En visitas anteriores, Noel había probado todas las diversiones de la ciudad, pero esta vez no había podido aceptar ninguna invitación y ahora, al marcharse, sentía pesar, como si tuviera que dejar una fiesta estupenda antes de empezar a divertirse.
En el aeropuerto Kennedy, el taxi le dejo en la terminal de la BA. Noel hizo cola, se inscribió, dejo la maleta, volvió a hacer cola en Seguridad y, finalmente, se dirigió a la sección de Salidas. En la tienda libre de impuestos, compró una botella de escocés y, en el quiosco, el Newsweek y el Advertising Age. Desmadejado, se sentó a esperar el anuncio de su vuelo. Por cortesía de “Wenborn & Weinburg” viajaba en clase club donde, por lo menos, tenía espacio para estirar sus largas piernas, y había pedido asiento de ventanilla. Se quitó la chaqueta y se acomodó con ganas de beber algo.
Pensó que sería una suerte que nadie se sentara a su lado, pero su esperanza murió nada más nacer cuando un macizo individuo con un traje azul marino con finas rayas blancas reclamó la plaza, colocó varias bolsas y paquetes en el armarito y, por último, se arrellanó a su lado, rebosando un poco del asiento. El hombre ocupaba mucho espacio. El interior del avión estaba fresco, pero su vecino despedía mucho calor. El hombre sacó un pañuelo de seda y se enjugó el sudor, se revolvió buscando el cinturón, carraspeó y dio un doloroso codazo a Noel.
– Perdone. Parece que hoy vamos llenos.
Noel no tenía ganas de conversación. Sonrió, movió afirmativamente la cabeza y abrió elocuentemente su Newsweek.
Despegaron. Sirvieron unos cócteles y, después, la cena. Noel no tenía hambre pero cenó, porque no había nada más que hacer y así mataba el tiempo. El enorme 747 zumbaba sobre el Atlántico. Retiraron las bandejas y pasaron una película. Noel ya la había visto en Londres, de modo que pidió a la azafata un whisky con soda, que tomó despacio, haciéndolo durar. Se apagaron las luces y los pasajeros echaron mano de almohadas y mantas. El gordo juntó las manos sobre el vientre y empezó a roncar con estrépito. Noel cerró los ojos, pero le pareció que los tenía llenos de arena y volvió a abrirlos en seguida. Los pensamientos se sucedían vertiginosamente. Su cabeza había trabajado a marchas forzadas durante tres días y ahora se negaba a aminorar el ritmo. Las posibilidades de dormir se evaporaban.
Se preguntó por que no se sentía satisfecho, si había conseguido la preciosa cuenta y regresaba con la operación en las alforjas. Era una metáfora muy apropiada para “Saddlebags”. 1 Uno de esos nombres que cuanto más se repiten más ridículos suenan.
Pero la empresa no era ridícula, era inmensamente importante no sólo para Noel Keeling, sino también para “Wenborn & Weinburg”.
La empresa “Saddlebags” tenía sus raíces en Colorado, donde había iniciado el negocio años atrás fabricando artículos de piel de excelente calidad para rancheros. Sillas de montar, bridas, estribos, riendas y botas, todos los artículos llevaban grabada la prestigiosa marca de la herradura rodeando la letra “S”. Desde aquel modesto punto de partida, la reputación y las ventas de la compañía habían alcanzado nivel nacional, aventajando a todos los competidores. Se amplió la gama de fabricación con otros artículos, maletas, bolsos, calzado y otros accesorios. Todo de la mejor piel, cosido y acabado a mano. El logo de “Saddlebags” se convirtió en un símbolo de prestigio, compitiendo con Gucci y Ferragamo y con precios en consonancia. Su reputación creció de tal manera que el visitante que quería volver de los Estados Unidos con una compra de la que presumir elegía un bolso o un cinturón “Saddlebags” con hebilla de oro, cosido a mano.
Y entonces corrió el rumor de que “Saddlebags” pensaba introducirse en el mercado británico, a través de una o dos tiendas londinenses cuidadosamente elegidas. Charles Weinburg, el presidente de la compañía de Noel, se enteró durante una cena, por una frase cazada al vuelo. A la mañana siguiente, Noel, en su calidad de vicepresidente y director creativo, recibía instrucciones.
– Quiero esa cuenta, Noel. Hoy, en este país, sólo un puñado de personas ha oído hablar de "Saddlebags" por lo que va a necesitar una campaña en toda regla. Nosotros tenemos ventaja y, si conseguimos la cuenta, podremos instrumentarla como el caso requiere. Anoche mismo puse una conferencia a Nueva York y hablé con Harvey Klein, el presidente de “Saddlebags”. Está de acuerdo en mantener conversaciones con nosotros, pero quiere una presentación de campaña completa, programa, Prensa, eslóganes. Máxima difusión. Anuncios a toda pagina en color. Tienes dos semanas. Llama al Departamento de Arte y ponlos a trabajar. Y, por lo que más quieras, encuéntrame a un fotógrafo que consiga que un modelo masculino parezca un hombre y no un maniquí de escaparate, aunque tenga que contratar a un autentico jugador de polo. No importa cuanto pida…
Hacía nueve años que Noel Keeling había entrado a trabajar en “Wenborn & Weinburg”. En el mundo de la publicidad, permanecer nueve años en una misma empresa es mucho tiempo y, de vez en cuando, él mismo se asombraba de su constancia. Muchos compañeros de sus primeros tiempos se habían ido a otras compañías y algunos habían fundado sus propias agencias. Pero Noel se había quedado.
Las razones de su continuidad había que buscarlas en su vida privada. Cuando llevaba uno o dos años en la empresa, se planteó seriamente la posibilidad de marcharse. Estaba inquieto, insatisfecho y no se sentía motivado. Soñaba con pastos más verdes: establecerse por su cuenta o abandonar la publicidad para pasarse a la propiedad inmobiliaria o al comercio. Tenía planes para ganar un millón y sabía que sólo le frenaba la falta de capital. La frustración por las oportunidades perdidas le desesperaba.
Pero cuatro años atrás las cosas cambiaron radicalmente. Tenía treinta años, era soltero, contaba con una serie de amiguitas y no sospechaba que aquella situación de falta de responsabilidad pudiera acabarse, cuando su madre murió repentinamente y Noel se encontró dueño de un pequeño capital.
La muerte de su madre fue tan inesperada que le traumatizó. No podía aceptar que se hubiera ido para siempre. Noel la quería de una manera despegada y muy poco sentimental. Básicamente, la consideraba su constante proveedora de alojamiento, comida, bebida, ropa limpia y, cuando él lo solicitaba, apoyo moral. Él respetaba su independencia de criterio y le agradecía que se abstuviera de opinar sobre su vida privada. Por otra parte, sus pequeñas excentricidades le irritaban. Lo peor era aquella costumbre de rodearse de parásitos desarrapados. Todos eran amigos. Ella llamaba amigos a todos. Asquerosos chupones los llamaba Noel. Pero ella ignoraba la desaprobación de su hijo y seguía amparando a solteras en desgracia, viudas desamparadas, pintores desnutridos y actores en paro que acudían a ella como las mariposas a la llama. A él aquella generosidad indiscriminada le parecía insensata y desconsiderada, ya que nunca parecía haber dinero para las cosas que él consideraba de importancia primordial para la vida.