Lorenzo Silva
Sereno en el peligro
© 2010
Para los uniformados de mi familia, que me
inculcaron con su ejemplo el valor que para un hombre
tienen la disciplina y la integridad:
Lorenzo Silva Molina, comandante de Infantería;
Manuel Amador, guardia de Seguridad, y Antonio
Garrido, guardia civil, in memoriam.
Juan José Silva, capitán de Aviación.
Mantente en cuanto te ha sido prescrito como si fueran
leyes que, si las transgredes, estarás cayendo en la
impiedad. Y no prestes atención a lo que digan de ti, pues
eso ya no es cosa tuya.
Epicteto, Manual.
Prólogo
Esto no es ni pretende ser, una historia de la Guardia Civil. De hecho, ni siquiera cabe considerarlo un libro de Historia, aunque esta sea en buena medida la sustancia que lo alimenta y que el lector podrá encontrar más de una vez entre sus páginas. Sería por mi parte presuntuoso y absurdo, careciendo de los pertrechos necesarios y sin haber dedicado al asunto los esfuerzos debidos, competir con quienes a esta fecha se han ocupado de estudiar con empeño y rigor científico el devenir de un cuerpo tan implicado en la historia reciente de España. Desde quienes tradujeron su labor en un análisis exhaustivo, como el que constituye la monumental Historia de la Guardia Civil de Francisco Aguado Sánchez (EHSA y Planeta, 1983-1985), hasta los que optaron por ofrecer un relato más sucinto, como el de Miguel López Corral en la reciente La Guardia Civil. Claves históricas para entender a la Benemérita y sus hombres (La Esfera, 2009). A los lectores que deseen una historia de la Guardia Civil los remito en primer lugar, y en función de su mayor o menor inquietud, a esos dos títulos, y desde sus páginas a la copiosa bibliografía que en ellos se cita. Se beneficiarán con ello del trabajo sistemático y documentado de historiadores que, por añadidura, conocen a fondo y desde dentro la realidad de un cuerpo que no siempre ha sido demasiado permeable a la mirada exterior.
Este libro nace con una ambición más modesta, o más atrevida, según se mire. La de ofrecer una síntesis divulgativa, destinada al lector general, de los principales acontecimientos que fueron conformando, a lo largo de sus más de 160 años de existencia, el carácter de esta peculiar institución y de los hombres, y más recientemente mujeres, que la integran. Unos acontecimientos no siempre bien conocidos, a menudo simplificados y no pocas veces objeto de consciente o inconsciente manipulación. A partir de ellos, me propongo esbozar una reflexión, por fuerza personal, en tanto que libre, sobre la significación que ha tenido y tiene la presencia de la Guardia Civil en la realidad española de los últimos dos siglos. La intención nace de la convicción de que esa significación no es en absoluto irrelevante, y de que por el contrario la actuación de los guardias civiles, en el discurrir cotidiano y los momentos excepcionales vividos por este país desde la fundación del cuerpo, constituye un fenómeno cuya singularidad y trascendencia quizá no hayan sido, hasta aquí, ponderadas como se debiera desde fuera de las filas beneméritas. Por si hiciera falta, y para lo que pueda valer, aclaro que quien esto escribe ni es ni ha sido guardia civil, ni pertenece de ninguna manera a la familia del tricornio, salvo que se compute como tal circunstancia el hecho de que el marido de una de mis tías abuelas lo llevara durante un breve periodo de tiempo, hasta 1936 (es decir, treinta años antes de que yo viniera al mundo).
Esta mirada desde fuera, que me resta conocimiento de causa a otros efectos, me permite sin embargo contar con la distancia suficiente como para tratar de entresacar los hechos que pueden servir para bosquejar una visión global de la Guardia Civil desde la perspectiva del ciudadano, así como para ensayar un balance de su pasado y de su presente no contaminado por agravios o reivindicaciones de raíz corporativa. Lo que no quiere decir que vaya a ser objetivo, porque nadie lo es y porque no niego mi predisposición a emitir un veredicto en términos generales favorable. Lo que trataré de justificar, tanto con los hechos históricos como con mi capacidad de razonamiento, es que ese veredicto no surge del capricho, ni de la necesidad de satisfacer otra deuda que la que se deriva de observar la realidad con afán de justicia y procurando no dejarse cegar por prejuicios ni acomodarse a los estereotipos de larga pervivencia y más o menos general aceptación.
Naturalmente, no he llegado aquí por casualidad. Quizá alguno piense, al ver un libro sobre la Benemérita firmado con mi nombre, en que desde hace algunos años vengo publicando novelas policiacas protagonizadas por un par de investigadores de la Guardia Civil. Pero eso no es la causa, sino una consecuencia más de una mirada estimulada por una serie de experiencias previas a la invención de esos personajes. Ya decía Descartes que una forma de conocimiento es proceder desde los hechos particulares para, a partir de ellos, tratar de inferir categorías generales. Esta ha sido, en buena medida, mi manera de acercarme a los guardias civiles y de ir forjando la noción de ellos, y de la institución a la que pertenecen, que inspira este libro.
Anotaré, por referirme a los dos extremos temporales, la primera y la última impresión que de mi trato con los guardias me devuelve mi memoria en el momento en que escribo estas líneas. La primera fue hace cerca de veinte años, en una curva a la salida de Córdoba, que tomé a 105 kilómetros por hora cuando una señal me conminaba a hacerlo a 80.
Trescientos metros más allá me detuvo una patrulla de Tráfico, y el agente que se me dirigió, tras saludarme respetuosamente y comunicarme que el radar había registrado mi exceso de velocidad, me identificó, rellenó el boletín de denuncia, me informó de que me asistía el derecho a alegar contra ella en quince días y me preguntó si deseaba firmarla. Todo ello sin el más mínimo reproche o descortesía. Firmé la denuncia, recurrí y al final gané el recurso, pero no por la negligencia de aquel guardia, que había cumplido con su cometido a la perfección, sino por la desidia burocrática de la jefatura provincial de Tráfico, que no logró tramitar en tiempo y forma el expediente.
La última vez que me los crucé fue hace tan solo unos días, con motivo de la inusual nevada que bloqueó Madrid. En medio de un escenario memorable, con todas las calzadas cubiertas por la nieve, y después de haber atravesado el centro de la ciudad sin tropezarme con ninguna autoridad (era domingo por la noche), tomé la autovía A-42, que bajo los copos que seguían cayendo con furia parecía a la sazón una carretera de Siberia. Los letreros luminosos advertían a los conductores que circularan solo por el carril derecho, para ir gastando la nieve con la rodada. Como es habitual en este país, más de la mitad de los que por allí transitaban desobedecían el aviso para adelantar por el carril central o incluso el izquierdo. Hasta que apareció un vehículo de la Agrupación de Tráfico de la Guardia Civil. Un agente asomaba medio cuerpo por la ventanilla, jugándose el pellejo y comiéndose literalmente la nevada (iban a buena velocidad), mientras empujaba con una baliza luminosa a los indisciplinados para que se avinieran a coadyuvar a la seguridad ajena y a la suya propia. Gracias a ellos, y al menos mientras ahí estuvieron, se evitaron los bobos alcances que suelen colapsar las carreteras españolas en cuanto caen tres copos. Y en todo caso, fueron los únicos representantes del Estado con los que este conductor se encontró, tras dos horas en medio de la ventisca.