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En la Plaza Mayor, los guardias del comandante Olalla tienen que defenderse a tiros para no ser linchados por la partida de revolucionarios que encabeza el coronel Garrigós, quien los ha intimado a bajar las armas con garantías de respeto de su integridad. Las masas logran matar a varios guardias, pero en pocos minutos la firme reacción de los beneméritos despeja por completo la plaza. Aunque con ello salvan sus vidas, el deterioro de la imagen del cuerpo entre la población es galopante. Pocos días después, las coplas populares hablan de niños y mujeres asesinados por los guardias. La reyerta va de mal en peor.

Las barricadas se refuerzan y se extienden por toda la ciudad. Las hay en Caballero de Gracia, Peligros, Montera, Arenal, Carretas, Postas, Preciados… Para expugnarlas se recurre a la artillería (labor en la que destaca el joven teniente Pavía) y a la caballería de la Guardia Civil, mandada por el capitán Palomino, que se multiplica para mantener a raya a los rebeldes. Los guardias civiles del 1er Tercio, junto a su jefe, el brigadier Alós, quedan sitiados en su acuartelamiento, supuesto bastión de la que se ha llamado pomposamente «línea Córdoba», un cinturón defensivo de los centros del poder gubernamental. El jefe de la barricada de la calle de la Sartén, Camilo Valdespino, intima a Alós a rendirse, o mejor a pasarse a la revolución, prometiéndole el empleo de mariscal y amenazando con liquidarlo a cañonazos si no accede. El brigadier se mantiene firme y no hay bombardeo. Entre el resto de las tropas gubernamentales empieza a cundir el desánimo. Los cazadores de Baza, que defienden el sector de Palacio, se niegan a combatir al pueblo. La reina, que ha reemplazado en la presidencia del gobierno a Fernández de Córdoba por el duque de Rivas, jefe de un gabinete tan breve que fue conocido como el «Ministerio Metralla», llega a pensar en abandonar la capital, pero el embajador de Francia le advierte que cuando se abandona en medio de un motín no se suele volver. Isabel II llama entonces a palacio al representante de la Junta de Salvación, Evaristo San Miguel, a quien nombra ministro universal, y escribe a Espartero a Zaragoza, solicitándole que acuda con urgencia a Madrid. Al general O'Donnell le ordena regresar de inmediato a la corte.

El día 21, gracias a la diligencia de San Miguel, la Junta dicta el cese de hostilidades. Poco a poco vuelve la calma, pero los líderes revolucionarios están envalentonados y cada uno hace de su calle su reino. El general San Miguel recorre las barricadas calmando los ánimos. En la de la Sartén, Valdespino se muestra dispuesto a hacer las paces con los guardias a los que mantiene sitiados, pero en un momento alguien grita «¡Muera la Guardia Civil!» y por poco no se pasa de las confraternizaciones a la masacre. San Miguel y Valdespino son decisivos para impedirlo. El jefe de la barricada se encarga personalmente de disolver a los agitadores. Pero antes de que las aguas se remansen, aún se producirá alguna acción siniestra, como el linchamiento del jefe de policía, Francisco Chico, a quien llegan a sacar de la cama donde lo tiene postrado la enfermedad. El torero Pucheta excusa los atropellos por el desahogo lógico del pueblo por su triunfo, pero Valdespino se muestra resuelto, asegura, a que «la revolución no sea manchada». San Miguel, por su parte, dicta un bando prohibiendo los desmanes.

Por las calles empieza a correr el rumor de que la Guardia Civil será disuelta y sustituida por la Milicia Nacional, en la que esperan integrarse los revolucionarios. El día 25, Espartero hace su entrada triunfal en Madrid, y se funde en un abrazo público con su antiguo rival, el general O'Donnell. Entre tanto, el duque de Ahumada ha cesado en el mando del cuerpo, y el brigadier Alós saca a sus guardias de la ciudad. El día 27 de julio entregan la custodia del Palacio Real y la Inspección General a la Milicia Nacional, restablecida de manera fulgurante. Apenas una década después de su formación, parece llegada a su fin la Guardia Civil, deshecha en medio de las contiendas políticas.

