Выбрать главу

Cuando llegó a Ovington Street eran las ocho menos veinticinco. Las aceras estaban bordeadas por los coches de los vecinos y varios niños ya mayorcitos recorrían la calzada en bicicleta. La casa de los Pennington estaba hacía la mitad de la calle. Una muchacha venía en sentido contrario por la acera, con un pequeño terrier escocés blanco sujeto de una correa. Debía de ir al buzón porque llevaba una carta en la mano. La miró. Vestía unos tejanos y una camiseta gris y tenía el pelo del color de la mejor mermelada de naranja. No era alta ni muy delgada. Ni por asomo, el tipo de Noel. No obstante, cuando pasó junto a él volvió a mirarla, porque tenía algo vagamente familiar, aunque era difícil adivinar dónde podían haberse visto antes. En alguna fiesta, quizás. Aquel pelo era muy llamativo…

La caminata le había cansado y tenía ganas de tomar una copa. Con cosas mejores en que pensar, olvidó a la chica, subió las escaleras y, tras pulsar ligeramente el timbre, hizo girar el picaporte con un saludo preparado. Hola, Delia. Aquí estoy.

Pero nada. La puerta permaneció firmemente cerrada, lo cual resultaba extraño e impropio. Delia, sabiendo que él estaba al llegar la habría dejado abierta. Volvió a tocar el timbre. Esperó.

Más silencio. Se decía que no podía ser, pero tenía la terrible certidumbre de que nadie iba a contestar al timbre y que los Pennington, maldita sea su estampa, no estaban en casa.

– Hola.

Se volvió de espaldas a la inhóspita puerta. Abajo, en la acera, estaba la chica llenita con su perro, que volvía de echar la carta.

– Hola.

– ¿Busca a los Pennington?

– Tenían que darme de cenar.

– Han salido. Los vi irse en el coche.

Noel, en lúgubre silencio, digirió la confirmación de lo que ya sabía. Defraudado y desairado, se sintió irritado con la muchacha como suele ocurrir cuando una persona nos dice algo realmente horrible. Entonces, pensó que no debía de resultar muy divertido ser mensajero en la Edad Medía. Tenías todas las posibilidades de acabar sin cabeza o de servir de proyectil humano de una monstruosa catapulta. Estaba esperando que ella se fuera. Pero no se iba. Mierda, pensó y, resignado, metió las manos en los bolsillos y bajó las escaleras.

Ella se mordió los labios.

– Qué lata. Cómo revientan estas cosas.

– No me explico que ha podido suceder.

– Lo peor es cuando te equivocas de fecha -prosiguió ella, con la expresión del que esta decidido a ver el lado bueno de las cosas-, te presentas cuando menos te esperan. Me ocurrió una vez y me hubiera gustado que se me tragara la tierra. La invitación era para otro día.

Esto no contribuyó a animarle.

– ¿Piensa que me he equivocado de fecha?

– Es fácil.

– Recibí la postal esta mañana. Hoy, día trece.

– Hoy es doce.

– No. -Respondió él con firmeza-. Es trece.

– Lo siento mucho, pero hoy es doce. Jueves, doce de mayo. -Ella lo repitió en tono de disculpa, como si la confusión fuera suya-. Mañana es trece.

Lentamente, el embotado cerebro de Noel procesó la información. Martes, miércoles… pues tenía razón la maldita muchacha. Los días se habían sucedido sin solución de continuidad y había perdido la cuenta. Se sintió ridículo e inmediatamente empezó a buscar excusas para su estupidez.

– Mucho trabajo. El viaje en avión. He estado en Nueva York. He regresado esta mañana. La diferencia horaria ataca al cerebro de un modo terrible.

Ella le miraba, compadecida. El perro le olfateaba los bajos del pantalón y Noel se apartó, no fuera a meársele encima. El pelo de la chica era asombroso a la luz de la tarde. Tenía los ojos grises con puntitos verdes y su cutis era blanco y rosa.

La había visto antes. Pero, ¿dónde? Frunció el ceño.

– ¿Nos hemos visto antes?

– Sí -sonrió ella-. Hará unos seis meses. En el cóctel de los Hathaway, en Lincoln Street. Pero había un millón de personas, por lo que no es de extrañar que no se acuerde.

