La revuelta también había estallado, aunque con menos fuerza que en la corte, que era el objetivo estratégico, en otras ciudades como Barcelona y Valencia, donde las tropas gubernamentales apenas tuvieron dificultad para sofocar las algaradas, al precio de unos pocos muertos y heridos. Más complicado fue restablecer el control del gobierno en Sevilla, donde el comandante de filiación progresista José Portal encabezó un contingente de 1.500 paisanos armados, sublevó el regimiento de Caballería del Infante y marchó sobre el Real Alcázar. Hostigado por la Guardia Civil, atrincherada en el Ayuntamiento, y ante la imposibilidad de forzar el recinto, fuertemente defendido, emprendió la huida hacia Sanlúcar la Mayor, donde capturó y desarmó al destacamento de la Guardia Civil que mandaba el sargento Lasso (el artífice de la liquidación de Curro Jiménez y azote de caballistas). Pero, ante el acoso de las tropas gubernamentales, escapó a Huelva y de allí pasó a Portugal. El sargento y sus hombres fueron liberados.
Tal fue el desarrollo de la revolución en España, y tal la implicación y la significación de la Guardia Civil en su fracaso. Con ello acreditó por primera vez, y en grado quizá extremo, su disposición a sostener el orden vigente y al gobierno establecido, que en otros momentos históricos posteriores reiteraría, respecto de gobiernos de muy diverso origen y no menos diversa orientación. También se granjeó con ello, como había de sucederle otras veces, el fundado resentimiento de los sediciosos a los que plantara cara (fundado, por resultar decisiva para frustrar los planes de los rebeldes); exponiéndose para el futuro, en el que estos asumieran el poder, a su reticencia y represalia.
Pero los mismos gobernantes, que la utilizaban para reducir a sus adversarios políticos, se percataban de que esta no era la función con la que debía identificarse con carácter permanente la labor del cuerpo. Reconducida la situación, el 6 de junio de 1849 el ministro de la Guerra emitía una circular: «Restablecida la paz en toda la Península y vueltas a su estado normal las provincias, ha llegado el momento de que la Guardia Civil se dedique al objeto especial de su instituto».
Ni mucho menos, empero, acababa aquí la utilización de la Guardia Civil en la neutralización de levantamientos políticos. Y no hubo de pasar mucho tiempo antes de que tuvieran que emplearse sus hombres en los mismos cometidos, y en el mismo escenario que acogió los disturbios de 1348. La mecha revolucionaria volvió a prender en 1854, después de un proceso de descomposición del moderantismo verdaderamente digno de análisis, y al que no fueron ajenas las intrigas y corruptelas que se tejían en torno a la corte, donde el papel jugado por la sensual y joven reina, y su familia, pondría de manifiesto los claros inconvenientes que acarrea la presencia en la más alta magistratura del Estado de una persona que la hereda, abonando así de paso el incipiente sentimiento republicano que, por influjo de los movimientos revolucionarios europeos, empezaba a arraigar en España.
Hacia 1850, la dictadura liberal conservadora de Narváez, asentada en el pilar de la lealtad del duque de Ahumada y sus hombres, se resquebraja. El detonante es el conflicto con su joven y ambicioso ministro Hacienda, Bravo Murillo, a propósito del presupuesto militar. El ministro dimite, y el presidente también presenta su renuncia. Entre tanto, el padrastro de Isabel II, el duque de Riánsares, se ha asociado con el marqués Salamanca, vuelto del exilio, para explotar oscuros negocios privados, que suscitan el rechazo de Narváez. Entre unas cosas y otras, la reina le vuelve al de Loja la espalda, y el general, furioso, se marcha a Bayona, creyendo que la soberana (por la que siente una debilidad que algunos califican de amor platónico) no tardará en llamarlo. Pero nada de eso sucede. En lugar, la reina nombra presidente del gobierno a Bravo Murillo. Este se quien precipite los acontecimientos, al entrar en colisión con el ejército cuya hipertrófica plantilla está resuelto a reducir. En medio de la disputa llega a amenazar con «ahorcar a los generales con sus propias fajas». Hace algunos nombramientos saltándose el escalafón y con eso desencadena la insubordinación de los jefes militares. El general O'Donnell le dirige una airada comunicación, por la que será sancionado. Junto a Narváez, caído en desgracia, y los generales Gutiérrez de la Concha y Serrano Domínguez, comienza a conspirar. La facción uniformada del moderantismo está en el camino de rebelarse contra su propio partido. Por si acaso, a Narváez lo alejan, nombrándolo embajador en Viena.
