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Podría contar otras muchas experiencias, mínimas (como lo son las dos que quedan referidas) o de más alcance. Recuerdo, entre las más impactantes, la que se dio en una compañía en la que trabajé un tiempo, y a la que una mañana llegaron dos guardias civiles de paisano en busca de información que podía servir para localizar al comando Madrid de ETA, entonces trágicamente activo. Estaban pendientes de recibir del juzgado la orden, pero el tiempo los acuciaba. Y lo que hicieron fue presentarse allí, pedir excusas por solicitar la información sin el papel judicial y rogar por favor que se les permitiera acceder a ella con la promesa de entregar el documento en cuanto lo tuvieran. Asumiendo, dijeron, que no tenían facultades para pedir tal cosa, y que podíamos negarnos a ello, en cuyo caso aguardarían a tener la orden. He sido abogado durante unos cuantos años, y puedo dar fe de otros comportamientos policiales menos escrupulosos con el ordenamiento jurídico y, sobre todo, menos considerados con el ciudadano.

Y no soy el único. Referiré también (y con ello acabo los ejemplos), lo que en cierta ocasión me confió un magistrado, cuyo nombre omito por razones que se entenderán. Después de muchos años trabajando con distintos cuerpos policiales, y dándose además la circunstancia de haber pasado algunos años de su vida profesional dentro de uno de ellos, me confesó que con nadie, ni siquiera con sus antiguos compañeros, se sentía tan tranquilo, en cuanto a la lealtad a la autoridad judicial y el respeto de las leyes y de los derechos de los ciudadanos, como cuando instruía una causa en la que intervenía la Guardia Civil.

Que individuos distintos, en circunstancias y contextos también dispares, obren con arreglo a un carácter común, tan marcado y tan identificable, no es, no puede ser en modo alguno fruto del azar. El carácter que todavía hoy, y a lo largo de la Historia, como trataremos de exponer, ha impregnado la conducta y la ejecutoria de los guardias civiles, con todas las salvedades y todos los altibajos que se quieran, y que también se consignarán, es el resultado de un designio y de una conjunción de factores de veras excepcionales. Por lo menos, en el contexto del zarandeado, atribulado y a menudo decepcionante país en el que a estos hombres y mujeres les tocó prestar sus servicios.

Esa excepcionalidad es justamente lo que trata de indagar, en sus causas y su decurso histórico, pero también en su realidad presente y en su proyección futura, el presente libro. Si de ella deja un mínimo testimonio, y este llega a unos cuantos lectores, su autor se dará por satisfecho, y sentirá que también ha cumplido con su deber para con los no pocos guardias, de todos los perfiles y graduaciones, en quienes a lo largo de su camino ha podido apreciar el sincero, meticuloso y abnegado afán de servir a su país y, sobre todo, a sus semejantes.

Viladecans, enero de 2010

Capítulo 1

El capricho de la reina niña

Muchos de los éxitos que recuerda la Historia nacieron de un fracaso. A menudo las ideas que contienen un germen de progreso, y que suelen nacer antes de tiempo en las mentes de hombres más lúcidos que quienes les rodean, comienzan su andadura cosechando un áspero revés. Es este común desajuste lo que ha llevado a muchos precursores a la cárcel, que como observara el caudillo marroquí Ahmed Raisuni (mientras tenía en jaque a los generales españoles empeñados en conquistar su país) ha sido frecuente fábrica de líderes. Para bien y para mal. De la experiencia presidiaria sacaron su empuje dirigentes tan variopintos como el propio Raisuni o Adolfo Hitler, de memoria dudosa o infausta; o como Gandhi o Mandela, que con sus claroscuros supieron ser motor de mejora y avance para sus pueblos. Pero unos y otros tienen algo en común: su inicial fracaso los fortaleció en su empeño, en el que en algún momento lograron finalmente prevalecer.

En el origen de la Guardia Civil, una institución que ha atravesado con notorio éxito los últimos 166 años de la historia de España, hay también un amargo desaire. Convencionalmente se señala como día de su nacimiento el 28 de marzo de 1844, fecha en que se firmó el Real Decreto fundacional de un nuevo cuerpo de seguridad pública a cuyos integrantes se les llamó guardias civiles. Pero la historia, si no nos quedamos en la superficie de la formalidad administrativa, comenzó bastante antes. Veinticuatro años más atrás, para ser más exactos.

El día 30 de julio de 1820, el teniente general Pedro Agustín Girón, a la sazón ministro de la Guerra, presentaba ante las Cortes el proyecto para constituir la que había dado en denominar Legión de Salvaguardias Nacionales. La iniciativa, sentida y ambiciosa, paró en un descalabro totaclass="underline" después de un agrio debate, el proyecto fue desechado por amplia mayoría y con furibundo menosprecio de los diputados.

