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Las dos mujeres, alternándose en el uso de la palabra como un dúo que recitara un canon, la pusieron en antecedentes. Los hombres ya habían estado anteriormente, jugando al golf, pero aquella era la primera vez que las mujeres los acompañaban. Y les encantaba absolutamente todo lo que habían visto, y las tiendas de Edimburgo les habían vuelto locas. Llovía, si, pero la lluvia no molestaba. Así podían lucir sus nuevos “Burberrys" y las dos convenían en que la lluvia hacía a Edimburgo tan histórica y tan romántica que no habían tenido dificultad en imaginar a María y a Bothwell cabalgando por el Royal Mile.

Cuando terminaron, Isobel les preguntó de que parte de los Estados Unidos eran.

– De Rye, en el Estado de Nueva York.

– ¿Está en la costa?

– ¡Oh! Claro. Nuestros chicos salen a navegar todos los fines de semana.

Isobel imaginaba la escena. Imaginaba a los chicos, bronceados, despeinados por el viento, rebosantes de vitaminas, de zumo de naranja natural y de salud, deslizándose sobre un mar azul añil bajo una veía blanca como la nieve. Y sol. Cielo azul y sol. Un día sí y otro también, de manera que se podían hacer planes para jugar al tenis, ir de excursión y cenar de barbacoa con la seguridad de que no iba a llover.

Así solían ser los veranos, antes. Los veranos interminables y plácidos de la niñez. ¿Dónde habían ido a parar aquellos días largos y luminosos que olían a rosas, en los que sólo entrabas en casa a las horas de comer y, a veces, ni eso? Nadar en el río, holgazanear en el jardín, jugar al tenis, tomar el té a la sombra de un árbol, porque en cualquier otro sitio hacía demasiado calor. Recordaba picnics en páramos que se achicharraban al sol, en los que no se podía hacer fuego porque el brezo estaba muy seco, y las alondras volaban altas. ¿Qué había sido de su mundo? ¿Qué catástrofe cósmica había transformado aquellos días luminosos en esta interminable sucesión de semanas grises, húmedas y lúgubres?

No era sólo el tiempo, pero el tiempo empeoraba las cosas. Cosas como que a Archie le hubieran volado una pierna o tener que bailarles el agua a unos desconocidos porque pagaban por dormir en tu casa. Y estar siempre cansada, y no poder comprarte un vestido, y preocuparte por las matriculas de Hamish, y echar de menos a Lucilla.

Entonces, se oyó decir a si misma con vehemencia.

– Eso es lo malo de vivir en Escocia.

Durante unos momentos, sus pasajeros guardaron silencio, tal vez sorprendidos por el exabrupto. Luego, una de las mujeres preguntó:

– ¿A qué se refiere?

– ¡Oh! Disculpen. Me refiero a la lluvia. Tanta lluvia llega a cansar. Son unos veranos tan malos…

2

La iglesia presbiteriana de Strathcroy, del credo oficial de Escocia, se erguía imponente, vetusta y venerable en la orilla sur del río Croy. Se llegaba a ella desde la carretera principal que atravesaba el pueblo, por un puente de piedra curvado, y su entorno era auténticamente pastoral. La margen en la que se asentaba descendía suavemente hasta el agua y en aquellos prados se celebraba, en septiembre, el festival de Strathcroy. El cementerio, a la sombra de un haya gigantesca, estaba lleno de lapidas erosionadas y ladeadas. Un camino verde de hierba iba desde las tumbas hasta las puertas de la rectoría. La rectoría era maciza y espaciosa, había sido edificada para dar cobijo a las numerosas familias de los antiguos párrocos y estaba rodeada de un huerto envidiable, repleto de retorcidos pero productivos frutales y anticuadas rosas que florecían protegidas por una alta pared de piedra. Todo estaba primorosamente cuidado y exhalaba un aire de temporalidad, de doméstica seguridad y de piadoso recogimiento.

