Mientras tanto, el ministro de la Guerra, Blaser, al corriente de lo que se prepara, nombra al duque de Ahumada jefe de las tropas del sector de Palacio y zonas adyacentes, con inclusión del Teatro Real y calles Mayor y Arenal. El sentido del nombramiento es claro: el gobierno cuenta para proteger el centro neurálgico de la capital, y en él a la soberana, con quien ya se distinguiera en la contención del estallido revolucionario de 1848. La Historia y su tendencia a repetirse.
El 28 de junio de 1854 los sublevados reúnen sus fuerzas. O'Donnell abandona su guarida y pasa revista a las tropas en Canillejas. La reina está en El Escorial, y el ministro de la guerra, Blaser, furioso. Al final, el movimiento esperado les ha pillado por sorpresa. La reina regresa a toda prisa a palacio, donde entra de madrugada. El duque de Ahumada cursa órdenes a todos los tercios del Cuerpo para que se concentren en las capitales de provincia. El 1er Tercio se reagrupa en Madrid. El Consejo de Ministros declara el estado de guerra. Mientras tanto los sublevados han entrado en Alcalá de Henares y Torrejón de Ardoz, donde han reducido a toda la guarnición de la Guardia Civil, mandada por el teniente Palomino, cuya negativa a unirse a la rebelión ensalza El Heraldo, el periódico de Sartorius. Blaser reúne a toda prisa un ejército de 5.000 hombres. O'Donnell cuenta con unos 2.000. Ambos chocan en Vicálvaro, una extraña batalla en la que las baterías gubernamentales, situadas bien a cubierto en el arroyo Abroñigal, castigan sin piedad a los rebeldes, que disponen en cambio de superioridad en cuanto a caballería, lo que deja el combate en tablas. Unos y otros se adjudican la victoria, y el capitán general de Madrid, Lara Irigoyen, recibe la máxima condecoración, la gran cruz de San Fernando.
Tras la Vicalvarada, como en adelante sería conocida, se produce una conferencia entre los conjurados. Caer sobre Madrid parece inviable, dada la resistencia que ha mostrado el bando gubernamental. Alguno propone ir sobre Zaragoza y utilizarla como base de la rebelión. Pero finalmente deciden trasladarse a Aranjuez, buscando los llanos manchegos, donde la caballería del general Dulce puede prevalecer fácilmente si las tropas leales al gobierno insisten en presentarles batalla. Muestra con ello O'Donnell una falta de decisión que permitirá a los gubernamentales reorganizarse. Blaser forma la división de Operaciones de Castilla la Nueva, que parte a Aranjuez en ferrocarril. Pero antes los operarios han de reparar la vía férrea, para lo que cuentan con la protección de la Guardia Civil del 1er Tercio, dirigido por el brigadier Alós. El 5 de julio de 1854, Aranjuez cambia apaciblemente de manos. O'Donnell se ha retirado la víspera, dejando la plaza libre a sus enemigos. Comenzará a partir de aquí una pintoresca persecución, en la que el ejército de Blaser seguirá los pasos al rebelde hacia el sur, sin encontrarse nunca y, lo que resultará crucial, dejando desguarnecido Madrid, donde en ese momento ya se gesta otra revolución.
Pieza clave en los inminentes disturbios es el joven político malagueño Antonio Cánovas del Castillo, que llega a Aranjuez al tiempo que los gubernamentales y alcanza a O'Donnell a la altura de Puerto Lapice. Su intención es dar al movimiento un carácter más civil que militar. Parlamenta con el general en el trayecto hacia Manzanares, y al llegar a esta última localidad, el 7 de julio, redacta el manifiesto que sería conocido con su topónimo. En él se propugna la voluntad de los sublevados de restablecer las libertades y derechos constitucionales, reimplantando la Milicia Nacional y manteniendo a salvo el trono, pero sin ceder hasta que se restablezca el escalafón militar y se produzca, en forma de asamblea constituyente, la «regeneración liberal».
El capitán Buceta, que ya destacó en los sucesos de 1848, se ofrece para tomar Cuenca en audaz golpe de mano. Lo logra, pero por poco tiempo: los guardias civiles de la provincia marchan sobre la ciudad y tras una breve escaramuza ponen en fuga al revolucionario. Sin embargo, el manifiesto de Manzanares ha dejado tocado de muerte al gobierno de Sartorius. Ha logrado ampliar la base de la revuelta, que ya no es el rebrinco de unos generales con perfiles de querella interna en el seno del partido moderado: el manifiesto, con su promesa de restaurar la Milicia Nacional, no solo atrae a muchos progresistas, sino también a las clases populares, a quienes les es muy cara esta institución de laxa disciplina que permite sentirse a todos militares. Barcelona se une a la rebelión el día 14 de julio. Una comitiva de políticos progresistas viaja de Zaragoza a Logroño, donde vive retirado el duque de la Victoria, Baldomero Espartero, para ofrecerle la jefatura de la Junta revolucionaria. El viejo líder progresista, tras algún titubeo, acepta. Con Blaser persiguiendo hacia Andalucía al ejército de O'Donnell, el conde de San Luis presenta su renuncia. El poder, que nadie apetece tener, acaba recayendo en el general Fernández de Córdoba, mientras las juventudes liberales reparten proclamas por la capital y las multitudes ocupan las calles. Los guardias tienen orden del nuevo presidente de no provocar a los revoltosos. Su jefe en Madrid, el brigadier Alós, intenta mantener el difícil equilibrio pero tiene que acabar repeliendo por la fuerza el intento de un grupo de revolucionarios que quieren entrar en el cuartel del 1er Tercio y la Inspección General para apoderarse de las armas. Lo que sí logran ocupar es el Gobierno Civil y el ministerio de la Gobernación (la actual presidencia de la Comunidad de Madrid, que entonces era también sede del consejo de ministros), reconquistados a las pocas horas por los efectivos gubernamentales. Crecidos por sus hazañas, los manifestantes vociferan en las inmediaciones del Palacio Real. El duque de Ahumada, jefe del sector de Palacio, apresta a quinientos hombres para su defensa. Es el objetivo más codiciado: allí está la reina junto a sus impopulares protegidos.
Destacados liberales forman la Junta de Salvación, opuesta al gobierno. Nombran presidente al general masón Evaristo San Miguel, y comisionan a Francisco Salmerón y Nicolás María Rivero para pedir audiencia a la reina. Esta, sorprendentemente, los recibe y escucha sus pretensiones (en síntesis, el restablecimiento de un gobierno liberal y de la constitución de 1837) pero no les da una respuesta. Les promete estudiar la propuesta y los despide. Poco después confirma a Fernández de Córdoba en la presidencia. Hacia el 18 de julio, las barricadas están ya en las calles, y la Guardia Civil, en especial su escuadrón de caballería, el único realmente eficaz con que cuenta el gobierno en la capital, se tiene que emplear a fondo para defender los edificios públicos y controlar los sectores que tiene asignados. En las calles madrileñas, donde la revuelta la dirigen personajes tan pintorescos como los toreros Pucheta (jefe de la barricada de la Puerta de Toledo) y Cúchares, se escuchan los mueras a la Guardia Civil. Monteras contra tricornios. El esperpento español en uno de sus instantes culminantes. Pero la cosa se pone seria. Los paisanos alzados en armas plantan enormes barricadas, a imitación de los revolucionarios franceses, e imponen su propia ley, que incluye la pena de muerte sin juicio previo a los ladrones. Un negro al que se sorprende con un lavamanos de plata es uno de los primeros ajusticiados (o asesinados, según se mire).