– ¿Se te ocurre a ti?
– De momento, no. Pero me gustaría que las cosas fueran distintas para vosotros dos. Ya sé que no se puede hacer retroceder el reloj, pero a veces pienso que sería estupendo que no hubieran cambiado las cosas en Croy. Que tus padres vivieran y vosotros fuerais otra vez jóvenes. Entrando y saliendo, y los coches zumbando por la avenida, y las voces. Y las risas.
Miró a Archie, pero él había vuelto la cara. Observaba el tendedero, como si las servilletas del té y las fundas de almohada y los grandes sujetadores y las bragas de seda de Violet fueran la visión más absorbente del mundo.
Ella pensó: “Y tú y Edmund, tan amigos como antes”, pero no lo dijo.
– Y Pandora, todavía en vuestra casa. Aquel diablillo encantador. Siempre he tenido la impresión de que cuando se fue se llevó consigo casi toda la risa.
Archie guardaba silencio. Luego, asintió:
– Sí. -Nada más.
Se había creado cierta tensión entre los dos. Para vencerla, Violet empezó a recoger sus cosas.
– No te entretengo más.
Abrió la puerta y descendió pesadamente del viejo vehículo.
– Gracias por traerme, Archie.
– Ha sido un placer, Vi.
– Recuerdos a Isobel.
– Gracias, hasta luego.
Esperó a que hiciera la maniobra y lo siguió con la mirada mientras se alejaba por el camino y seguía subiendo. Se arrepentía de no haberle acompañado a tomar el té con Isobel y a dar conversación a los americanos desconocidos. Pero ya era tarde para rectificar. Buscó la llave en el bolso y entró en la casa.
Archie siguió hacia la casa. La pendiente era cada vez más pronunciada. Ahora veía árboles ante sí, pinos de Escocia y hayas altas. Más allá de los árboles y más arriba, la ladera de la colina se elevaba en vertical, con peñascos en los que crecían zarzales helechos y algún que otro intrépido pimpollo de abedul. Llegó a los árboles. La carretera, al no poder seguir subiendo, describía un recodo hacía la derecha y se nivelaba. La avenida de hayas conducía hasta la casa. Un arroyo descendía de la cumbre formando una serie de remansos y cascadas y seguía bajando por la ladera por debajo de un arqueado puente de piedra. Era el Pennyburn y, montaña abajo, cruzaba el jardín de Violet Aird.
Bajo las hayas la luz se difuminaba en una penumbra límpida y verdosa. Las pobladas ramas se arqueaban a gran altura y producían la sensación de andar por el pasillo central de una enorme catedral. Y, bruscamente, la avenida quedó atrás y apareció la casa, en la cima de la colina, con toda la vista panorámica del valle a sus pies. La brisa de la tarde había hecho su tarea, haciendo trizas las nubes y disipando la bruma. Las colinas lejanas y los plácidos campos aparecían bailados en un sol dorado.
De pronto, se le hizo indispensable disfrutar de unos momentos de sí mismo. Era egoísmo. Bastante tarde era ya e Isobel estaría esperándole, necesitando apoyo moral. Pero ahuyentó los remordimientos, detuvo el coche antes de que pudiera oírse en la casa y paró el motor.
Había quietud, sólo se oía el murmullo del viento en los árboles y el grito de los zarapitos. Escuchaba el silencio. Oía balar ovejas en un campo lejano. Y la voz de Violet: “Todos vosotros, otra vez jóvenes. Ir y venir… Pandora aquí…” ¿Por qué había tenido que decirlo? No quería remover sus recuerdos. No deseaba consumirse en esa ardiente nostalgia.
“Todos vosotros, otra vez jóvenes”.
Pensó en cómo era Croy antes. Recordó sus llegadas a casa del colegio o, después, de soldado con permiso. Subía la montaña haciendo rugir su deportivo cargado hasta los topes, con la capota bajada y el viento quemándole las mejillas. Seguro, con la confianza de la juventud, de que todo seguiría como lo había dejado. Paraba delante de la puerta principal haciendo chirriar los frenos; los perros acudían corriendo saludándole con sus ladridos y alertando a toda la casa con su algarabía, de manera que cuando él entraba ya acudían todos. Sus padres, Harris, el mayordomo, y Mrs. Harris, la cocinera, y la doncella o interina que estuviera ayudando.
– Archie. Cariño, bienvenido a casa.
