Este militar, que se puso al frente de la Guardia Civil a la edad de 64 años, tiene una biografía digna de reseña. Nacido en Villanueva del Fresno (Badajoz), en una familia acomodada, estaba estudiando Derecho en Sevilla cuando se produjo la invasión napoleónica. En septiembre de 1808 lo nombran subteniente de los Leales de Fernando VII y por sus acciones de guerra (principalmente en la zona de Cádiz, distinguiéndose entre otras en las escaramuzas de Chiclana y Sancti Petri) asciende a capitán. Cae prisionero en Valencia, pero logra fugarse. Participa en la reconquista de Sevilla y acaba persiguiendo a los franceses en retirada hasta su propio territorio. Enemigo declarado del absolutismo, ha de emprender en 1819 el camino del exilio, del que vuelve tras el pronunciamiento de Riego. Bajo el gobierno revolucionario progresista asciende a teniente coronel y obtiene acta de diputado, condición en la que vota la incapacidad del rey, lo que lo obliga a refugiarse en Gibraltar cuando vuelve la ola absolutista. En 1825 embarca en Río de Janeiro con intención de llegar a Perú, aún en poder de España. Cruza a pie la cordillera andina pero cuando llega a Perú se lo encuentra convertido en república independiente. Su amistad con el general Sucre le vale el nombramiento de ministro del Interior de la nueva república, con la condición de no perseguir a ningún español y de que si España intenta recuperar su antigua posesión, será relevado de inmediato. La nostalgia de Europa lo mueve a instalarse en 1831 en París, donde recibe en 1833 la noticia de la amnistía general a la muerte de Fernando VII. Regresa entonces a España, donde ocupa la jefatura política de Soria y allí ha de fajarse en la persecución de la famosa partida carlista del cura Merino. En 1835 Mendizábal lo recluta como subsecretario del Ministerio de la Guerra, y en 1838, ya con el grado de brigadier, está de segundo jefe en Valencia a las órdenes de O'Donnell. Pasa por el Congreso y el Senado y durante la regencia de Espartero, mientras San Miguel desempeña la cartera de Guerra, ocupa la cartera de Gobernación, donde impulsa los institutos de segunda enseñanza, dependientes por aquel entonces de su departamento.
Tras la batalla de Torrejón, y la capitulación de sus compañeros y correligionarios Zurbano y Seoane, se exilia en Londres, desde donde escribe nuevos capítulos de su carrera conspirativa. Participa en las revueltas progresistas de 1846 y en 1847 logra acta de diputado por Betanzos. Con su ascenso a teniente general ocupa una plaza en el Consejo Real y escaño de senador vitalicio. Paralelamente, y desde su afiliación en su edad juvenil a la masonería, llegaría a ostentar el más alto grado en el Gran Oriente masónico español. Como se ve, un perfil nada anodino, y más que oportuno para dar la batalla por la legitimidad del cuerpo que le tocó dirigir ante la nada predispuesta España posterior a la revolución de 1854. Tuvo además otra circunstancia que lo reforzaría en este papel, y es que a partir de ese año, sacando partido de su condición de viejo parlamentario, ocupó la presidencia del Congreso, cargo este que, pasmosamente para nuestros estándares actuales, simultaneó con la Inspección General de la Guardia Civil.
Desde el primer momento, mostró su determinación en defender la institución a cuyo frente se había puesto. Su primera gestión fue lograr que el ministro de la Gobernación cursase órdenes terminantes a los gobernadores civiles para que fuesen drásticamente prohibidas todas las manifestaciones contrarias al cuerpo y para que se entregara a los tribunales, para su persecución, a quienes atentaran de obra o palabra contra sus miembros. Respetuoso en general con la obra de su antecesor (de quien quizá lo distanciaran el carácter y la posición coyuntural, pero con cuyo progenitor, no estará de más subrayarlo, compartía avatares biográficos e ideales de juventud, en la lucha contra el francés y contra el absolutismo) introdujo en ella algunas modificaciones significativas. La más visible y simbólica, la que dispuso en relación con la uniformidad. La hizo más sencilla, suprimiendo la casaca de gala, el pantalón de punto blanco y el botín azul turquí para la infantería, y para la caballería, además, las costosas botas de montar. Las levitas serían de una sola fila de botones, con cuello abierto encarnado, como bocamangas, hombreras y vivos, y el pantalón gris oscuro de paño marengo. La capota fue sustituida por esclavina de paño verde con hombreras de vivos rojos y cuello alto. En conjunto, estas modificaciones, y otras que no reseñamos, contribuían a darle al uniforme un aspecto más práctico, restándole algo de la prestancia que le había querido otorgar el duque con el diseño inicial, congruente con el espíritu que perseguía infundir al cuerpo, a cuyo tenor el guardia civil debía estar «muy engreído de su posición» (art. 21 del Capítulo 1o de la Cartilla) y no olvidar que «el desaliño en el vestir infunde desprecio» (Ibíd, art. 10). Pero Facundo Infante sabía que era el momento de hacer economías, por una parte, y de acercar a los guardias al pueblo más que de alejarlos. Entre otras cosas, porque pasados los ardores revolucionarios, el Gobierno los necesitaba para imponer el orden, sesgo que dio a su política entre finales de 1854 y comienzos de 1855.
