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Echó el cuerpo hacía atrás y estiró los brazos como una niña perezosa. Virginia Aird, a sus treinta y pocos años, seguía tan rubia y esbelta como el día en que se había casado con Edmund. Aquel día, sin hacer concesiones a lo formal de la reunión, llevaba su habitual uniforme de tejanos, jersey azul marino de pescador y relucientes mocasines de piel. Era bonita, tenía una cara de gata pícara, pero sus ojos, enormes y de un brillante azul zafiro, le conferían la categoría de autentica belleza. Su cutis era fino, sin maquillaje, y poseía un delicioso color de huevo moreno. El abanico de finas arrugas que se abría en sus sienes era lo único que delataba su edad.

Flexionó sus largos dedos y se abrazó las muñecas, como realizando un ejercicio ritual.

– Isobel se encargara de la caseta del té. -Dejó de estirarse-. ¿Y por qué no ha venido tu mujer, Archie?

– Ya te lo he dicho… o quizás hubieras salido de la habitación en ese momento. Tenía que ir a Corriehill a recoger a los huéspedes de esta semana.

– Claro, qué tonta. Perdona…

– Eso me recuerda… -Violet alargó el tazón-. Ponme un poco más de té, ¿haces el favor, hija? Bebería té hasta que me saliera por las orejas… Ayer vi a Verena Steynton en Relkirk y me dijo que ya no tengo que seguir guardando el secreto. Ella y Angus van a dar una fiesta para Katy en septiembre.

– ¿Y por qué habías de guardarlo en secreto? -preguntó Virginia, frunciendo el ceño.

– Me lo había dicho en confianza hace un par de semanas, pero me pidió que no lo comentara hasta que hubiera hablado con Angus. Al parecer, por fin le ha convencido.

– ¡Qué entusiasmo! ¿Y va a ser una fiestecita o una fiesta por todo lo alto?

– Por todo lo alto. Carpas, guirnaldas de luces, invitaciones grabadas y todo el mundo de veinticinco alfileres.

– ¡Qué bien! -Virginia estaba encantada, como Violet había supuesto-. Me encanta que la gente de fiestas porque así no hay que pagar entrada. Me compraré un vestido. Todos tendremos que colaborar y hospedar a alguna gente. Me aseguraré de que a Edmund no se le ocurra marcharse a Tokio esa semana.

– ¿Y dónde está ahora? -preguntó la madre de Edmund.

– ¡Oh! En Edimburgo. Volverá a eso de las seis.

– ¿Y Henry? ¿Dónde está Henry? ¿No debería haber vuelto ya de la escuela?

– No. Ha ido a tomar el té a casa de Edie.

– Eso la animará.

Virginia juntó las cejas, desconcertada. Y su sorpresa era natural, porque generalmente ocurría todo lo contrario y era Edie la persona encargada de animar al prójimo.

– ¿Qué sucede?

Violet miró a Archie.

– ¿Te acuerdas de Lottie Carstairs, la prima de Edie? Trabajaba como doncella en Strathcroy el año en que te casaste con Isobel.

– ¿Qué si me acuerdo? -Archie tenía una expresión de horror-. Una persona terrible. Estaba como una cabra. Rompió casi todo el juego de té de porcelana de Rockingham y andaba por la casa como una sombra. Cuando menos lo esperabas, tropezabas con ella. Nunca me expliqué que pudo inducir a mi madre a tomarla.

– Estaba muy apurada y pensaría que era mejor Lottie que nada. Fue un verano de mucho ajetreo y necesitaba ayuda desesperadamente. De todos modos, sólo estuvo en vuestra casa cuatro meses y después regresó a Tullochard, a vivir con sus padres, que ya eran muy viejos. No se casó…

– Lo cual no es una sorpresa…

– … y cuando sus padres murieron se quedó sola. Al parecer, se encontraba cada día más rara, hasta que explotó y la llevaron al psiquiátrico más cercano. Edie es su pariente más próxima y va a verla todas las semanas. Ahora, los médicos dicen que la pobre mujer ya puede ser dada de alta, pero no esta en condiciones de vivir sola. Al menos, por el momento.

– ¡No me digas que Edie va a metérsela en casa!

– Dice que es su obligación. Que no hay nadie más. Tú ya sabes lo buenaza que es Edie… siempre tuvo un gran sentido de la responsabilidad familiar. Que si el vínculo de la sangre y todas esas monsergas.

