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El mundo se convirtió en un lugar luminoso y bello. Nada podía salir mal. Deslumbrada por tanta felicidad, se sintió dispuesta a unir su suerte a la de Edmund, a abandonar el sentido común y a tirar por la borda todos los fastidiosos principios. Entregarle su vida. Vivir en el rincón más remoto si era preciso; en el pico de una montaña; en pecado. No importaba. Nada importaba.

Pero Edmund, aunque había perdido el corazón conservaba la cabeza. Se esforzó por explicarle su situación. Al fin y al cabo, era director de la sucursal de “Sanford Cubben” en Escocia, una figura relevante, situada en el objetivo de los medios de comunicación.

Edimburgo era una ciudad pequeña y él tenía muchos amigos y relaciones cuyo respeto y confianza estimaba. Actuar en contra de los convencionalismos de modo ostensible y consentir que su nombre apareciera en las paginas de la Prensa amarilla sería, no ya una tontería, sino una calamidad.

Además, debía pensar en su familia.

– ¿Familia?

– Sí, mi familia. He estado casado.

– Otra cosa me hubiera sorprendido.

– Mi esposa murió en accidente de automóvil. Pero tengo a Alexa. Acaba de cumplir diez años. Vive en Strathcroy con mi madre.

– Me gustan las niñas. Procuraría llevarme bien con ella.

Pero había otros obstáculos.

– Virginia, tengo diecisiete años más que tú. ¿No te parece decrépito un hombre de cuarenta?

– No importan los años.

– Tendrías que vivir en el Condado de Relkirk. Aquello es muy primitivo.

– Me vestiré de cuadros de pies a cabeza y llevaré un sombrero con una pluma.

Él se rió, pero torciendo la boca.

– Desgraciadamente, no todo el año es septiembre. Todos nuestros amigos viven a varias millas de distancia y los inviernos son largos y tristes. Allí la gente hiberna. Me da miedo que te aburras.

– Edmund, no parece sino que ya estés arrepentido y tratando de plantarme.

– No es eso. Eso, no. Pero tienes que saber la verdad. No hacerte ilusiones. Eres tan joven, tan vital y tan hermosa, y tienes toda la vida…

– Para estar a tu lado.

– Otra cosa. Mi trabajo. Es muy exigente. Viajo mucho. Sobre todo por el extranjero y, a veces, estoy fuera dos o tres semanas.

– Pero vuelves.

Ella se había mostrado inflexible y él la adoraba.

– Ojalá las cosas pudieran ser de otro modo, por el bien de los dos -suspiró-. Ojalá fuera joven y no tuviera responsabilidades. Y pudiera obrar a mi antojo. Entonces podríamos vivir juntos y tomar tiempo para conocernos. ¿Estás completamente segura?

– Completamente.

Lo estaba. Sin lugar a dudas. Él la abrazó y dijo:

– Entonces la cosa no tiene remedio. Voy a tener que casarme contigo.

– Pobre hombre.

– ¿Serás feliz? ¡Deseo tanto hacerte feliz!

– Edmund. Edmund, amor mío. ¿Cómo no habría de serlo?

Se casaron dos meses después, a últimos de noviembre, en Devon. Fue una boda sencilla, en la pequeña iglesia en la que Virginia había sido bautizada.

Era el final de una etapa. Que ella dejaba atrás sin pesar. Habían terminado las aventuras triviales y frívolas. Ahora era Mrs Edmund Aird.

Al regreso del viaje de novios, se instalaron en Balnaid, el nuevo hogar de Virginia, donde tenía a su nueva familia: Violet, Edie y Alexa. La vida en Escocia era muy diferente a todo lo que Virginia había conocido pero hizo cuanto pudo por adaptarse aunque sólo fuera porque los demás, evidentemente, hacían otro tanto. Violet se empeñó en irse a vivir a Pennyburn. Resultó un dechado de discreción. Edie no fue menos prudente. Anunció que había llegado el momento de retirarse al cottage en el que había nacido y que había heredado de su madre. Dejaba el trabajo fijo pero seguiría de interina, repartiendo el tiempo entre Virginia y Violet.