Y, luego, Pandora. “Siempre tuve la impresión de que cuando se fue se llevó consigo casi toda la risa.” En su recuerdo, ella tenía unos trece años y ya era hermosa. La veía bajar la escalera corriendo con sus largas piernas, para saltarle al cuello.
– Ya estás aquí, pedazo de bestia, y traes un coche nuevo. Lo he visto por la ventana del cuarto de jugar. Llévame a dar una vuelta Archie. Llévame a cien millas por hora.
Pandora. Se dio cuenta de que estaba sonriendo. Siempre desde niña, Pandora otorgaba amenidad a la vida, infundía buen humor y diversión en los momentos más solemnes y aburridos. Nunca había llegado a explicarse del todo de dónde había salido aquella hermana. Era una Blair de pies a cabeza pero, al mismo tiempo, tan diferente como si la hubieran cambiado en la cuna. La recordaba de niña y de adolescente patilarga y deliciosa, porque Pandora nunca tuvo grasas infantiles, granos ni timidez. A los dieciséis años parecía tener veinte. Amigo que él llevaba a casa, amigo que, si no se enamoraba de ella, por lo menos, quedaba hechizado.
La vida de los jóvenes Blair transcurría en una actividad incesante. Fiestas, cacerías, tenis en el verano y, en agosto, picnics en las montañas soleadas y cubiertas de brezo púrpura. Recordaba un picnic en el que Pandora dijo que tenía calor, se desnudó y se zambulló en el lago, sin pensar en los atónitos espectadores. Recordaba los bailes y a Pandora, con un vestido de gasa blanca y los bronceados hombros al aire, bailando con uno y otro las danzas típicas.
Se fue. Hacía veinte años que se había ido. A los dieciocho, pocos meses después de la boda de Archie, se fugó con un americano casado al que había conocido en Escocia durante el verano. Voló a California con aquel hombre y, andando el tiempo, se casó con él. Toda la región se estremeció con el escándalo, pero los Balmerino eran una familia muy querida y respetada y se les trató con mucha consideración y comprensión. Quizás un día vuelva, decía la gente. Pero Pandora no volvió. Ni siquiera cuando murieron sus padres. Lo que hizo, turbulenta como siempre, fue pasar de aventura en aventura a cual más desastrosa, como si bailara una interminable danza escocesa. Cuando se divorció del americano, se fue a vivir a Nueva York y, después, a Francia. Permaneció varios años en París. Se mantenía en contacto con Archie mediante esporádicas postales, en las que le enviaba unas señas, una breve noticia y una gran cruz que significaba un beso. Actualmente, al parecer residía en una mansión en Mallorca. A saber con quién.
Hacía ya mucho tiempo que Archie e Isobel habían perdido toda esperanza de volver a verla y, no obstante, de vez en cuando, la echaba de menos más que a nadie. La juventud había pasado y los habitantes de la casa se habían dispersado. Los Harris se habían jubilado hacía tiempo y, ahora, el servicio se reducía a Agnes Cooper, que subía del pueblo dos días a la semana para ayudar a Isobel en la cocina.
Y las tierras no estaban mucho mejor. Gordon Gillock, el guarda, seguía en su casita de piedra, con las perreras en la parte de atrás, pero el coto de los faisanes estaba arrendado a una asociación y Edmund Aird pagaba el sueldo del guarda. La granja se había vendido y el parque estaba sembrado. Finalmente, el jardinero -un anciano reseco y arrugado, parte importante de la niñez de Archie- había muerto y no había sido sustituido. Su precioso jardín tapiado se había convertido en un prado; los rododendros, sin poda, se habían hecho enormes y la pista de tenis de tierra batida verdecía de musgo. Archie era ahora el jardinero oficial con la esporádica ayuda de Willy Snoddy, que vivía en un cottage pequeño y pringoso al final del pueblo, ponía trampas a los conejos, pescaba salmón furtivamente y, de vez en cuando, se sacaba algún jornal para bebérselo.
¿Y qué había sido de él mismo? Archie hizo balance. Ex teniente coronel de los Leales Highlanders de la Reina, con una pata de aluminio, una pensión de invalidez del sesenta por ciento y demasiadas pesadillas. De todos modos, gracias a Isobel, aún poseía su patrimonio. Croy todavía era suyo y, Dios mediante, un día sería de Hamish. Cojo y pasando estrecheces, pero todavía era Balmerino de Croy.