– Una chorrada -comentó, secamente, Archie-. Lottie Carstairs. No se me ocurre nada peor. ¿Y cuándo viene?

Violet se encogió de hombros.

– No lo sé. El mes próximo, quizás. O en agosto.

– Pero no irá a quedarse a vivir con Edie, ¿verdad? -Virginia estaba horrorizada.

– Ojalá no. Ojalá sea sólo durante una temporada.

– ¿Y dónde la instalará Edie? Su cottage no tiene más que dos piezas.

– No se lo he preguntado.

– ¿Cuándo te lo ha dicho?

– Esta mañana. Cuando me pasaba el aspirador por la alfombra del comedor, me pareció verla preocupada, de modo qué le pregunté que le pasaba. Me lo contó todo mientras tomábamos café.

– Pobre Edie, lo siento de veras…

– Edie es una santa -dijo Archie.

– No te quepa duda. -Violet apuró el té, miró el reloj y empezó a recoger sus pertenencias. Su enorme bolso, sus papeles y sus gafas-. Muchas gracias, hija. El té es tonificante. Ahora tengo que volver a casa.

– Yo también -dijo Archie-. Tengo que regresar a Croy y tomar el té con los americanos.

– A ver si te ahogas con tanto té. ¿A quién tenéis esta semana?

– Ni idea. Ojalá no sean muy ancianos. La semana pasada, creí que uno de los chicos se nos moría de anginas a mitad de la sopa. Menos mal que sobrevivió.

– Es una responsabilidad.

– No creas. Los peores son los abstemios. Como los baptistas bíblicos. El zumo de naranja hace que la conversación se ponga pegajosa. ¿Has traído el coche, Vi, o te llevo?

– Bajé andando, de modo que, si me llevas, mejor.

– Pues vámonos.

Él recogió también sus papeles y se puso en pie. Permaneció inmóvil un momento y, cuando estuvo seguro de mantener el equilibrio, se dirigió hacía las dos mujeres caminando sobre la gruesa alfombra. Cojeaba muy poco, milagrosamente, pues su pierna derecha, desde el muñón del muslo hasta el suelo, era de aluminio.

Había acudido a la reunión como estaba vestido mientras trabajaba en el jardín y pidió disculpas por su aspecto, pero a nadie causó extrañeza, porque le veían así casi siempre. Un pantalón de pana deformado, una camisa a cuadros con el cuello remendado y una raída americana de tweed que él llamaba su chaqueta de jardinero, aunque ningún jardinero que se respetase se la habría puesto ni muerto.

Virginia echó hacía atrás la silla y se levantó; Violet la imitó aunque mucho más despacio, acoplando sus movimientos al lento caminar de Archie. No tenía prisa por marcharse y si la hubiera tenido tampoco la habría demostrado, pues sentía por Archie un profundo afecto y un vivo afán de protección. Al fin y al cabo, lo conocía desde que nació. Lo recordaba de niño, de turbulento muchacho, de soldado. Siempre riendo y con un entusiasmo vehemente que resultaba tan contagioso como el sarampión. Lo recordaba siempre en movimiento. Jugando al tenis, bailando y llevando a su pareja casi en vilo en las fiestas del regimiento, subiendo la colina de Croy, entre el brezo, a la cabeza de una línea de escopetas y dejando a todos atrás con su zancada firme.

Entonces era Archie Blair. Ahora, era Lord Balmerino. Lord y señor de las tierras. Grandes títulos para un hombre flaco como un bastón y con una pierna de aluminio. Su cabello negro estaba moteado de blanco, su cara, surcada de arrugas, y sus ojos oscuros, hundidos bajo las pobladas cejas.

Él sonrió al llegar junto a ella:

– ¿Lista, Vi?

– Lista.

– Pues vámonos… -Se detuvo otra vez-. Ahora que me acuerdo. Virginia, ¿Edmund no te ha dejado un sobre para mí? Anoche le llamé. Es urgente. Un documento de la Comisión Forestal.

Violet preguntó con suspicacia:

– ¿No irás a plantar coníferas?

– No; se trata de una carretera que quieren construir al extremo del páramo.

Virginia movió la cabeza.

– No me ha dicho nada. Se le habrá olvidado. Vamos a mirar en su mesa de la biblioteca. Probablemente, estará allí.