Los diarios de sesiones no registran la reacción del diputado crítico frente al sutil pero inequívoco venablo que suponía aquel antiguo amigo y compañero. Pero Facundo Infante aún había de remachar su discurso con una decidida toma de partido por sus hombres, frente a ese progresismo exaltado del que él mismo procedía. Una adhesión a sus guardias, para mayor incomodidad de su interlocutor, basada en la superioridad moraclass="underline" «Para concluir, y para gloria de la Guardia Civil, debo referir otro hecho. Sabe el Gobierno, como lo saben los señores diputados, que se ofreció que el guardia civil que se reenganchase tendría 6.000 reales. Pues bien, sobre 3.000 guardias civiles han sido licenciados; de estos se reengancharon unos 1.400, renunciando a los 6.000 reales. La inmensa cantidad a que ha renunciado revela lo que es este Cuerpo. Señores, ¡unos pobres soldados renunciar a 6.000 reales! ¿Y por qué esto? Porque decían al renunciar: Queremos más bien servir a un cuerpo de tanta honra que todo el dinero del mundo».
Este discurso parlamentario condensa de manera cumplida el espíritu de la gestión del general Infante al frente del cuerpo, o lo que es lo mismo, del asentamiento de la Guardia Civil como institución nacional, no apropiable por partido alguno, durante el bienio liberal. Reivindicados los guardias por primera vez como «defensores de la causa de la libertad» ante sus guardianes ideológicos, por alguien que podía exhibir tantas credenciales al respecto como el que más, además de verse enaltecidos como sacrificados servidores públicos, y como funcionarios que no por humildes dejaban de ser honrados e instruidos, se robustecían de forma decisiva los cimientos que echara el fundador. Quedaba la Benemérita consolidada como una pertenencia de todos los españoles que, por descontado, no dejarían de utilizar tirios y troyanos en beneficio propio, exponiéndola así a nuevas crisis. Pero tras superar la primera prueba de la verdadera alternancia, se sentaban las bases para que también esas crisis futuras pudieran afrontarse con éxito. Al visionario designio del general liberal-conservador y de orden, sucedió el sabio pragmatismo del general liberal progresista y masón. Uno dio consistencia al edificio. El otro lo acreditó como capaz, por su vigor moral y su entrega, de resistir los venideros seísmos.
Y es que posiblemente el secreto del éxito de la institución estuviera en la combinación de ambos factores. Por un lado, la percepción de su seriedad, tan querida y buscada por el duque como para referirse a la forma en que sus hombres debían llevar el bigote (aditamento facial que además les imponía como requisito), y reafirmada por el apartamiento de los guardias civiles, también con arreglo al mandato del fundador, de debilidades tales como el juego, la contracción de deudas o la aceptación de cualquier tipo de dádivas en pago de sus servicios (según el artículo 7o del Capítulo 1o de la Cartilla, el guardia civil no debe esperar de aquel a quien ha favorecido más que un «recuerdo de gratitud»). Pero si su circunspección los hizo respetados y útiles, lo que los hizo apreciados y necesarios fue la generosidad acreditada en el servicio a sus conciudadanos, que se vio rápidamente correspondida por estos. Conviene reseñar que, si bien en un principio los guardias podían considerarse servidores públicos relativamente pudientes, y en especial en comparación con sus homólogos del ejército, pronto sus haberes, que quedaron congelados en aquellas cifras iniciales durante mucho tiempo, se revelaron insuficientes para atender sus necesidades y las de sus familias, estrechez que agravaba la prohibición de tomar dinero a crédito. Y en este punto vino a socorrerlos la gratitud de las poblaciones donde se hallaban destinados, que si en muchas ocasiones empezaron costeando la casa-cuartel, continuaron con la prestación gratuita de servicios a los beneméritos y sus familias (tanto los maestros de escuela como los médicos rurales se abstenían de cobrarles) e incluso el suministro de alimentos. Esta comunión con el pueblo del que había salido, fue, históricamente, una de las mayores fortalezas del cuerpo, y su persistencia en el tiempo, pese a la presión que desde el poder recibía para ponérsele enfrente (presión que se agudizaría hasta lo insoportable bajo el régimen caciquil de la Restauración), la mejor garantía de su continuidad. El refuerzo de esta conciencia de servicio al pueblo es la gran aportación del bienio liberal.
Los quince años que van de 1854 a 1869, los quince últimos del reinado de Isabel II, supusieron un verdadero carrusel de nombramientos y destituciones, tanto al frente del gobierno como de la Guardia Civil, fruto de la descomposición de un régimen que vivió sacudido por la conspiración permanente de quienes resultaban desalojados del poder. Normalmente, los progresistas, cada vez más radicalizados y pronto en combinación con el creciente movimiento republicano. A ellos se sumaba la nunca extinguida amenaza carlista. Las intentonas de los montemolinistas, no exentas de planificación ni de ferocidad, fueron, eso sí, cada vez más calamitosas, culminando en la ominosa captura de que fuera objeto el propio Montemolín, a manos, como no podía ser menos, de la Guardia Civil. Tras entrar clandestinamente en España, el pretendiente cayó prisionero en Tortosa, el 21 de abril de 1860, y cuentan las crónicas que al encontrarse frente a sus captores dijo haber oído decir en el extranjero que eran «una gran institución que había contribuido a moralizar a España, purgándola de ladrones y gentes de mal vivir». No sería esta la última vez que la Benemérita cosechara ese insólito trofeo que es el elogio del adversario. Montemolín fue puesto de nuevo en la frontera de Francia, previa firma de la renuncia a todos sus derechos dinásticos, y murió en 1861.
Pero volviendo a la turbulencia del régimen isabelino, basta un simple repaso de la lista de gobiernos para apreciar hasta qué punto el país se instaló en la inestabilidad. Lo que en definitiva cabía esperar de una corte que era más bien un gallinero sobrado de gallos y con una sola gallina antojadiza que les otorgaba y retiraba su favor conforme soplaba el viento, en una sucesión de motines, revueltas y amagos de guerra civil a la que se prestaba, con entusiasmo digno de mejor causa, un pueblo ignorante y manipulado una y otra vez por la camarilla real y por una caterva de pretendidos estadistas. De uniforme o levita, ora revoloteaban en torno a palacio, ora se pasaban a la clandestinidad; ora fusilaban (siempre a los segundones del partido rival) ora escapaban por poco de ser fusilados. Tales eran los dirigentes de aquella España, con los que no es de extrañar que el país no llegara muy lejos, y en la que es verdaderamente de admirar que algo funcionase.