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Demasiado tarde. Ya estaba roto. El lavabo se llenó de cristales y el olor del precioso y dorado perfume casi la anestesió…

Rayos.

No importaba. No valía la pena intentar limpiar el desastre porque sólo conseguiría destrozarse los dedos. Por la mañana. Mañana por la mañana, Isobel se encargaría de ello.

Metió el frasco de píldoras en el bolsillo del abrigo de visón, y después de apagar cuidadosamente todas las luces, cerró la puerta del dormitorio y bajó al salón. Accionó el interruptor principal y la enorme lámpara de cristal que colgaba del centro del techo se encendió con mil fulgores. También aquí el fuego estaba casi consumido, pero la habitación se mantenía caliente, con su ajado ambiente familiar, sus paredes de damasco rojo, los retratos y los cuadros que Pandora había visto allí toda la vida. Los maltratados sillones y sofás. Los almohadones que no hacían juego, el pequeño reposapiés de terciopelo verde en el que se sentaba de niña mientras su padre le leía en voz alta, antes de que se acostara. Y el piano. Por la noche, mamá solía tocar el piano y Pandora y Archie cantaban viejas canciones. Canciones escocesas. Canciones que hablaban de lealtad, amor y muerte… Casi todas terriblemente tristes.

«Riberas y prados del dulce Doon,

¿cómo podéis florecer con tanta belleza y fragancia…?»

Qué gusto, poder tocar como tocaba mamá. Pero Pandora se cansó pronto de las lecciones y su madre, siempre tan condescendiente, consintió en que las dejara. Y nunca aprendió a tocar el piano.

Otra pena que sumar a las demás. Otro placer perdido. Se acercó al piano, levantó la tapa y, con el índice, atascándose, fue pulsando las notas:

«Va mucho, mucho tiempo

de mayo a diciembre

pero los días se acortan…»

Nota equivocada, prueba otra vez.

«…se acortan

cuando llega septiembre.»

No era una gran interpretación.

Cerró el piano, salió del salón, cruzó el vestíbulo y entró en el comedor. Aquí había más restos. La mesa seguía puesta, con las tazas de café vacías, las copas de oporto, las servilletas arrugadas, unos envoltorios de bombones, el humo de los habanos. El aparador estaba lleno de botellas y Pandora encontró una que todavía contenía tres cuartos de champaña, en la que Archie había puesto un tapón hermético a fin de conservarlo para otra ocasión. Con la botella en la mano, volvió al vestíbulo y salió por la puerta principal.

El “Land Rover” de Archie esperaba. Se sentó al volante. El interior del vehículo estaba sucio y olía mal. Nunca lo había conducido y tardó unos momentos en averiguar el funcionamiento del arranque, el cambio de marchas y las luces. Pero por fin lo descubrió y, sólo con las luces de posición encendidas, el viejo motor empezó a zumbar y el vehículo se puso en marcha.

Bajó por la avenida, entre las oscuras masas de los rododendros, cruzó el portillo de los rebaños y torció a la derecha en dirección a la montaña. Conducía muy despacio, con precaución, escudriñando el terreno al resplandor de las pequeñas luces de posición, como si caminara de puntillas. Pasó por la granja, los establos, la casa de Gordon Gillock… Temía que el ruido del coche pudiera despertar a los perros de Gordon, que empezarían a ladrar haciendo acudir a su amo. Pero no fue así.

Entonces, encendió las luces largas y pudo acelerar. El camino era accidentado pero ella lo conocía palmo a palmo. Llegó a la cerca de los ciervos, con su alto portón, el último obstáculo. Paró el coche, puso el freno de mano y dejando el motor en marcha se apeó y fue a abrir. Le costó correr el pestillo porque estaba oxidado, pero al fin lo consiguió y las verjas, provistas de contrapeso, se abrieron solas. Volvió a subir al “Land Rover”, pasó la puerta y repitió la operación a la inversa, cerrando la verja y pasando el pestillo.

Ya estaba libre. No tenía nada que temer. No tenía por que preocuparse. El “Land Rover” subía bamboleándose por el áspero camino, apuntado al cielo con los faros. El aire fresco y cargado de humedad que entraba por los mal ajustados cristales refrescaba sus mejillas.

