Y ello, aunque en los años previos había habido no pocos intentos de reconciliación. La boda real, en 1846, propició una amplia amnistía, aprobada por el gabinete de Istúriz, el dirigente moderado que sucedió a Narváez tras su salida de la presidencia del gobierno. Ello devolvió a las Cortes a progresistas conspicuos como Álvarez Mendizábal, lo que contribuyó a precipitar la crisis del gobierno. En los primeros meses de 1847 se sucedieron en la presidencia el duque de Sotomayor (que incorporó a la cartera de Gracia y Justicia al joven y brillante Bravo Murillo), el conocido periodista Joaquín Francisco Pacheco y el ambicioso banquero José de Salamanca, que intrigaba en las proximidades de la corte con el aval del marido de la reina madre, el ex guardia de Corps Fernando Muñoz. A su dimisión, por el curso adverso de la segunda guerra carlista,
Inglaterra maniobró para colocar en la presidencia a otro personaje de singular talento para la intriga, el general gaditano Serrano Domínguez, favorito de la reina y de larga y cambiante vida. Si unas páginas atrás dábamos cuenta de su intervención decisiva en la caída de Espartero, tras haber sido su fiel partidario, más adelante habrá de consignarse cómo después de ser incondicional de Narváez se pasó al progresismo y cómo tras su cercanía a la Corona se distinguiría en el destronamiento de Isabel II y acabaría ocupando la presidencia del poder ejecutivo de la I República. Pero al final fue Narváez, que había sido alejado de la corte como embajador en París, el llamado a ocupar la responsabilidad. Resistió las presiones de palacio para nombrar a Salamanca ministro de Hacienda (el banquero, de hecho, acabó huyendo del país) y formó un gabinete de leales.
Todas estas idas y venidas en el ejecutivo se produjeron sin que hubiera en cambio alteración alguna al frente de la inspección general de la Guardia Civil. De hecho, el duque de Ahumada vio cómo su labor era elogiada, incluso, por destacados liberales progresistas como Pascual Madoz (el autor de la segunda desamortización) que manifestaría que la creación de la Guardia Civil «ofrecía al país un elemento de seguridad a cuya sombra el comercio, la industria y la agricultura podían verse libres de los azares que desgraciadamente sufrían en España estas fuentes de riqueza pública». Las cifras que podía exhibir el cuerpo así lo respaldaban. En 1846, detuvo a cerca de 5.000 delincuentes y realizó aprehensiones de contrabando por un 80 por ciento de las efectuadas por el cuerpo especializado, los Carabineros, con un total de 19.000 servicios, que en 1847 se elevaron a 21.600. Y todo ello para un cuerpo que no llegaba a los 8.000 hombres, divididos en la gestión de tantos frentes simultáneos como se expuso en el capítulo anterior. Semejante ejecutoria le valió a Ahumada el ascenso a teniente general, que le fue concedido con ocasión de la boda de la reina.
La revolución europea no pilló desprevenido a Narváez. El año que había pasado en París lo había puesto al corriente de lo que se cocía en el país vecino, y caída de Luis Felipe de Borbón y la proclamación de la república tras el motín del 21 de febrero debieron de sorprenderle solo hasta cierto punto. El 27 de febrero despachó a Francia al duque de Ahumada con la encomienda de rescatar a la princesa Luisa Fernanda, hermana de la reina y casada con el duque de Montpensier, hijo del destronado monarca francés. Acabó hallándola en Londres, y trayéndola a Madrid el 7 de abril. El presidente del gobierno, entre tanto, controlaba de cerca los pasos de los conspiradores revolucionarios españoles, entre los que se hallaban el coronel de la Gándara y José María Orense, además de los líderes progresistas más acreditados, como Mendizábal, Madoz, Manuel Cortina y el reconvertido Patricio de la Escosura. Todos ellos planeaban proclamar la república tras desalojar a los moderados y establecer un gobierno provisional. Narváez llegó a citar a Mendizábal a su despacho para advertirle de que estaba al corriente de lo que estaban tramando él y los suyos y ofrecerles «la rama de olivo». El ofrecimiento fue rechazado con modos altaneros, a lo que Narváez respondió: «el día que provoquen la sedición, no les daré cuartel». Y desde luego, el general se atuvo a su palabra.
