Al perder pie, se echó hacia delante y el agua se cerró sobre ella. Sacó la cabeza, jadeando y aspirando. El pelo se le pegaba a los hombros. Entonces empezó a nadar, pero tenía los brazos muy débiles y la falda se le enredaba a las piernas. Con una fuerte sacudida, tal vez pudiera liberarse. Pero estaba muy cansada… siempre cansada… para hacer el esfuerzo.
Era mejor dejarse llevar por el agua. Ahora las montañas estaban borrosas pero las sentía cerca y era un consuelo.
Siempre cansada. «Cerraré los ojos un momento». Vio con grata sorpresa el cielo lleno de estrellas. Echó atrás la cabeza para contemplarlas y las aguas oscuras se cerraron sobre su cara.
11
Eran las cinco y media de la mañana cuando Archie Balmerino miró el reloj y al ver la hora se levantó de mala gana de la butaca en la que estaba sentado tomando plácidamente su último whisky de malta y charlando con el joven Jamie Ferguson Crombie.
La fiesta había terminado. No había ni rastro de Isobel ni del resto de su grupo. Todos se habían ido a casa y la carpa estaba desierta. Sólo de la discoteca seguía emanando música y, al pasar, observó que había dos o tres parejas balanceándose en la oscuridad como si durmieran de pie. Ni se veía tampoco a los anfitriones. Se oían voces en la cocina y Archie pensó en ir en busca de Verena pero en seguida desistió. Era hora de irse a casa. Después del desayuno, le escribiría una postal con su más efusivo agradecimiento.
Salió de la casa. Bajó las escaleras y se encaminó al aparcamiento. Ya clareaba. Pronto amanecería. Pensó que tal vez no encontraría medio de transporte esperándole. Si los otros habían regresado cada uno por su lado, podían haber olvidado a Archie dejándole apeado. Pero en seguida vio el minibús de Isobel, solo en medio del campo. Isobel no le había olvidado y se sintió lleno de amor y gratitud hacia ella.
Salió de Corriehill. Las guirnaldas luminosas estaban apagadas. Archie notaba que estaba un poco bebido pero, sin saber exactamente por qué, se sentía muy despejado. Conducía despacio, con precaución, pensando que si por casualidad lo paraba la Policía, no tenía la menor posibilidad de engañar al alcoholímetro.
Aunque, si encontraba a un policía, probablemente sería el joven Bob McCrae de Strathcroy y denunciar al señor de Croy, por conducir en estado de embriaguez, sería lo último que desearía Bob.
Eso estaba muy mal; pero era uno de los privilegios de la aristocracia local, reflexionó cínicamente.
Había sido una bonita fiesta. Se había divertido. Había visto a muchos viejos amigos y hecho muchos amigos nuevos. Había bebido un whisky excelente y había desayunado espléndidamente huevos, tocino, salchichas, pudding negro, setas, tomate y tostadas. Y también café. Por ello, sin duda, se sentía ahora tan despejado y satisfecho.
Sólo se había perdido el baile. Pero le había producido una gran satisfacción contemplar algunas danzas y escuchar la vibrante música. Sólo se sintió un poco triste cuando tocaron El duque de Perth. Era la pieza que se bailaba tradicionalmente con la mujer, y le había resultado un poco mortificante ver a otro haciendo girar en el aire a Isobel. Pero no importaba, ellos dos habían dado un par de vueltas por la discoteca y había sido muy romántico y muy agradable bailar con las caras juntas, como antaño.
El sol empezaba ya asomar cuando Archie entró en el camino de Croy y empezó a subir la cuesta. La explanada estaba vacía. No vio el “Land Rover". El bueno de Jeff lo habría llevado al garaje.
Salió del minibús y entró en la casa. Estaba físicamente cansado y le dolía atrozmente el muñón, como siempre que permanecía mucho rato apoyado en él. Subió la escalera despacio, amarrándose a la barandilla. Encontró a Isobel profundamente dormida. En el suelo había un reguero de prendas, zapatos y ropa interior. El hermoso vestido azul oscuro estaba abandonado en el sofá, al pie de la cama; las alhajas, en el tocador y el bolso, en una silla. Archie se sentó en la cama y la contempló. No se había quitado el rimel de las pestañas y tenía el pelo revuelto. Le dio un beso. Ella no se movió.
