– No es momento para visitas.
– Tú no eres una visita. Eres un amigo. Y me disgustaría que pensaras que tienes que adelantar la marcha. Aunque, si es lo que prefieres, lo comprenderé.
– No es que lo prefiera…
– Ya sé, lo haces por nosotros, pero en estos momentos es bueno para nosotros tener amigos en casa. Esta mañana, por ejemplo, ¿qué hubiéramos hecho sin ti? Y estoy segura de que Archie deseará que te quedes. Por lo menos, otra noche.
– Si de verdad lo piensas así, me quedaré.
– Desde luego. Y cuando digo que te considero un amigo, también lo pienso. Cuando llegaste a Croy eras un perfecto desconocido, nadie sabía nada de ti. Y ahora, al cabo de un par de días, me parece que nos conocemos de toda la vida. Espero que vuelvas a vernos más adelante.
– Me gustaría. Gracias.
– Y que traigas a tu hija -sonrió Isobel-. Este es un buen sitio para los niños.
– Ten cuidado. Podría tomarte la palabra.
Isobel rompió el huevo en la sartén con pericia de profesional.
– ¿Cuándo regresas a tu casa, junto a tu hija?
– El jueves
– ¿Virginia se va contigo?
– No. Ahora que Henry ha vuelto a casa, ya no. Anulará el vuelo y telefoneará a sus abuelos para explicárselo. Quizás ella y Edmund vayan en primavera. Y entonces volveremos a vernos.
– Es una desilusión para ella, pero quizá sea preferible así. Es más divertido viajar con el marido. -Se agachó para sacar el plato del horno inferior, agregó el huevo a los manjares que había en él y se lo sirvió a Conrad-. Ahora, abrázate al plato, como dice mi hijo Hamish. -Miró el reloj-. ¿Qué estará haciendo Archie? Me parece que le llevaré una taza de café. No te importa quedarte solo, ¿verdad?
– No; estoy perfectamente. Y este tiene pinta de ser el mejor desayuno que he tomado en mi vida.
– Te lo has ganado -dijo Isobel.
Archie estaba sentado a su escritorio, en su estudio, en el que había sido el sillón de su padre, rodeado de los objetos del anterior Lord Balmerino. La habitación estaba orientada al Oeste por lo que todavía no le daba el sol. En aquel momento, agradecía el silencio y la soledad. Roto de cansancio y de tristeza, trataba de hacer acopio de valor para coger el teléfono, marcar el número de Balnaid y hablar con Edmund Aird.
Desde el momento en que Willy Snoddy consiguió al fin encontrar las palabras para darle la trágica noticia, Archie se hallaba bajo los efectos de una atonía mental que le impedía tomar cualquier iniciativa racional. De algún modo, como un sonámbulo presa de una pesadilla, había hecho lo que sabía que tenía que hacer automáticamente.
Despertar a Isobel para tenerla a su lado, había sido lo primero. Sólo con Isobel podía compartir su dolor. Luego, los dos juntos fueron a la habitación de Pandora, que se encontraba en el desorden característico, como si ella acabara de salir de allí.
Fue Isobel quien abrió las pesadas cortinas y todas las ventanas para expulsar el olor asfixiante del perfume. Fue también Isobel quien vio el sobre en la mesa y se lo dio a Archie.
Y juntos leyeron la última carta de Pandora.
Después, se inició el proceso inevitable y doloroso. Llamar a la policía y esperar la llegada del vehículo oficial y el médico. El largo viaje hasta el lago, subiendo con torturadora lentitud por el escarpado camino. La macabra y desgarradora operación de rescatar el cadáver de su hermana.
Lo irónico del caso era que, por lo visto, él era un caso perdido. Tan pronto había asumido la experiencia de Irlanda del Norte, se veía abrumado por esta nueva tragedia. Ver a Pandora encallada en la compuerta del rebosadero como una muñeca empapada con la cara blanca, el pelo enrollado al cuello como una bufanda de seda, los brazos finos como ramas… la falda del vestido enredada en un amasijo de cañas…
Que maravilloso sería poder borrar para siempre aquella imagen de su cabeza.