Ilustrativo es el hecho de que tras el cese de hostilidades se dictara una orden concediendo generosos ascensos a todos los miembros del ejército (empezando por Leopoldo O'Donnell, autoascendido a capitán general, a imagen y semejanza de lo que hiciera Narváez, otro espadón aupado al poder por la fuerza de las armas), pero nada se dijera respecto de los guardias civiles, que habían combatido durante días, sin alimentos, apenas con el agua suficiente para soportar el calor sofocante del julio madrileño, y en muchos casos con fiebres y enfermedades intestinales que los llevaron al borde de la deshidratación. Para ellos, se duele Aguado Sánchez, «además de sus siete muertos y diecisiete heridos, solo hubo silencio, y hasta las armas perdidas e inutilizadas y los uniformes estropeados no se consideraron como pérdidas de guerra, determinándose que el armamento fuese dado de baja y el vestuario se repusiera con cargo a los haberes de cada uno».

Sin embargo, de la revolución sale un gabinete en el que se mezclan progresistas y conservadores. Lo preside uno de los primeros, Espartero, pero la cartera de la Guerra la ocupa el moderado O'Donnell. Este resulta decisivo para que la Guardia Civil sobreviva. Influye también el hecho de que, al haber salido los guardias de nuevo a los caminos que rodean la capital, hayan desaparecido los ladrones que se enseñorearan de ellos durante la concentración de los efectivos de la Benemérita para hacer frente a los disturbios. Los ayuntamientos, alineados con el nuevo régimen, insisten empero para que les sean devueltos «los guardias suyos», es decir, los que prestaban servicio en sus pueblos antes de que se produjera la concentración. Se nombra nuevo inspector general a Facundo Infante. Un veterano general, sexagenario y marcadamente progresista, con quien el cuerpo salvará el bache

Capítulo 5

Entre el pueblo y el cacique

Si en la fundación de la Guardia Civil fueron determinantes el poder que lograra concentrar Narváez y la rigurosa visión y la capacidad organizadora del duque de Ahumada, en su pervivencia tras su primer decenio de funcionamiento se revelará igualmente trascendente otro binomio análogo, aunque de distintas características: el formado por O'Donnell (verdadero hombre fuerte del gobierno revolucionario, elevado Espartero a la condición de figura más bien simbólica) y el general Infante, un hombre de notoria personalidad que tras ser nombrado inspector general de una maltrecha Guardia Civil supo entender lo que tenía entre las manos y cómo hacer para arraigarla en un terreno que a la sazón amenazaba con privarla de riego y extinguirla.

Esta visión no es compartida por algunos historiadores. En particular, Aguado Sánchez (que es nuestra guía principal para el relato de estos primeros años de la Benemérita, por su esfuerzo sin parangón en acopiar y consignar las circunstancias que los rodearon) juzga que la Guardia Civil no salió adelante sino por sus propios merecimientos, demostrados en esos diez primeros años de duro trabajo en los caminos y los pueblos de España. No es cuestión de restarles mérito a los guardias, forjados en el espíritu de Ahumada, que sin duda fueron quienes hicieron el grueso de la labor, y nadie más proclive que quien escribe estas líneas a ponderar el esfuerzo de los peones de brega por encima del de dirigentes y figurones. Pero el hecho innegable es que junto a esa tarea, de todo punto beneficiosa y sentida como tal por el grueso de la población (habría que excluir a los delincuentes), se había distinguido en demasía el Cuerpo en otro quehacer, mucho menos favorable para su subsistencia en el enrarecido ecosistema político que era la España del XIX. Merced al abuso de los guardias en la represión de asonadas y disidencias, empeño en el que habían demostrado además su temple y eficacia, se corría el riesgo de que quedaran identificados con una de las facciones en liza, y por tanto incapacitados para servir al conjunto de la nación. Mal bagaje para superar el vaivén continuo que seguiría marcando los acontecimientos en esa convulsa centuria y en la siguiente, no menos sacudida por las disensiones entre compatriotas. Quien más hizo por contrarrestar ese nefasto efecto, quien se aplicó con inteligencia y generosidad a impedir esa desgraciada consecuencia, que habría privado al país de uno de los pocos recursos públicos realmente efectivos y fiables con que contaba, y quien, en suma, acertó a consolidar a la Guardia Civil como patrimonio común de todos los españoles, fue, y es de justicia reconocerlo, el veterano general y curtido conspirador Facundo Infante Chaves.