A su espalda, el mundo descendía, se hacía más pequeño, infinitesimal, insignificante. Las montañas parecían cerrar filas, atrayéndola hacia sí como unos brazos consoladores. Era la tierra de Pandora. La había llevado en el corazón durante todos aquellos años perdidos y ahora volvía para quedarse. Esta era la realidad. La oscuridad, la sensación de formar parte de todo ello, cálida, segura y consoladora como el seno materno.

– Vosotras sois mi seno materno -dijo a las montañas-. Vuelvo al seno materno.

Empezó a cantar:

«Riberas y prados del dulce Doon,

¿cómo podéis florecer con tanta belleza y fragancia…?»

Su voz, fina, cascada y desafinada, sonaba tan solitaria como el grito del zarapito. Demasiado soso. Algo más alegre.

«Y el gato negro se meó en el ojo del gato blanco.

Y el gato blanco dijo “Canastos“.

Perdón, caballero, si me he meado en su ojo.

Es que no sabía que venía detrás.»

Tardó en llegar al lago, pero el tiempo no importaba porque ya no había prisa, ni angustia, ni urgencia, ni pánico. Todo estaba previsto, no había olvidado nada. Los hitos familiares iban quedando atrás. Uno de ellos era la hondonada. Pensó en Edmund y, casi en seguida, dejó de pensar en él.

Por fin, acabaron las sacudidas, el terreno se niveló, las ruedas del “Land Rover” se deslizaron suavemente sobre la hierba rala y comprendió que había llegado al lago.

A la luz de los faros, vio las aguas oscuras. La otra orilla era invisible, se confundía con el páramo. Distinguió la sombra de la cabaña y la pálida media luna de la playa de guijarros.

Paró el motor, apagó los faros, cogió la botella de champaña y saltó a la hierba. Los tacones de sus sandalias se hundían en el terreno blando y el aire era muy frío. Se arrebujó en el abrigo y se quedó escuchando el silencio unos momentos. Entonces oyó el murmullo del viento, el chapoteo del agua en las piedras y el lejano suspiro de los altos pinos que crecían al otro extremo de la presa.

Pandora sonrió porque todo seguía como siempre. Se acercó a la orilla y se sentó en la hierba, detrás de la pequeña playa. Dejó la botella de champaña a su lado, sacó el frasco del somnífero, desenroscó el tapón y lo vació en la palma de la mano. Había muchas. Se las metió en la boca.

La textura y el sabor le produjeron arcadas y un escalofrío. Imposible masticarlas o tragarlas. Cogió la botella, la destapó, se la llevó a los labios y tragó todo lo que tenía en la boca. El vino todavía burbujeaba. Lo importante era no empezar a vomitar. Bebió más champaña y se enjuagó la boca como si acabara de sufrir una torturadora sesión de dentista.

La asaltó un pensamiento divertido. Que finura, con champaña. Era como intoxicarse con una ostra o ser atropellado por un “Rolls Royce”. ¿Y qué otra cosa era fina? Le habían contado que la madre de un conocido había muerto de un ataque al corazón en el departamento de comestibles de unos grandes almacenes. Probablemente, la habrían amortajado en… Empezó a divagar. Realmente, no había tiempo para quedarse allí sentada pensado en la pobre señora.

… La habían amortajado y colocado detrás de los tarros de lengua de alondra en aspic… Se detuvo para quitarse las sandalias y al enderezar el cuerpo notó que se le iba la cabeza, como si le hubieran dado un golpe en la nuca. No hay tiempo que perder, se dijo con ansiedad. Se quitó el abrigo, lo tiró al suelo y recorrió la poca distancia que la separaba del lago. Los guijarros se le clavaban en la planta de los pies, pero era un dolor lejano, como si lo sufriera otra persona.

El lago estaba frío, pero no más frío que en otros tiempos, en otros veranos, en otros baños de medianoche. Aquí la orilla formaba altos escalones. Un paso y el agua llegó a los tobillos, otro paso y hasta la rodilla. La gasa del vestido pesaba al mojarse. Otro paso. Y otro, y ya estaba.