La dureza de la represión no impidió que hubiera otras asonadas progresistas. Como el motín de agosto en Madrid, disuelto expeditivamente por el 1er Tercio de la Guardia Civil, que practicó 300 detenciones, o la de noviembre en Valencia, capitaneada por un sargento, también capturado por los hombres del cuerpo. El partido moderado fue generoso con los guardias civiles. Les repartió numerosas cruces de María Isabel Luisa y ocho de San Fernando de primera clase.
Pero los moderados no solo tenían problemas a siniestra, sino también a diestra, y frente a ellos hubieron de emplearse igualmente los sufridos beneméritos. Si la sucesión en el trono de Isabel II dio lugar a la primera guerra carlista, la cuestión de su casamiento abriría nuevas crisis. Al principio la madre de la reina pretendió que desposara al conde de Trápani, su hermano (y tío de Isabel II). Pero Narváez le puso el veto, lo que condujo a la dimisión del presidente en febrero de 1846, aunque siguió controlando el ejército y regresó a la presidencia un mes más tarde, para volver a dejarla en abril. Por otra parte, los carlistas pretendían que la reina se casara con Carlos Luis, conde de Montemolín, e hijo de Carlos María Isidro, que había abdicado en él de sus derechos dinásticos. Pero Montemolín no aceptaba ser solo rey consorte, con lo que al final la reina se casó en octubre de 1846 con otro primo, Francisco de Asís, hombre de voz atiplada y buen carácter, pero escasa energía, a quien se acabaría conociendo con el hiriente apodo de Paquita. La segunda guerra carlista estaba servida.
Los elementos carlistas no habían dejado de infiltrarse en las regiones fronterizas, y por las tierras del País Vasco, Navarra, Cataluña y el Maestrazgo circulaban agitadores y partidas que pronto toparon con la Guardia
Civil. En Cataluña esta se empleó con prudencia (por su escasez de efectivos)
contra los trabucaires, que en seguida se percataron de que hacían frente a un ene
migo mucho más organizado, motivado y capaz que el ejército. Esa experiencia
sirvió a los guardias para tomar conocimiento del terreno, lo que les sería extremadamente útil para enfrentar la revuelta de los matiners, término con el
que se conocería la segunda guerra carlista y que procede de la premura con que se alzaron y de la necesidad que tenían estas partidas guerrilleras de levantar los campamentos de madrugada para no ser sorprendidos.
La revuelta fue instigada por Montemolín desde Londres, donde estaba refugiado tras haberse fugado de su confinamiento en Francia. Las primeras acciones, a comienzos de 1847, encabezadas por los jefes guerrilleros Tristany y Ros de Eroles, tuvieron como objetivo preferente a los destacamentos de la Guardia Civil, que se defendieron con denuedo. Tomaron el relevo jefes como los autonombrados coroneles Boquica Gonfaus, contra los que lucharon los generales Pavía y Gutiérrez de la Concha. Este, como había hecho en Galicia frente a los rebeldes progresistas, recurrió a los disciplinados guardias, que entraron con frecuencia en refriega con los montemolinistas y fueron, de nuevo, profusamente condecorados. El gobierno trató de combinar la dureza con las ofertas de indulto, pero los recalcitrantes matiners no solo no cedían, sino que se permitían provocaciones como la entrada en abril en la ciudad de Barcelona, en lo que hoy es el barrio de Sants, donde sembraron el pánico. En julio, Ramón Cabrera, designado por los rebeldes como capitán general de Cataluña, Aragón y el Maestrazgo, cruzó la frontera de Francia. Traía con él unos mil montemolinistas, que pronto aumentaron hasta diez mil, con la recluta que iba haciendo a su paso por los pueblos. Formó cuatro pequeñas divisiones y diecisiete partidas que denominó batallones. Al frente puso a los jefes guerrilleros que habían brillado en las escaramuzas previas.
