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– Tengo que bajar a hablar con él.

– Sí. Creo que le vendrá bien un poco de compañía.

– ¿Cuándo volverán papá y Conrad?

– Calculo que sobre las diez y media o las once. También vendrán hambrientos porque no pudieron comer nada antes de irse. Les prepararé algo. Mientras… -Se levantó-. Empezaré a quitar la mesa. Todavía está puesta desde anoche.

– Parece que hace un siglo. ¿Por qué no lo dejas? Jeff y yo lo haremos después o traeremos a Agnes del pueblo…

– No; necesito hacer algo. Las mujeres llevamos a los hombres la ventaja de que, en los momentos terribles como éste, siempre encontramos algo en que ocupar las manos, aunque no sea más que fregar el suelo de la cocina. Lavar las copas y limpiar la plata me vendrá bien…

Cuando Lucilla se quedó sola, saltó de la cama y se vistió. Se puso los tejanos y un jersey. Se cepilló el pelo. Entró en el baño a lavarse los dientes y la cara. Empapó una toallita en agua muy caliente y se la aplicó a los ojos y las mejillas. El calor despejaba la cabeza. Bajó la escalera corriendo.

Jeff estaba a un extremo de la mesa de la cocina, delante de una taza de café y un plato de salchichas y bacón. Cuando ella entró, levantó la vista, tragó lo que tenía en la boca, dejó el cuchillo y el tenedor y se puso de pie. Ella se acercó y él la abrazó. Estuvieron así un rato. Se sentía protegida en aquel abrazo fuerte y cálido, aspirando el olor grato y familiar de la gruesa lana del jersey de Jeff. Del fregadero llegaba el murmullo del agua corriente y el tintineo del cristal. Isobel ya estaba trajinando.

Él no dijo nada. Al fin, se separaron. Ella le miró con una sonrisa de gratitud por su consuelo, acercó una silla y se sentó apoyando los codos sobre la mesa, pulimentada a fuerza de estropajo.

– ¿Quieres comer algo? -preguntó él.

– No.

– Te sentirías mejor con algo en el estómago.

– No podría tragar nada.

– Pues, por lo menos, una taza de café. -Se acercó al fogón, llenó una taza y se la puso delante. Luego, se sentó y continuó comiendo las salchichas.

Ella bebió un sorbo de café.

– Me alegro de que pudiéramos pasar aquellos días con ella -dijo.

– Sí.

– Y de que viniera a casa con nosotros.

– Estuvo muy bien. -Alargó el brazo y cogió su mano-. Lucilla, creo que tengo que marcharme.

– ¿Marcharte? -Ella le miró alarmada-. ¿Adónde?

– Verás, no me parece un momento muy indicado para que tus padres tengan en casa a un extraño.

– Tú no eres un extraño…

– Ya sabes a lo que me refiero. Creo que debo hacer la maleta y marcharme.

– No puedes… -Sólo pensarlo le daba pánico-. No puedes dejarnos a todos… -Lucilla había levantado la voz y él siseó suavemente, consciente de la presencia de Isobel al otro lado de la puerta entreabierta. No deseaba que su anfitriona oyera la conversación. Lucilla bajó la voz y dijo con un susurro furioso-: No puedes dejarme ahora. Ahora, no. Te necesito, Jeff. No podría soportar estas cosas tan terribles. Sola no.

– Tengo la impresión de ser un intruso.

– Eso, ni en broma. Por favor, no te vayas.

Él miró su cara suplicante y cedió.

– Está bien. Si puedo ayudar en algo, me quedaré. Pero, de todos modos debo regresar a Australia a primeros de octubre.

– Sí; eso ya lo sé. Pero ahora no hables todavía de marchar.

– Si quieres, puedes venir conmigo.

– ¿Cómo?

– Digo que, si quieres, podrías venir conmigo. A Australia me refiero.

Lucilla rodeó la taza de café con los dedos.

– ¿Y qué haría yo allí?

– Podríamos estar juntos. Seguir juntos. En casa de mis padres hay mucho sitio. Y sé que estarían encantados de recibirte.

– ¿Y por qué me lo pides ahora?

– Me parece una buena idea.

– ¿Y qué puedo hacer yo en Australia?

– Lo que quieras. Buscar trabajo. Pintar. Estar conmigo. Podríamos buscar una casa para los dos.