En aquellos primeros tiempos, Edie era un pilar de fuerza, una reserva de excelentes consejos y una fuente de información. Ella fue quien, por el bien de Alexa, dio a Virginia algunos detalles del anterior matrimonio de Edmund para no volver a mencionarlo más. Aquello había acabado. Agua pasada. Virginia se lo agradecía. Edie, la vieja criada que lo había visto y oído todo, bien hubiera podido ser la mosca del ungüento. Pero se convirtió en una de las mejores amigas de Virginia.

Conquistar a Alexa le costó un poco más. La niña, de temperamento dulce y sosegado, se mostraba tímida y reservada. No era una niña agraciada, su figura era rechoncha, tenía un pelo de zanahoria y la piel blanca que suele acompañarlo. En un principio, parecía no saber cual era su sitio en la casa y mostraba unos deseos de agradar que casi resultaban conmovedores. Virginia le respondió como mejor supo. Al fin y al cabo, la niña era hija de Edmund y una parte importante de su matrimonio. Ya que no podía ser una madre para ella, procuraría ser una hermana. Insensiblemente, procuró sacar a Alexa de su concha, hablándole como si tuviera la misma edad y procurando no herir sus sentimientos. Mostraba interés por las cosas de Alexa, por sus dibujos y sus muñecas y contaba con ella para todas las actividades. Ello tenía sus inconvenientes, pero lo principal era que Alexa no se sintiera abandonada.

Le costó más de seis meses pero mereció la pena. Virginia fue recompensada con las espontáneas confidencias de Alexa y su viva admiración y cariño.

Había familia, pero también había amigos. La recibieron con los brazos abiertos, por su juventud, por el afecto que sentían por Edmund y porque Edmund había decidido tomarla por esposa. Los Balmerino, por supuesto, pero había otros. Virginia era una persona muy sociable, poco amiga de la soledad, y se encontró rodeada de personas que parecían desear su compañía. Cuando Edmund se iba de viaje cosa que ocurría con frecuencia y desde el principio, todos se mostraban amables y atentos, invitándola y llamándola por teléfono para que no se sintiera sola ni triste.

Y no se sentía. En el fondo, casi gozaba con la ausencia de Edmund porque, de algún modo, daba realce a todas las cosas; él estaba ausente pero ella sabía que volvería, y cada vez que lo hacía estar casada con él le parecía más fabuloso que antes. Ella llenaba sus días de ausencia dedicándose a Alexa, a la nueva casa, a los nuevos amigos y a contar las horas que faltaban para su regreso.

De Hong Kong. De Frankfurt. Una vez la llevó consigo a Nueva York y después se tomó una semana de vacaciones. La pasaron en Leesport y ella la recordaba como una de las mejores de toda su vida.

Y llegó Henry.

Henry lo cambió todo no a peor, sino a mejor si cabía. Desde que nació Henry, no quiso volver a marcharse. Nunca se había creído capaz de un amor tan desinteresado. Era distinto al amor que sentía por Edmund, pero mucho más precioso porque era totalmente inesperado. Nunca se consideró maternal ni se paró a analizar el verdadero significado de la palabra. Pero aquella minúscula criatura, aquella pequeña vida, la sumía en un estado de inefable asombro.

Todos le gastaban bromas, pero no le importaba. Ella lo compartía con Violet, Edie y Alexa y gozaba compartiéndolo porque sabía que, al término del día, Henry le pertenecía. Lo veía crecer saboreando cada momento. Cuando empezó a gatear, cuando se puso de pie, cuando pronunció sus primeras palabras. Jugaba con él, le hacía dibujos, veía a Alexa pasearlo por el césped en el cochecito de la muñeca. Se tumbaban en la hierba a mirar a las hormigas, bajaban al río y tiraban piedras a las aguas rápidas y espumeantes. Se sentaban junto a la chimenea en el invierno a leer libros ilustrados.

Henry cumplió dos años. Tres años. Cinco años. En su primer día de clase, lo acompañó al colegio de Strathcroy y se quedó en la puerta viéndolo alejarse por el sendero. Había muchos niños, pero ninguno le hacía caso. En aquel momento, parecía muy pequeño y vulnerable y casi no pudo soportar dejarlo allí.