En el mando de las tropas gubernamentales se sucedieron los generales Pavía y Fernández de Córdoba, con resultados bastante poco alentadores, que culminaron en el descalabro de noviembre en Aviñó. Ello condujo al nombramiento, de nuevo, del general Gutiérrez de la Concha, que empezó a invertir el curso de la campaña, hasta que, en abril de 1849, Montemolín, que pretendía pasar a España para alentar la revuelta, fue detenido por unos aduaneros franceses. Su captura provocó el desánimo de sus partidarios. En el Maestrazgo, las partidas de Gamundi y Rocafurt sucumbieron ante el destacamento especial que la Guardia Civil envió a Caspe, donde el sargento del cuerpo José Buil se distinguió en la defensa del castillo, asaltado por los montemolinistas aprovechando que el grueso de las tropas se hallaban en misión de reconocimiento. En Cataluña, Cabrera logró eludir el acoso gubernamental, pero el 18 de mayo de 1849 se vio obligado a cruzar nuevamente en retirada la frontera. Los hombres del duque de Ahumada, el mismo que ya lo pusiera en fuga una década atrás, tuvieron no poca intervención en su derrota. Y no solo en el teatro de operaciones donde actuaba el llamado Tigre de Tortosa, sino en los demás lugares donde logró prender la rebelión montemolinista. En Burgos mantuvieron a raya al coronel Arnáiz, más conocido como Villasur que en Hontomín trató en vano de reducir a los pocos guardias que defendían la casa-cuartel a las órdenes del cabo Juan Manuel Rey. Incluso llegó a fusilar ante sus ojos al guardia Calixto García, puesto de rodillas para la ejecución. En León, el capitán Villanueva acabó con la partida de Muñoz Costales, después de que este se apoderase de dos cuarteles. En Toledo los beneméritos neutralizaron al comandante Montilla y al brigadier Bermúdez. Y en Navarra y País Vasco, los hombres del cuerpo desmantelaron la partida de Andrés Llorente en Estella y apresaron en Zaldivia al jefe de la rebelión en ese territorio, el general Alzáa, gentilhombre de Montemolín, que fue expeditivamente fusilado.
La efectividad de la Benemérita para librar al gobierno de todos sus adversarios políticos quedaba pues acreditada, hasta extremos que llegaron a preocupar al propio Ahumada. La significación de los guardias en la lucha contra progresistas y carlistas los hizo tan queridos a los ojos de los afines al gobierno como objeto de aversión por buena parte de la población, lo que iba en perjuicio no solo de su misión esencial, el mantenimiento del orden público, sino de su necesaria aceptación por parte de la ciudadanía. El duque así lo advirtió al Gobierno, que desoyó sus protestas, lo que movió al fundador a pedir el relevo de su cargo, aunque su petición no fue atendida.
Otro frente, más neutral desde el punto de vista político, pero no menos exigente para los hombres del cuerpo, fue la represión del contrabando. Esta tarea, encomendada fundamentalmente al cuerpo de Carabineros, en tanto que responsable principal del resguardo fiscal de las fronteras, también la asumió la Guardia Civil, con arreglo al criterio expuesto por el duque en el capítulo XI de la cartilla: al ser una infracción de la ley, los guardias estaban obligados a perseguir todo contrabando del que tuvieran noticia, sin perjuicio de la competencia del cuerpo fronterizo. Y no se trataba de un empeño de segundo orden. Los contrabandistas de la época estaban bien organizados y eran en extremo violentos. Desde Gibraltar pasaban tabaco y tejidos, por la frontera pirenaica atravesaban el ganado y las armas, y en el interior del país se traficaba con moneda falsa y pólvora. A veces se hacía a gran escala, con alarde cuasi-militar. El 4 de junio de 1846 un contingente de 600 hombres de a pie y 200 a caballo se presentó en el puerto de Guaiños (Almería) para proteger el paso de un gigantesco alijo. Sobra decir que los carabineros del lugar fueron impotentes para evitarlo. Desde su despliegue, los guardias se emplearon en reducir este fenómeno, no muy diferente en su mecánica armada de la lucha contra bandoleros y guerrilleros carlistas, cosechando éxitos como del cabo Molero, del puesto de Huércal-Overa (Almería), que marchando a pie hasta Pechina (es decir, unos cien kilómetros) logró, tras interceptar un contrabando de pólvora, localizar la fábrica que la producía, para luego, sin arredrarse por el esfuerzo, volver a pie al punto de origen. Otra dificultad que hubo que vencer fueron los frecuentes intentos de compra por parte de los contrabandistas, como los tres mil quinientos duros que le ofrecieron al cabo González, comandante del puesto de Alhabia (Almería), tras encontrar en una cueva cuarenta y cuatro fardos. El cabo rechazó el soborno, que representaba unos veinte años de su sueldo, como rechazarían los guardias que apresaron a cuatro contrabandistas en el caserío de Matasanos (Córdoba) los cuatro reales ofrecidos por estos. Según las crónicas, uno de los guardias respondió, despectivo: «No hay oro en todo el mundo para comprarnos».