No; no podía acordarse. Porque ella no era de la clase de mujeres que llamaban su atención para cultivar su trato o siquiera para charlar. Además, a aquella fiesta había ido con Vanessa y se pasó el tiempo tratando de localizarla y de impedir que se fuera a cenar con otro.

– Es extraordinario, -dijo él-. Lo siento. Es usted una buena fisonomista.

– Además, nos vimos otra vez. -Él empezó a temer haber cometido otra descortesía- Usted trabaja en “Wenborn & Weinburg”, ¿verdad?. Hará unas seis semanas, les serví un almuerzo de trabajo. Pero no es de extrañar que no se fijara en mí, porque yo llevaba bata blanca y servía los platos. Nadie se fija en cocineras ni camareras. Es una sensación rara, como si fueras invisible.

Él se dijo que tenía razón. Ahora se sentía mejor dispuesto hacia ella y le preguntó su nombre.

– Alexa Aird.

– Noel Keeling.

– Lo sé. Lo recuerdo de la fiesta de los Hathaway y del almuerzo, porque tuve que escribir las tarjetas.

– Noel hizo memoria y recordó con detalle el buen ágape que ella había servido. Salmón ahumado, filete a la parrilla en su punto y ensalada de sandía y sorbete de limón. El recuerdo de aquellas delicias le hacía la boca agua. Entonces recordó que tenía un hambre canina.

– ¿Para quién trabaja?

– Trabajo por mi cuenta.

Lo dijo con orgullo. Noel pensó que ojalá no le diera por empezar a contarle la historia de su carrera. No se sentía con fuerzas para permanecer allí de pie, escuchando. Necesitaba comer y, sobre todo, beber. Tenía que encontrar una excusa, despedirse y librarse de ella. Ya abría la boca para realizar este propósito, pero ella habló antes que él.

– Imagino que no querrá a entrar a tomar una copa.

La invitación fue tan inesperada que tardó en responder. Miró a la muchacha, vio su mirada ansiosa y entonces advirtió que era extremadamente tímida y que le había costado un gran esfuerzo hacer aquella sugerencia. Además, no sabía si le invitaba a entrar en el pub de la esquina o en alguna especie de ático cavernoso repleto de compañeras, una de las cuales, inevitablemente, habría acabado de lavarse el pelo.

Mejor no comprometerse. Obrar con cautela.

– ¿Dónde?

– Vivo dos puertas más abajo. Y usted parece necesitar un trago.

Abandonó su cautela.

– Es verdad.

– No hay nada peor que equivocarse de día y de sitio y saber que es culpa tuya. -También hubiera podido decirlo con más tacto. Pero la chica era muy amable.

– Es usted muy amable. -Se decidió-. Estaré encantado de aceptar.

3

La casa era idéntica a la de los Pennington, salvo en que la puerta no era negra sino azul oscuro y tenía al lado un laurel en una jardinera. Ella se adelantó, abrió la puerta y él la siguió. Ella cerró y se agachó para soltar la correa del perro. El animal se puso a beber copiosamente en un tazón colocado al pie de la escalera, en el que se leía PERRO.

– Siempre hace lo mismo al volver a casa -explicó ella-. Por lo visto, le parece que ha dado un paseo larguísimo.

– ¿Cómo se llama?

– Larry.

Los lengüetazos del perro llenaban el silencio que se hizo cuando, por primera vez en su vida, Noel Keeling se quedó sin palabras. Le habían pillado desprevenido. No estaba seguro de lo que había esperado encontrar, pero, desde luego, aquello no: una impresión instantánea de acogedora opulencia que aunaba la riqueza y el buen gusto. Aquello era una suntuosa mansión londinense en miniatura. Observó el pequeño recibidor, la empinada escalera y la bruñida barandilla. Alfombras de color miel, de pared a pared; una consola antigua, con una maceta de azaleas de color rosa; un espejo ovalado con marco labrado. Y, además, y esto acabó de pasmarle, el olor. Conmovedoramente familiar. Cera de muebles manzanas, un toque de café recién hecho. Potaje, quizás, y flores. Olor de nostalgia, olor de la niñez. El olor de los hogares que su madre había creado para sus hijos.