Conservar Croy, vivir allí contra viento y marea, era lo que más importaba. Hicieron planes optimistas. Archie pediría la baja del Ejercito y, mientras fuera lo bastante joven, buscaría un empleo. Pero, antes de que pudiera solicitar la baja, debía ir con su regimiento a Irlanda del Norte.
El regimiento volvió al cabo de cuatro meses, pero Archie no regresó a Croy hasta ocho meses después e Isobel tardó unos ocho días en comprender que, por el momento, no se podía pensar en buscar trabajo. Durante largas noches de insomnio, caviló sobre sus problemas.
Pero tenían amigos, especialmente, Edmund Aird. Al advertir la gravedad de la situación, Edmund se instaló en la casa y tomó las riendas de todo. Fue Edmund quien encontró colonos para la granja y Edmund quien se hizo cargo del páramo de los faisanes. Ayudado por Gordon Gillock, el guarda del coto, se encargó de quemar el brezo, de conservar los puestos de tiro y lo arrendó a un grupo de empresarios del Sur, conservando una licencia para sí y media para Archie.
Para Isobel fue un gran alivio verse libre por lo menos de una parte de sus responsabilidades, pero los ingresos seguían siendo un problema acuciante. Quedaba un poco de capital de la herencia, pero estaba invertido en acciones y obligaciones, y era todo lo que Archie podía legar a sus hijos. Isobel poseía algún dinero propio, pero ni sumándolo a la pensión del Ejercito y al subsidio de invalidez de Archie daba para mucho. Los gastos de mantenimiento de la casa y comida y vestido de la familia eran causa de constante preocupación, por lo que la proposición de Verena, aunque al principio le causó cierto reparo, en realidad resultó providencial.
– Vamos, Isobel. Tú puedes hacer eso con los ojos cerrados.
Isobel no decía que no. Al fin y al cabo, estaba acostumbrada a llevar la casa y a tener invitados. En tiempos del padre de Archie siempre había forasteros para las partidas de caza y los bailes de septiembre. Durante las vacaciones escolares, Croy se llenaba de amigos de los chicos, y no había Navidad ni Pascua en que familias enteras no fueran a pasar las fiestas con los Balmerino.
Comparado con esto, lo que Verena proponía no parecía difícil. No le ocuparía más que dos días a la semana durante cuatro meses entre primavera y verano. Tampoco era tan fatigoso. Y quizás el ir y venir de la gente resultase un aliciente para Archie. Colaborar en atenderlos le distraería y le remontaría la moral, que falta le hacía. Lo que Isobel no imaginaba y descubrió con dolor es que una cosa era hospedar en casa a los amigos y otra, atender a huéspedes de pago. Con estos no se puede ni discutir, ni permanecer en amigable silencio. Ni dejar que se metan en la cocina a pelar patatas o preparar una ensalada. La diferencia era que pagaban. Eso situaba la hospitalidad en un plano diferente, ya que se suponía que todo tenía que ser perfecto. La gira no era barata y, como Verena no se cansaba de repetir virtuosamente, bien había que dar algo a los clientes a cambio de sus dólares.
Había unas hojas de normas que se repartían a las anfitrionas. Cada dormitorio debía tener su cuarto de baño, a poder ser contiguo. Las camas debían estar provistas de mantas eléctricas y las habitaciones de calefacción central. También, a poder ser, debía existir calefacción suplementaria… preferentemente una chimenea con fuego real o, en su defecto, eléctrica o a gas. En los dormitorios se colocarían flores frescas. (Al leer aquello Isobel se sublevó. ¿Por quién la tomaban? Ella nunca había puesto a un invitado en un dormitorio que no tuviera un ramo de flores frescas en el tocador.)
Había otras normas acerca del desayuno y la cena. El desayuno debía ser sano y abundante e incluir zumo de naranja, café y té. Por la noche había que dar un cóctel y, con la cena, vino. La cena tenía que ser de etiqueta y consistir en tres platos como mínimo, servidos en mesa provista de velas, cristalería y cubertería y adornos de plata, y sería seguida de café y sobremesa. Podían ofrecerse otras diversiones, por exóticas que pareciesen. Un poco de música…¿quizá gaitas…?