La revuelta estalló en Madrid el 26 de marzo, en la plaza de los Mostenses. Su estratega y director militar fue el coronel de la Gándara, con ayuda del capitán Buceta (expulsado de la Guardia Civil tras su implicación en las revueltas gallegas) y el respaldo de unos setecientos militares esparteristas acuartelados en la villa y corte. Narváez dividió Madrid en sectores para su defensa. A la Guardia Civil le tocó la estratégica Puerta del Sol, a la que se dirigió el 1er Tercio mandado por su jefe, el coronel Purgoldt. Desde su cuartel del Teatro Real avanzaron por la calle Mayor, que limpiaron de elementos rebeldes, así como la adyacente plaza Mayor. Ocupada la Puerta del Sol por la caballería del Tercio, por la tarde se dirigieron los guardias a reforzar las tropas gubernamentales en la plaza de la Cebada (escenario de violentos combates) y aseguraron la Puerta de Toledo. La rebelión quedó aplastada antes de la caída de la noche. El 5 de abril se publicó un decreto en el que se cubría de condecoraciones y ascensos a los guardias, que habían sido determinantes para la derrota de los revolucionarios.
Pero los cabecillas de la conspiración lograron escapar a la represión y el 7 de mayo volvieron a intentarlo. El capitán Buceta, junto a varios sargentos, sublevó al regimiento España y marchó hacia la Plaza Mayor. Advertido el movimiento por una patrulla de guardias, el coronel Purgoldt acudió a tomar posiciones en la Puerta del Sol con unos doscientos hombres. El duque de Ahumada abandonó la sede de la Inspección General para ponerse al frente de los suyos, y mientras subía por la calle Mayor, a la altura de la del Triunfo, recibió una descarga cerrada de los rebeldes que le mató al caballo y le causó una herida leve en la oreja. Logró esquivarlos y ya al mando de sus guardias atacó la Plaza Mayor, donde se había hecho fuerte Buceta con los soldados sublevados y numerosos paisanos. El propio Narváez y otros generales acudieron al lugar de la batalla, en la que se llegó a emplear la artillería. La rebelión quedó aplastada y las represalias, como ya advirtiera el espadón de Loja, fueron de una extrema dureza. Los detenidos, conducidos (como era su habitual cometido) por la Guardia Civil, formaron largas cuerdas de presos rumbo a Cádiz para ser deportados a Cuba y Filipinas. Narváez, decidido a asegurar firmemente el dique contra la marea revolucionaria, ordenó la concentración en Madrid de 4.000 guardias civiles, consciente de que estos eran, entre todos los elementos armados con que contaba el Gobierno, los de más confianza, mayor calidad y más esmerada instrucción. Formó con ellos cuatro batallones de a mil hombres, traídos de casi todos los tercios d cuerpo (a excepción del II, estacionado en Cataluña, y el VII, que ocupaba de Andalucía oriental). Les pasó revista general en el paseo d Prado y les hizo luego desfilar por la calle de Alcalá. La imponente parada causó sensación, y Narváez felicitó a Ahumada por el «brillante aspecto y la «aptitud» de sus hombres. Tenía motivos para el reconocimiento porque la eficacia y disciplina de los guardias le sirvieron para ganar un prestigio de estadista a escala continental, por el modo en que había detenido una oleada revolucionaria que en otros lugares de Europa causó mucho mayor quebranto. Tan fuerte se sentía que expulsó al embajador británico en Madrid, Bulwer Lytton (hermano del famoso novelista) por su connivencia con los alentadores de la conjura. Ahumada fue nombrado jefe permanente de las tropas que, en caso de alarma, debían reunirse e el Palacio de Oriente. Los 4.000 guardias civiles quedarían concentrados en Madrid, asumiendo todos los servicios de seguridad del Estado, hasta el 19 de enero de 1849.