En contraste, la pequeña iglesia episcopaliana se acurrucaba al otro lado del puente como una prima pobre, totalmente a la sombra, literal y metafóricamente, de su rival. La carretera principal pasaba muy cerca, y entre la iglesia y la carretera había una franja de césped que el reverendo Julian Gloxby, el rector, cortaba cada semana. Un sendero ascendía hasta la parte trasera de la iglesia y la rectoría. Ambas estaban encaladas y eran de pequeñas proporciones. Sobre la iglesia se alzaba un pequeño campanario con una sola campana y un pórtico de madera abrazaba la puerta principal.

El interior era igualmente modesto. Ni elegantes bancos, ni suelo embaldosado, ni reliquias históricas. Una raída alfombra de lana cubría los escalones del altar y un armonio asmático hacía las veces de órgano. Siempre olía un poco a humedad. La iglesia y la rectoría habían sido levantadas a principios de siglo por el primer Lord Balmerino y donadas a la diócesis, junto con una pequeña dote para su mantenimiento. Las rentas de la dote se habían reducido a nada hacía tiempo, la congregación era escasa y el consejo parroquial sufría de una crónica falta de recursos.

Descubrir que la instalación eléctrica era, no ya defectuosa, sino francamente peligrosa, fue la ultima gota. Pero Archie Balmerino reunió a sus pequeñas huestes, presidió comités, visitó al obispo y consiguió una asignación. Sin embargo, aún faltaban fondos. Se discutieron varías sugerencias que fueron, finalmente, desechadas. Al fin se decidió echar mano del viejo recurso del bazar. Se celebraría en julio, en el Ayuntamiento. Se organizarían puestos de prendas de vestir, de plantas y hortalizas, de objetos de regalo o artesanía y, cómo no, casetas de té.

Se nombró el comité correspondiente, que aquella lluviosa tarde de junio se había reunido alrededor de la mesa del comedor de Balnaid, residencia de Virginia y Edmund Aird. A las cuatro y media, la reunión había terminado, después de tomar varios acuerdos y elaborar planes modestos, como la confección de carteles llamativos, la organización de una rifa y hacer acopio de tablas y caballetes para las mesas.

El rector y Mrs. Gloxby y Toddy Buchanan, dueño del hostal de Strathcroy Arms, ya se habían despedido y habían marchado en sus respectivos coches. Dermot Honeycombe no había podido asistir por tener trabajo en su tienda de antigüedades. En su ausencia, se le encargó del puesto de objetos de regalo.

Quedaban ya sólo tres personas. Virginia y Violet, su suegra, estaban sentadas a un extremo de la larga mesa de caoba y Archie Balmerino, al otro. En cuanto se marcharon los demás, Virginia se dirigió a la cocina a preparar te y lo sirvió en una bandeja, sin ceremonia alguna. Tres tazones, una tetera de barro, una jarra de leche y un azucarero. La infusión resultó reconfortante y se agradeció. Era grato poder relajarse tras la minuciosa discusión y saborear unos momentos de intimidad entre la familia y los viejos amigos. Comentaron todavía los planes para el bazar.

– Espero que a Dermot no le importe encargarse del puesto de objetos de regalo. Quizá debiera telefonearle para consultárselo. -Archie era siempre muy considerado y le aterraba que pudiera acusársele de autoritario.

Violet rechazó la idea.

– Claro que no le importará. Es una excelente persona y siempre está dispuesto a colaborar. Probablemente, tomaría a mal que confiáramos el trabajo a otro. Al fin y al cabo, el sabe bien el valor de las cosas…

Violet frisaba los ochenta, era alta y corpulenta, vestía un traje de chaqueta muy usado y calzaba unos cómodos zapatos cerrados. Llevaba el pelo gris recogido en un pequeño moño sobre la nuca, dejando escapar algunos mechones sueltos sobre las sienes, y su cara, con los ojos separados y el labio superior muy alargado, recordaba la de un cordero benévolo. Pero no era fea ni rancia. Tenía un porte erguido que le infundía una gran dignidad y sus ojos, alegres e inteligentes a la vez, desmentían cualquier impresión de arrogancia. Ahora, chispeaban de regocijo.

– … hasta de los perritos de porcelana con huesos en la boca y de las lámparas hechas de viejas botellas de whisky con conchas pegadas.

Virginia rió:

– Probablemente, pescará alguna ganga fantástica por veinticinco peniques y al día siguiente la venderá en la tienda por un precio exorbitante.