– Jeff… No sé que es lo que me pides.

– No te pido nada. Sólo te hago una invitación.

– Pero… no… No es eso, ¿verdad? Tú y yo… tú y yo juntos para siempre, no.

– Pensé que podríamos probar.

– Oh, Jeff. -Lucilla sintió un nudo en la garganta y el escozor de las lágrimas en los ojos, y era ridículo porque no había llorado ni por Pandora. Y ahora se desataba una verdadera inundación, sólo porque Jeff se mostraba cariñoso y le pedía que fuera a Australia con él, y porque ella no pensaba ir, porque no estaba enamorada de él y sabía que él no lo estaba de ella.

– Bueno, bueno, no llores.

Cogió una servilleta de té y se sonó antihigiénicamente.

– Es que estás portándote tan bien. Me gustaría mucho ir contigo. Pero ahora no. Ahora tengo que quedarme aquí. Además, no creo que tú me quieras a tu lado cuando vuelvas a casa. Como si no tuvieras bastantes cosas en que pensar para, encima, tener que ocuparte de mí. Volver a trabajar, reanudar tu vida, instalarte… -Volvió a sonarse y sonrió, llorosa-. Además, me parece que no soy la persona adecuada para ti. Tú necesitas a una australiana bien tostada por el sol y hermosota, con un buen culo y unas buenas tetas…

Él le dio un cariñoso cachete y dijo:

– Eso no tiene ninguna gracia. -Pero sonreía.

– Es la invitación más bonita que me han hecho en mi vida -prosiguió ella-. Y eres el chico más bueno que he conocido. Nos lo hemos pasado muy bien desde París. Y algún día iré a Australia y quiero que me recibas con todos los honores, alfombra roja, confeti y todo lo demás. Pero ahora… y para siempre… no puede ser.

– Si cambias de idea, la invitación sigue en pie…

Había acabado de desayunar, dejó el cuchillo y el tenedor en el plato y los llevó a la pila. En el comedor se oía el aspirador. Jeff cruzó la cocina y cerró la puerta del fregadero, volvió a la mesa y se sentó frente a Lucilla.

– No me gusta preguntar esto y no es asunto mío -dijo-. Pero, ¿Pandora ha dejado alguna carta?

– Sí, para papá. En el escritorio de su cuarto.

– ¿Y en la carta decía que iba a matarse?

– No; al parecer, no.

– ¿Qué piensa tu madre?

– Está demasiado apenada incluso para pensar.

– Entonces, ¿no existe una razón conocida?

– No.

– ¿Y tú que piensas?

– No tengo opinión, Jeff. -El silencio de él la intrigó-. ¿Por qué? ¿Tienes tú alguna?

– He pensado que… recordaba… ¿Te acuerdas de aquel hombre que estaba en su casa cuando llegamos nosotros? ¿Carlos Macaya?

– Carlos. -Aquel hombre simpático y elegante, de modales exquisitos, que llevaba el original reloj-. ¡Claro! -Lucilla no comprendía cómo no lo había recordado antes-. Jeff, ¿tú crees que él puede saber algo?

– Probablemente no. Pero estaba claro que él y Pandora eran íntimos. Quizás ella le hiciera alguna confidencia, le dijera algo que nosotros no sabemos.

Entonces Lucilla recordó la extraña frase que Carlos había pronunciado al despedirse… «Si cambias de idea, avísame.» A la que ella respondió: «No cambiaré.» Lucilla y Jeff habían comentado aquellas frases y sacado la conclusión de que, probablemente, Carlos y Pandora se referían a algo completamente trivial, un partido de tenis o una invitación.

– Sí. Tienes razón. Me parece que eran muy amigos. Probablemente, amantes. Quizás él sepa algo.

– Aunque no sepa nada, siendo tan amigos como eran debería conocer lo ocurrido.

– Sí. -Era una opinión lógica-. Pero, ¿cómo se lo decimos?

– Por teléfono.

– No tenemos su número.

– Pandora debía de tener una agenda… ¿Apuestas a que allí encontramos el número de Carlos Macaya?.

– Sí. Tienes razón. Desde luego.

– Si vamos a llamar, mejor ahora, antes de que regresen tu padre y Conrad y mientras tu madre esta ocupada. ¿Hay algún teléfono desde el que podamos llamar sin que nos molesten?