de la parcela de algún pequeño campesino. Ahora, las tierras eran de otros y por allí pasaban los tractores y los camiones de la leche, pero la carretera aún se retorcía, subía y bajaba como siempre, sin motivo aparente.
Incapaz de vencer la sensación de que alguien lo observaba, Noel pensó en aquellos viejos labradores que tenían que medir sus fuerzas con un clima cruel, un entorno agreste, un suelo árido, hincando el arado en una fina capa de tierra, cortando con la hoz una cosecha exigua, arrostrando la ventisca para ir en busca del rebaño y recogiendo turba para usarla como combustible. Imaginó a uno de aquellos hombres haciendo el mismo camino que él recorría ahora, regresando a casa por el valle desierto, quizás a caballo pero, más probablemente a pie, subiendo la cuesta con el cuerpo doblado contra el viento del Oeste. Entonces debía de parecer muy largo el camino y los esfuerzos para la supervivencia, infinitos.
Inimaginables penalidades de una existencia precaria. En el siglo XX, en que se da por descontado no ya lo necesario, sino también lo superfluo, Noel no sólo no había tenido nunca que enfrentarse al problema de la supervivencia, sino que ni siquiera había llegado a planteárselo. En comparación, sus propias dudas parecían tan insignificantes, que hasta se sintió ridículo por su trivialidad.
Y, sin embargo, era su vida. Sólo tienes una vida le había dicho Pandora. No hay una segunda oportunidad. Si dejas que algo realmente bueno se te escape entre los dedos, lo habrás perdido para siempre.
Esto volvía a llevarle a Alexa. Alexa es oro. Pandora tenía razón y él lo sabía. Si tienes que herirla, hazlo ahora… Era la vieja Vi, sentada en la montaña que dominaba el lago, abriéndole su corazón.
Pensó en Vi, en Pandora, en los Balmerino y en los Aird. Todos ellos, juntos, constituían una forma de vida que nunca había conocido. Familia, amigos, vecinos; interdependientes y preocupados unos por otros. Pensó en Balnaid y, una vez más, fue consciente de la irracional convicción de que formaba parte de aquello.
Alexa era la clave.
Ahora, de improviso, intervino su madre en la discusión. La felicidad consiste en saber aprovechar lo que tienes. La voz firme y grave de Penélope sonaba con claridad en su cabeza, sin admitir réplica, dictando la ley, como siempre que algo la afectaba.
¿Y qué tenía él?
La respuesta era dolorosamente simple. Una muchacha. Una muchacha sencilla y no muy hermosa. En realidad, la antítesis de todas las mujeres que había habido antes en su vida. Una muchacha enamorada. No locamente enamorada, acosándole con exigencias; pero con un amor constante, como una llama fija. Recordó los últimos meses vividos con Alexa en la casa de Ovington Street y una serie de imágenes desfilaron espontáneamente por su cabeza sorprendiéndole. Porque, por alguna razón, su subconsciente no le sugería ninguna de aquellas riquezas que habían captado su atención aquella primera noche, ya tan lejana, en la que Alexa le había invitado a pasar para tomar una copa: cuadros, muebles, libros o porcelana; ni los artísticos pies de plata para las botellas de cristal tallado del aparador, ni los dos faisanes de plata que adornaban la mesa. Lo que veía eran objetos sencillos y domésticos: un frutero lleno de manzanas, un pan recién salido del horno, un jarro de tulipanes, un rayo del sol de la tarde en los peroles de cobre de la cocina.
Y las demás cosas que habían compartido. Kiri Te Kanawa en el Convent Garden, la Tate Gallery un domingo por la mañana, un almuerzo en San Lorenzo. La cama. Recordó la sensación de paz que experimentaba al regresar a casa por la noche y entrar en Ovington Street sabiendo que ella estaba allí, esperándole.
Esto era lo que tenía. Alexa. Allí. Esperándole. Y era todo lo que él quería. Todo lo que le importaba. Entonces, ¿por qué diablos dudaba? ¿Qué buscaba? De pronto, estas preguntas se le antojaron tan insignificantes que ni siquiera se molestó en buscar respuesta.
Porque la perspectiva de un futuro sin ella era inimaginable.
Entonces, comprendió que había dejado atrás la encrucijada, que ya estaba comprometido, para lo bueno y para lo malo, hasta que la muerte nos separe. Pero las palabras solemnes ya no le asustaban. Experimentó una insólita e inesperada sensación de culminación y euforia.
Y de urgencia. Ya no había razones para esperar. Sentía una impaciencia nueva. Bastante tiempo había perdido ya. Aspiró profundamente y pisó el acelerador. El motor respondió y el coche ascendió rápidamente por la carretera de Corriehill.
Su madre todavía andaba por allí.
– Está bien -dijo-. Ya te he oído. Me has convencido. Allá voy. -Lo dijo en voz alta y el viento cogió de su boca las palabras y las lanzó detrás de él-. ¡Allá voy!
Se lo decía a las dos. A su madre muerta y a su amante viva.
Los invitados empezaron a desfilar. A lo lejos se veían los faros de los coches, que se alejaban de Corriehill entre las hileras de árboles y cruzaban las altas verjas. Cuando subía la avenida hacia la casa, Noel se cruzó con un par de coches. En la ancha avenida había espacio y tiempo para bromear. Se oyeron jocosos comentarios sobre el presunto retraso de Noel y afirmaciones de que mejor tarde que nunca.
Era evidente que los que salían se habían divertido.
Puesto que ya había empezado el éxodo, Noel no se molestó en aparcar abajo, en el campo, sino que dejó el coche a un lado del paseo, frente a la puerta principal. Cuando subió las escaleras, un matrimonio mayor salía de la casa y él les sostuvo la puerta. El hombre le dio cortésmente las gracias y las buenas noches y ofreció el brazo a su esposa para ayudarla a bajar. Noel los siguió con la mirada mientras ellos bajaban las escaleras con precaución charlando animadamente. Les oyó reír. Viejos, quizás, pero se habían divertido, lo habían pasado bien y ahora volvían a casa juntos. Pensó nuevamente: hasta que la muerte nos separe. Y, al fin y al cabo, la muerte no era más que una parte de la vida y era la parte viva lo que importaba.