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Ya lo fueran en sentido propio o respondiendo a este mecanismo reflejo, en cualquier caso los bandoleros suponían en España una calamidad pública de primer orden, por el daño que producían a la economía del país pero también a la integridad y la dignidad de las personas. No solo eran violentos sus robos, con rotundas técnicas de intimidación que buscaba anular a sus víctimas; aprovechándose del miedo que infundían, y de la impunidad de que gozaban, se servían de la fuerza para tomar por ella otros objetos de su codicia. No era nada infrecuente, más bien al contrario, que las mujeres sorprendidas por los bandidos en los caminos, o en los cortijos y las casas rurales aisladas, se vieran obligadas a satisfacer otro tributo, que servía para que el matón de turno calmara sus muy viriles ardores.

Como ya anticipamos, los criminales camineros pudieron intuir muy pronto que con la llegada de los guardias civiles su época dorada tocaba a su fin. Uno de los primeros avisos lo recibieron en la carretera de Extremadura en la noche del 7 al 8 de diciembre de 1844. Llegando la diligencia de Talavera de la Reina al término de Arroyomolinos, fue asaltada por un grupo de siete bandidos que obligaron a desenganchar las caballerías y amordazaron y vejaron a los viajeros. Cuando se daban a la fuga con el botín, fueron interceptados por una patrulla de guardias civiles, que los estaban aguardando. Viendo que tenían obstruido el paso, lucharon. Los cadáveres de seis bandoleros quedaron tendidos sobre el camino y el séptimo cayó prisionero. Para ejemplo, el jefe político de Madrid dio orden de que el carro con los cuerpos sin vida de los malhechores recorriera las calles de la ciudad escoltado por los guardias. La impresión fue memorable, y el alborozo entre arrieros y mayorales de diligencias, tan irrefrenable como entusiasta.

Hacer un repaso de todas las acciones y partidas desmanteladas en este decenio de 1844-54, o aún de una muestra escogida de ellas, excede de las dimensiones de este libro. Baste decir que cayeron una a una todas las «gavillas» (como también se las llamaba) que se habían enseñoreado de las carreteras, tanto principales (las seis radiales, sobre cuyo trazado se hicieron luego las actuales autovías) como secundarias. Por ejemplo, el clan de los Botijas, que controlaba implacablemente el paso por Despeñaperros, en la carretera de Andalucía, o la banda que sembraba el terror a la altura de El Molar, en la de Francia. Para ello, los guardias combinaron toda suerte de técnicas, desde aguardar al acecho a los bandoleros en los puntos donde solían atacar, hasta viajar escondidos en las propias diligencias. Con frecuencia debían entrar en combate con los criminales, nada dados a rendirse a la autoridad, y a menudo, por lo autoridad, y a menudo, por lo primitivo de su armamento de fuego, se luchaba cuerpo a cuerpo. No pocas muertes de bandidos por «estocada», es decir, por herida de arma blanca, registran los partes de la época.

Como ejemplo notable de todas estas acciones podemos reconstruir la singular historia del verdadero Curro Jiménez, el barquero de Cantillana, que inspiró la famosa serie televisiva, tan atractiva como llena de inexactitudes en su presentación de la figura del bandido. De hecho, Francisco López Jiménez, que tal era su nombre, nunca luchó (ni pudo hacerle contra los invasores franceses, ya que nació en 1820, y mucho menos contra ningún miguelete, ya que no los había en el extremo occidental de Andalucía, que fue su área exclusiva de actuación. Sin duda alguna, su acción más sonada fue el asesinato de Juan Guzmán, alcalde de La Algaba, que secretamente había organizado la partida del llamado Matasiete, un ex presidiario que con otros veinte hombres trató de sorprender por encargo de Guzmán al famoso caballista, para eliminar la competencia. Tras adelantarse a sus atacantes, y desembarazarse de buena parte de ellos, Curro acabó con el instigador. Esta masacre tuvo lugar cuando aún la Guardia Civil no había llegado a la provincia, y la batida que emprendieron seis compañías del ejército fue infructuosa. Irónicamente, fue este bandido uno de los primeros detenidos por la Guardia Civil. En enero de 1845 lo atrapó el sargento Norcisa, comandante del puesto de Cantillana, su pueblo natal. Pero poco después el escurridizo criminal se fugó de la cárcel, aprovechándose de la escasa seguridad de los centros penitenciarios de la época. Todo un revés para los guardias, que vino a completarse cuando la partida de Jiménez les causó uno de los primeros muertos en su lucha por asegurar los caminos, el guardia Francisco Rieles. En sucesivos encuentros aún hirió a otros tres miembros del cuerpo. Pero tras un enfrentamiento, de nuevo, con los guardias del puesto de Cantillana, la banda quedó maltrecha y durante dos años pareció que Curro Jiménez se había esfumado sin dejar rastro. Reorganizada su partida en 1848, se unió a la sedición carlista, en un movimiento más táctico que ideológico, para hallar una salida a su trayectoria criminal. Pero el sargento Lasso, comandante del puesto de Sanlúcar la Mayor, herido de gravedad en una de las escaramuzas del bandido con la Benemérita, y el teniente Castillo, jefe de la sección, se juramentaron para acabar con él. Lo lograron el 2 de noviembre de 1849, fecha en que el barquero de Cantillana murió a manos de sus encarnizados perseguidores.

Prosper Merimée había hecho famoso, tiempo atrás, a José María el Tempranillo (también llamado por sus paisanos Medio Peo) forjando con su figura el arquetipo del bandido romántico. Pasado el ecuador del siglo, otro viajero francés, el barón de Davillier, escribió: «De los bandoleros ya no queda en España más que el recuerdo. Hoy los caminos son absolutamente seguros gracias a la activa vigilancia de los civiles». Los hombres del duque habían ganado su primera gran batalla.

Capítulo 4

Revolución y contrarrevolución

Aparte de tener sus propios problemas, materializados en las guerras civiles derivadas del problema dinástico y, en última instancia, de la defectuosa cohesión y la precaria vertebración de los reinos y territorios que la formaban, la España del siglo XIX no pudo sustraerse a los movimientos revolucionarios que sacudieron en esa centuria el continente, y con los que hubo de lidiar al mismo tiempo. La revolución de 1848, que atravesó toda Europa desde que prendiera en enero su llama inicial en Palermo y Nápoles, también llegó a la península Ibérica y, como no podía ser de otra manera, adquirió su forma peculiar en la nunca apagada pugna entre moderados y progresistas.