Suspiró y se acercó la carta, escrita en el papel grueso de Croy, con las señas grabadas, lleno de la escritura de Pandora, irregular como la de una colegiala. Una leve sonrisa asomó a sus labios al recordar que nunca se había preocupado de aprender nada debidamente y, al final de su vida, apenas sabía escribir.
«Viernes tarde
Querido Archie: Una vez fui a un funeral, y un hombre se levantó y leyó una cosa muy bonita, que decía que los muertos no hacen sino irse a la habitación de al lado y que no hay que estar triste ni desesperado, sino seguir riéndose de los viejos chistes de siempre. Si por casualidad me haces un hermoso funeral cristiano (aunque quizá te enfades tanto que me eches al montón de abono para el jardín) sería bonito que alguien leyera esas palabras para mí…
Dejó la carta y miró la pared de enfrente por encima de las gafas sin verla. Lo curioso era que él conocía bien el pasaje al que Pandora se refería. Lo conocía porque lo había leído en la iglesia durante el funeral de su padre. (Pero Pandora no lo sabía porque no había asistido al funeral.) Y, además, con el deseo de leer bien y no atascarse con la emoción había ensayado la lectura varias veces hasta que, al final, llegó a aprendérsela de memoria.
La muerte no es nada. No cuenta. Sólo me he ido a la habitación de al lado. Nada ha ocurrido. Todo sigue tal como estaba. Yo soy yo y tú eres tú. Y la vida que vivimos juntos con tanto amor permanece intacta, inmutable. Lo que fuimos el uno para el otro seguiremos siéndolo. Llámame con el nombre de siempre. Habla de mí con la naturalidad de siempre. No cambies de tono. No adoptes un aire solemne ni triste. Ríe como siempre reíamos de los chistes que nos gustaban a los dos. Juega, sonríe, piensa en mí. Reza por mí. Deja que mi nombre sea esa palabra amiga que siempre fue. Que sea pronunciado sin esfuerzo, sin que sobre él se proyecte una sombra. La vida significa lo mismo que siempre significó. Sigue siendo lo mismo que fue. Existe una continuidad absoluta e interrumpida. ¿Qué es esta muerte, sino un accidente insignificante?
¿Tengo que estar fuera de tu pensamiento porque esté fuera de tu vista? Sólo me he ido a esperarte, durante un intervalo, a un lugar muy próximo, a la vuelta de la esquina. Todo está bien.
Todo está bien.
Pero el viejo Lord Balmerino no se había quitado la vida.
… Archie, yo siempre fui práctica y sensata y he hecho testamento. Te dejo todo lo que tengo. Debes ponerte en contacto con mi abogado de Nueva York. Se llama Ryan Tyndall, en mi agenda encontrarás su dirección y teléfono. (Es muy amable.) Aunque he gastado el dinero a manos llenas, todavía tiene que quedar mucho en el Banco y también acciones y obligaciones y hasta un paquete de una inmobiliaria de California. Y, naturalmente, está también la casa de Mallorca. Haz con ella lo que quieras, véndela o consérvala. (Fabulosas vacaciones para ti e Isobel) pero, hagas lo que hagas, asegúrate de que a mi querida Serafina y al bueno de Mario no les falte nada.
Me gusta pensar que dedicarás una parte del dinero a convertir en taller los establos o el granero, que te pondrás a fabricar a toda esa gente de madera tan bonita y que la venderás por todo el mundo con buenos beneficios. Sé que puedes hacerlo. Sólo se necesita un poco de empuje. Y, si el aspecto financiero te resulta complicado, estoy segura de que Edmund podrá ayudarte y aconsejarte.
Cariño, siento mucho todo esto. Pero es que, de pronto, las cosas se me han complicado y me exigen un esfuerzo y unas energías para seguir luchando que ya no tengo. Yo nunca supe ser estoica ni valiente.
Ha sido una vida buena y divertida.
Os adoro a los dos y os dejo todo mi cariño.
PANDORA»
«Estoy segura de que Edmund podrá ayudarte y aconsejarte.»
Archie pensó en la otra carta, guardada en un cajón de aquel mismo escritorio. Sacó la llave, abrió el cajón y sacó el arrugado y manoseado sobre de avión, que le había sido enviado a Berlín y que tenía matasellos de 1967.
Extrajo las dos finas hojas de papel, cubiertas por la misma escritura infantil y las abrió.