– No hay ninguno. Salvo, quizás, en la habitación de mamá.
– Usaremos el de la mesita de noche.
– Vamos. -Jeff se puso en pie-. Ahora mismo.
Isobel seguía pasando el aspirador por el comedor. Salieron de la cocina y subieron las alfombradas escaleras. Lucilla le precedió por el pasillo hasta la habitación de Pandora. Entraron y ella cerró la puerta. La habitación estaba revuelta, la cama, arrugada, sembrada de prendas femeninas, y las ventanas abiertas de par en par. El viento hinchaba las cortinas. No obstante, el perfume persistía. El olor a “Poison”.
– No estoy segura de si este olor me gusta o me repele -dijo Lucilla.
– ¿Por qué huele tan fuerte?
– Rompió el frasco en el lavabo. -Miró en derredor, vio la vaporosa negligee encima de la cama, el bolso de noche sobre una silla, el armario lleno de vestidos, la papelera rebosante, el tocador revuelto, los zapatos tirados en la alfombra.
Los zapatos, de cara artesanía española y altísimo tacón, eran, en cierto modo, el recordatorio más personal y conmovedor. Porque no podían ser de nadie más que de Pandora.
Lucilla se negó a enternecerse.
– La agenda -dijo-. ¿Dónde buscamos la agenda?
La encontraron en el escritorio, al lado de la carpeta. Era grande, de piel, con las iniciales de Pandora en oro y el índice de papel florentino. Lucilla se sentó, pasó el dedo por el índice y abrió la agenda por la letra M.
Mademoiselle, boutique
Maitland, Lady Letitia
Mendoza, Felipe y Lucia
Macaya…
Carlos Macaya. Se quedó quieta mirando la pagina. No dijo nada.
Al fin, Jeff preguntó:
– ¿Lo has encontrado?
– Sí.
– ¿Qué pasa?
– Jeff. -Le miró-. Jeff, es médico.
– ¿Médico? -Él frunció el ceño-. Déjame ver.
– Aquí. -Lo señaló-. Macaya, doctor Carlos y Lisa. Lisa tiene que ser su mujer. Jeff, ¿crees que podría ser el médico de Pandora?
– Seguramente. Vamos a verlo. -Miró el reloj-. Las diez y media. deben de ser las doce y media en Mallorca. Llamaremos a su casa. Es sábado. Puede que lo encontremos en casa.
Lucilla se levantó con la agenda en la mano. Salieron de la habitación de Pandora y fueron a la de sus padres, donde en aquella mañana de aturdimiento también estaba la cama sin hacer. El teléfono estaba en la mesita de noche. Jeff encontró la guía y buscó el prefijo de España y Lucilla, cuidadosamente, dígito a dígito, marcó el largo número.
Una espera. Varios chasquidos y zumbidos y, finalmente, la señal. Lucilla recordaba Mallorca a mediodía, el sol, el calor.
– Diga. -Una voz de mujer.
– ¿La señora…? -A Lucilla debió ocurrirle algo en la garganta porque no le salía la voz. Carraspeó y volvió a empezar-. ¿La señora Macaya?
– ¿Sí?
– Perdone, ¿habla usted inglés?
– Un poco. ¿Con quién habló?
– Me llamo Lucilla Blair. -Se esforzaba en hablar despacio y con claridad-. Llamo desde Escocia. ¿podría hablar con su marido?
– Sí, un momento…
La mujer dejó el teléfono. Se oyeron unos pasos que se alejaban por un suelo de mosaico. Lucilla la oyó llamar a lo lejos: «Carlos» y unas frases en español que no entendió. Esperó. Extendió la mano y Jeff se la apretó.
– Habla el doctor Macaya.
– Carlos, soy Lucilla Blair, la sobrina de Pandora Blair. Nos conocimos en casa de mi tía en agosto. Yo venía de Ibiza con un amigo y usted estaba allí tomando el té. ¿Se acuerda?
– Claro que me acuerdo. ¿Cómo estás?
– Bien. Te llamo desde Escocia. Carlos, perdona, pero ¿tú eres el médico de Pandora?
– Sí. ¿Por qué?
– Porque… lo siento mucho, pero tengo que darte una mala noticia. Ella ha muerto.
Él no habló hasta pasados unos instantes.
– ¿Y cómo ha muerto?