Este viraje encontró en el Parlamento su oposición, que escogió como blanco predilecto a la Guardia Civil. Llamativa fue la controversia que enfrentó al inspector general con el diputado de tendencia republicana Estanislao Figueras, que pretendía (fue acaso el primero) la desmilitarización del Cuerpo. El también presidente de la cámara se opuso a ello por considerarlo «el primer paso para su disolución». Tuvo así el cuestionado carácter militar de la Guardia Civil en un masón, conspirador y revolucionario su primer, vehemente y algo paradójico paladín. No menos curioso fue el debate que sostuvo Infante con el diputado Llanos, también progresista y masón, que se quejaba de que la Guardia Civil era demasiado cara y más barato saldría reponer lo robado a las víctimas de delitos con cargo al erario público. Alegaba Llanos: «Tenemos una Guardia Civil de 10.000 hombres que cuesta a la nación 40 millones de reales. Esa Guardia Civil está muy bien disciplinada, es muy subordinada, aprende a leer y escribir y presta muy buenos servicios, pero en medio de todo eso el guardia civil es un soldado muy caro». Se extendió Llanos sobre los lujos y dispendios que suponía su equipamiento y manutención (entre otros, que llevaran botas y no alpargatas, lo que a su juicio les restaba la ligereza necesaria para el servicio), para acabar proponiendo que se utilizara a sargentos, cabos y guardias para formar la reserva del ejército.
La respuesta de Infante fue tan memorable como demoledora. Comenzó por la última cuestión: «Si los sargentos y cabos de la Guardia Civil van a formar parte de la reserva, cuando esta reserva o los batallones de ella tengan que ponerse sobre las armas, ¿qué hace la Guardia Civil? ¿Se va con los batallones de reserva? […] Si se va con la reserva quedan los caminos abandonados y los malvados podrían hacer lo que no hacen desde que hay Guardia Civil en España. Por consiguiente no es admisible la idea que propone, en razón a que en la Guardia Civil hay necesidad de que los hombres honrados, honradísimos, que la componen y que tanto esmero en elegirlos tuvo mi digno antecesor, a quien me complazco en elogiar, no se diseminen; porque sería un perjuicio grande para el orden público el que los sargentos y cabos de la Guardia Civil se marchasen». Tras defender la necesidad y la justificación del equipo de los guardias, incluida su dotación de botas en vez de alpargatas, se lanzó a hacer una encendida reivindicación del cuerpo: «La Guardia Civil si no ha excedido, ha igualado a los más valientes, a los más andadores, a los más celosos por defender la causa de la libertad y el trono de nuestra Reina». Y tras repasar varias acciones recientes, en las que quedaban de manifiesto la abnegación y la honestidad de los guardias, rehusando sustanciosos sobornos y plantando cara a enemigos más numerosos, añadió: «Digo más: por economía se ha disminuido a la Guardia Civil, que no tiene 10.000 hombres, como ha dicho el señor Llanos, sino nada más que 8.000, y que tendrá nueve dentro de poco; pero como fuera necesario retirarla de algunos puestos, no ha habido ni un solo pueblo de donde se haya retirado que no me haya escrito para que vuelvan; y son poquísimos los pueblos de España de todas las provincias en que no estén pidiendo diariamente la Guardia Civil. Véase, pues, cómo aunque llevan botas y no se pongan alpargatas y tengan baúl con mucha ropa, son apreciados por todo el mundo y nadie les encuentra los defectos que les ha encontrado mi antiguo amigo y compañero, el señor Llanos».