La dejó dormir, entró en su vestidor y, lentamente, se desnudó. Pasó al baño y abrió los grifos de la bañera. El agua caliente llenó el aire de vapor. Archie se sentó en la tapa del water, se soltó el arnés de la pierna artificial y la dejó en la alfombra. Después, con una técnica perfeccionada a lo largo de los años, se introdujo en el agua caliente.
Estuvo mucho rato en el baño, abriendo el grifo cada vez que el agua empezaba a enfriarse. Se enjabonó, se afeitó y se lavó el pelo. Pensó en meterse en la cama pero no lo hizo. Puesto que ya era de día, valía más seguir de pie.
Al poco rato bajó a la cocina con un viejo pantalón de pana y un jersey de cuello vuelto de mucha edad y mucho abrigo. Los perros le esperaban, preparados para su paseo matinal. Archie puso el cacharro al fuego. Cuando volviera, tomaría una taza de té. Cruzó el vestíbulo y abrió la puerta principal para que salieran los perros. Los animales echaron a correr hacia la hierba por la explanada, olfateando a los conejos que habían correteado por allí durante la noche. Archie los siguió con la mirada desde lo alto de la escalera. Las siete y el sol empezaba a subir. Una mañana de nácar, con apenas una nubecilla flotando por el Oeste. Los pájaros cantaban y en aquella quietud se podía oír hasta el motor de un coche que arrancaba en el fondo del valle y se alejaba por el pueblo.
Otro sonido. Pasos que se acercaban por la grava, procedentes del portillo de los rebaños. Se volvió y, con sorpresa, vio acercarse la figura inconfundible de Willy Snoddy, con su perro pegado a los talones. Willy, tan desastrado como siempre, con su gorra, su pañuelo al cuello y la vieja chaqueta de los grandes bolsillos de furtivo.
– Willy -Archie bajó las escaleras para ir a su encuentro-. ¿Qué haces? -pregunta superflua, porque sabía perfectamente que a aquellas horas de la mañana Willy siempre hacía lo mismo, y no era nada bueno.
– Yo… -El viejo abrió la boca y volvió a cerrarla. Sus ojos encontraron la mirada de Archie y la rehuyeron-. Yo… yo estaba arriba, en el lago… Yo y el perro. Yo…
Se había atascado.
Archie esperó. Willy hundió las manos en los bolsillos y volvió a sacarlas. Y entonces el perro empezó a aullar. Willy le dio un golpe en la cabeza, con un juramento, pero Archie sintió un escalofrío y tensó los músculos con un terrible presentimiento.
– Bien, ¿qué ocurre? -preguntó, secamente.
– Yo estaba arriba, en el lago…
– Eso ya me lo has dicho.
– Sólo para una trucha o dos… -Pero no era eso lo que Willy había venido a decir-. El “Land Rover” estaba allí. Y el abrigo de piel de la señora…
Entonces, Willy hizo algo insólito. En instintiva y conmovedora señal de respeto, se quitó la gorra. La retorció entre las manos. Archie nunca le había visto descubierto. La gorra de Willy formaba parte de su estampa y se decía que hasta dormía con ella. Vio que era un poco calvo y que su pelo, pobre y blanco, apenas le cubría el cráneo. Sin su canallesca gorra, el furtivo parecía desarmado. Ya no era el desaprensivo que merodeaba con los bolsillos llenos de hurones, sino un viejo rústico ignorante y desconcertado que buscaba palabras para decir lo indecible.
– Lucilla.
La voz venía de muy lejos, Lucilla decidió no hacer caso.
– Lucilla.
Una mano la sacudió suavemente por el hombro.
– Lucilla, cariño…
Su madre. Lucilla gimió, hundió la cara en la almohada y despertó lentamente. Permaneció quieta un momento, se volvió boca arriba y abrió los ojos. Isobel estaba sentada en el borde de la cama, con la mano en el hombro de Lucilla, cubierto con su camiseta.
– Cariño, despierta.
– Estoy despierta -musitó Lucilla. Bostezó, se desperezó y parpadeó-. ¿Por qué me despiertas? -preguntó, con resentimiento.