– Ahogada. Se tomó un frasco de somníferos y se tiró al lago. Anoche.
Otra pausa, Y Carlos Macaya dijo:
– Ya. -¿Eso era todo lo que tenía que decir?
– No pareces sorprendido.
– Lucilla, estoy desolado por la noticia. Pero no sorprendido. Temía que sucediera esto.
– ¿Por qué?
Se lo explicó.
Isobel, por encima del zumbido del “Hoover“, oyó el “Land Rover” de Archie, que regresaba de Relkirk, el sonido familiar del viejo motor que, tras batallar con la cuesta, entraba en la avenida. Desconectó el aspirador y el zumbido se apagó lentamente. Miró por la ventana y vio pasar el "Land Rover” conducido por Conrad.
Isobel dejó el “Hoover” en medio del comedor y fue a su encuentro. Cruzó la puerta principal y bajó las escaleras hasta la explanada de grava. Los dos hombres se apeaban. Archie cojeaba ostensiblemente, lo que nunca era buena señal. Se dirigió hacia él, lo abrazó y lo besó. Estaba demacrado de cansancio y de frío.
– Ya estáis aquí. Entrad.
Lo cogió del brazo. Subieron las escaleras seguidos por Conrad. Isobel miró al americano y observó que también él mostraba señales de cansancio. Se concentró en cosas prácticas dejando las preguntas para después.
– Debéis de estar cansados y hambrientos. No he preparado nada porque esperaba que llegarais, pero no tardo ni un minuto. Os sentiréis mejor cuando tengáis algo en el estómago.
– Parece una buena idea -asintió Conrad. Pero Archie movió la cabeza.
– Dentro de un momento, Isobel. Antes tengo que llamar por teléfono. Tengo que llamar a Edmund Aird.
– Cariño, eso puede esperar…
– No. -Levantó la mano-. Prefiero hacerlo ahora. Id pasando. Enseguida voy.
Isobel abrió la boca para protestar pero lo pensó mejor y guardó silencio. Archie dio media vuelta y, lenta y penosamente, se alejó por el vestíbulo en dirección a su estudio. Conrad e Isobel lo observaron en silencio. Oyeron cerrarse la puerta.
Se miraron. Isobel dijo:
– Querrá estar solo un rato.
– Es natural. -Conrad llevaba unas botas verdes prestadas y una vieja chaqueta de Archie. Tenía la cabeza descubierta.
Sus ojos estaban llenos de compasión, tras las gafas.
– ¿Ha sido muy horrible? -preguntó ella.
– Sí -respondió él en voz baja-. Muy triste.
– ¿Dónde la encontrasteis?
– Donde dijo Willy, en la compuerta del rebosadero.
– ¿Estaba…? -Ella volvió a probar-. Quiero decir, ¿cuánto llevaba allí?
– Sólo un par de horas.
– Un par de horas. No lo suficiente para que estuviera desfigurada, hinchada… Me alegro de que Willy la encontrara tan pronto. Has sido muy amable acompañando a Archie. No sabes cuanto te lo agradezco.
– Era lo menos que podía hacer.
– Realmente, no hay mucho que hacer, ¿verdad?
– No mucho.
– No. En fin… -El tema estaba agotado por el momento-. Debes tener hambre.
– Sí, pero antes me gustaría quitarme las botas y lavarme las manos.
– Desde luego. Estaré en la cocina.
Lucilla y Jeff habían desaparecido. Habrían salido a dar una vuelta. Isobel sacó la sartén, unas salchichas, el bacón, los tomates y unos huevos. Introdujo pan en la tostadora, hizo café y puso dos cubiertos en la mesa. Cuando Conrad apareció, el desayuno estaba casi listo. Le sirvió una taza de café.
– Bébelo ahora que está caliente mientras frío un huevo. ¿Cómo te gusta? ¿Amarillo por encima?.
– Eso es. Isobel…
Ella se volvió de espaldas al fogón.
– ¿Sí?
– Me parece que debería irme esta misma tarde. Bastante trabajo tenéis vosotros sin gente extraña en la casa.
Ella le miró contrariada.
– Pero yo creía que no te ibas hasta mañana.
– Pediré un taxi que me lleve al aeropuerto de Turnhouse…
– Conrad, por favor, ¿no pensarás que debes marcharte?