Los viajeros esperaban en el salón. Verena abrió la puerta briosamente.
– Siento haber tardado tanto. Precisaba concretar un par de detalles -les dijo con su mejor voz de presidenta de comité que no admitía replica-. Aquí les traigo a su anfitriona, que les conducirá a Croy.
El salón de Corriehill era grande, luminoso, de paredes claras, y se usaba poco. Hoy, no obstante, a causa de lo inclemente del tiempo ardía un pequeño fuego en el hogar y a su alrededor, sentados en butacas y sofás, estaban los cuatro americanos. A fin de entretener la espera, habían encendido la televisión y contemplaban un partido de cricket con absoluta perplejidad. Con un ligero sobresalto, se levantaron y se volvieron sonrientes, mientras uno de los hombres se inclinaba y apagaba el televisor.
– Ahora, las presentaciones. Mr. y Mrs. Hardwicke y Mr. y Mrs. Franco, les presento a Lady Balmerino, que será su anfitriona durante los dos próximos días.
Mientras les estrechaba la mano, Isobel comprendió lo que había querido decir Verena al describir a los huéspedes de aquella semana como un poco más vigoroso de lo habitual. Al parecer no se sabía por que razón, las “Giras por Tierras de Escocia” atraían a clientes de edad muy avanzada, algunos de los cuales, además de muchos años, tenían también muchos achaques, en seguida se quedaban sin aliento y les flaqueaban las piernas. Aquellos dos matrimonios, empero, eran prácticamente de mediana edad. Tenían el pelo gris, sí, pero parecían rebosantes de energía y exhibían un bronceado envidiable. Los Franco eran de pequeña estatura y Mr. Franco lucía una gran calva, mientras que los Hardwicke eran altos, musculosos y delgados, como si se pasaran la vida al aire libre haciendo mucho ejercicio.
– Siento haberme retrasado un poco -se oyó decir Isobel, aunque sabía perfectamente que no era así-. Pero podemos salir cuando ustedes quieran.
Ellos ya querían. Las señoras cogieron sus bolsos y sus flamantes impermeables “Burberry” y el pequeño grupo cruzó el vestíbulo y salió al porche. Mientras Isobel abría las puertas traseras del minibús, los dos hombres cruzaron la explanada de grava transportando las pesadas maletas y la ayudaron a cargarlas. (También aquello era una novedad. Generalmente, ella y Verena tenían que encargarse solas del acarreo.) Cuando el equipaje estuvo a bordo, Isobel cerró y aseguró las puertas. Los Hardwicke y los Franco se despidieron de Verena.
– A ustedes, señoras, las veré mañana. Y a los señores, que les vaya bien el golf. Les encantará Gleneagles.
Abrieron las puertas y subieron todos al minibús. Isobel se sentó al volante, se abrochó el cinturón, hizo girar la llave del contacto y el coche se alejó.
– Me disculpo por el tiempo. Es como si no hubiera acabado el invierno.
– Pues a nosotros no nos molesta lo más mínimo. Lo sentimos por usted que ha tenido que venir a recogernos con este día. Espero que no le haya resultado mucha molestia.
– Ninguna molestia. Es mi obligación.
– ¿Está muy lejos su casa, Lady Balmerino?
– A unas diez millas. Y me gustaría que me llamaran Isobel.
– Encantados. Yo soy Susan y mi marido, Arnold. Y los Hardwicke, Myra y Joe.
– Diez millas -repitió uno de los hombres-. Es mucho.
– Sí. En realidad, mi marido suele acompañarme en estos viajes. Pero hoy tenía una reunión. Aunque estará de vuelta para el té y entonces le conocerán.
– ¿Lord Balmerino tiene negocios?
– No. No es una reunión de negocios, sino del consejo parroquial. La parroquia del pueblo. Tenemos que recaudar fondos. No es que sea un asunto suyo, pero su abuelo edificó la iglesia y él lo considera una responsabilidad familiar.
Estaba lloviendo otra vez. Los limpiaparabrisas oscilaban. Quizás un poco de conversación distrajera su atención de aquel sombrío panorama.
– ¿Es su primera visita a Escocia?