El gabinete Bravo Murillo caerá en 1852, sucediéndole en la presidencia primero Roncali, luego Lersundi, y finalmente el joven periodista sevillano, de ascendencia polaca, Luis Sartorius, conde de San Luis, que se reservó para sí la cartera de Gobernación. Sus arbitrarias medidas en este cargo crearon un neologismo, polacadas, a imitación del término usual cacicadas. Pese a todo, la reina le entregó la presidencia del gobierno el 19 de septiembre de 1853. Apuntaba con ello maneras que hacían pensar en sus genes: no en vano era hija del absolutista Fernando VII, y como tal, en la percepción de los constitucionalistas, empezaba a comportarse. Para colmo, Sartorius se reveló pronto como un gobernante propenso a aprovechar el favor de la Corona en beneficio propio y de su camarilla. La ocasión, en forma de jugosas comisiones, la trajo la construcción de la red ferroviaria. Para sofocar las críticas, que le llegan tanto de progresistas como de los moderados críticos, el conde de San Luis impone la censura de prensa. También presiona a los gobernadores civiles, en su condición de ministro del ramo, para que sigan fielmente sus directrices, lo que le lleva a no pocos roces con Ahumada, que teme que las órdenes del presidente, contrarias a los reglamentos del cuerpo que con tanto esmero se ha ocupado de ajustar (y en especial, en lo tocante a garantizar la independencia de la institución de los jefes políticos), provoquen una indeseable contaminación de su acción. Pero ya es demasiado tarde para evitarlo. La revuelta está servida, y los guardias civiles se van a ver en medio.
La conspiración militar la encabezan O'Donnell, Serrano Domínguez y Ros de Olano. Envían un manifiesto a la reina, advirtiéndole de que la situación no puede ser tolerada por más tiempo. La juventud liberal progresista reparte también su manifiesto que dice cosas tan duras como estas: «La Constitución no existe. El Ministerio de la Reina es el ministerio de un favorito imbécil, absurdo, ridículo, de un hombre sin reputación, sin gloria, sin talento, sin corazón, sin otros títulos al favor supremo que los que puede encontrar una pasión libidinosa». No puede decirse que se anduvieran con medias tintas.
O'Donnell, que ha sido desterrado a Canarias, se oculta en Madrid. Mientras tanto, se prepara la sublevación en Zaragoza, donde se encuentra destinado el general conjurado Domingo Dulce. Apartado este oportunamente del mando, al aprovecha gobierno una visita del militar a Madrid para nombrarlo inspector general de Caballería, toma la dirección de la asonada el brigadier Hore, del regimiento Córdoba. Su intentona, el 20 de febrero de 1854, la desbarata el coronel del Tercio de la Guardia Civil de guarnición en la ciudad, León Palacios, que arrolla a los cazadores del Córdoba con sus guardias. Al brigadier Hore lo abaten las fuerzas gubernamentales en Zaragoza, y su segundo jefe, el teniente coronel Latorre, cae apresado con los restos del regimiento intentando ganar la frontera pirenaica. Tras un consejo de guerra, se lo fusila el 3 de marzo de 1854. La fecha que, ironías destino, había fijado con antelación para contraer matrimonio.
Sartorius ordena una batida policial para localizar a los conjurados pero todo es inútil. O'Donnell sigue en Madrid, pero cambia de escondite, trasladándose al número 3 de la Travesía de la Ballesta. Lo hace enmascare aprovechando el domingo de Carnaval. El 13 de junio, tras febriles preparativos, abandona este escondrijo y se traslada a la calle de la Puebla. Allí, con intervención de Ángel Fernández de los Ríos, implicado en la crisis de 1852, y director del periódico crítico Las Novedades, se redacta el manifiesto de la sublevación. Por inspiración del periodista se acepta restablecer la Milicia Nacional, aunque el general O'Donnell la limita a algunas ciudades (deduce Aguado Sánchez que por preferir contar con la ya asentada y más fiable Guardia Civil para garantizar la seguridad en el conjunto del país), y se proclama que para combatir la política absolutista dirigida por el favorito de la reina cabrá «llegar hasta la República, si preciso fuera».