Pero pongamos la historia en su contexto. En primer lugar, ¿quién era este hombre? Pedro Agustín Girón las Casas Moctezuma Aragorri y Ahumada, según rezaba su nombre completo, era hijo de Jerónimo Girón Moctezuma y Ahumada, tercer marqués de las Amarillas, paje del rey Fernando VI y teniente de las Reales Guardias españolas, quien tras guerrear en América contra los ingleses y contra la República Francesa en el Rosellón llegó a ser teniente general, gobernador de Barcelona y Virrey y capitán general de Navarra. Pedro Agustín, cuarto marqués de las Amarillas, se había distinguido a su vez en la Guerra de la Independencia, donde había alcanzado sus ascensos militares, pero había caído en desgracia ante Fernando VII a partir de 1815, por sus ideas liberales que casaban mal con la deriva absolutista que quiso imponer el Deseado a su regreso. El pronunciamiento de Riego de 1820, que hiciera al rey comprender de pronto la conveniencia de abrir camino en la marcha por la senda constitucional, había llevado a Pedro Agustín Girón al primer Gobierno revolucionario progresista, donde desempeñaba la mencionada cartera de la Guerra. Desde ese puesto tomó conciencia de dos preocupantes realidades: el estado de profunda anarquía en que se hallaba el país, por cuyos caminos campaban a sus anchas los bandidos en que se habían convertido no pocos de los antiguos combatientes contra el invasor francés; y la indisciplina y la desorganización en que se hallaba sumida la Milicia Nacional, el cuerpo armado con que a la sazón se contaba para respaldar el orden, restablecida tras el pronunciamiento liberal por su apoyo popular pero carente de unidad y de profesionalidad más que discutible.

Todo ello lo llevó a concebir la creación de un nuevo cuerpo armado que sirviera para garantizar la seguridad pública. Era Girón un militar tecnócrata, liberal de convicción pero moderado en sus planteamientos, como quizá lo determinaba su ascendencia aristocrática, y para quien la libertad no estaba reñida con el orden y la exigencia del cumplimiento de los deberes personales y cívicos. Su Legión de Salvaguardias Nacionales debía lograr la paz y la seguridad en el interior del país, entendido el término «seguridad» en su significado de «custodia, amparo y garantía». Tras hacer alusión al estado de aflicción en que se encontraba la nación, a merced de los malhechores, indicaba el preámbulo de su proyecto que lo que se proponía no era por cierto crear algo radicalmente nuevo, sino recuperar el espíritu de instituciones existentes en España desde mucho tiempo atrás. En particular aludía a las Hermandades castellanas, los cuerpos de autodefensa de los ciudadanos libres, surgidos por primera vez en Toledo en el siglo XI, para hacer frente a los abusos de los señores feudales.

Las Hermandades, que tendrían una larga vida y diversas denominaciones (de las que la más conocida quizá sea la de la Santa Hermandad, que adoptaron bajo los Reyes Católicos), son instituciones de indudable interés por sí mismas, pero que además resulta pertinente describir someramente en estas páginas dedicadas a la Guardia Civil, por algunas llamativas coincidencias, en su funcionamiento y su devenir histórico, que la alusión a ellas en el proyecto de Pedro Agustín Girón nos impide reputar casuales. En efecto, surgieron las Hermandades como respuesta al bandidaje alentado por los señores feudales y los alcaides de las fortalezas castellanas, que no solo tenían a sueldo sino que amparaban tras sus muros a los indeseables que asolaban los caminos. Las Hermandades se sostuvieron pronto con tributos específicos, que garantizaban su solvencia económica, y se convirtieron en implacables defensoras de la ley y pesadilla de delincuentes. Su eficacia corría pareja a su dureza: sus integrantes, jinetes y ballesteros, ajusticiaban expeditivamente a los infractores, casi siempre con una única pena, el asaetamiento, que ejecutaban después de convidar al reo a un banquete en el que compartía mesa con sus verdugos. Penas menores eran los azotes y el corte de orejas, que llenó de desorejados los pueblos de Castilla. Por esto se hicieron pronto temibles, y se convirtieron en el más sólido apoyo del poder estatal de la época, esto es, el de los reyes, que los utilizaron no solo para plantar cara a las aspiraciones y desafíos de la nobleza, sino incluso, merced a su acometividad y disciplina, en sus guerras contra los reinos musulmanes. No poco protagonismo tuvieron, por ejemplo, en la campaña para la conquista del Reino de Granada emprendida por los Reyes Católicos, cuya Santa Hermandad Nueva tenía las características de una potente fuerza militar, fuertemente centralizada y sustraída por completo a sus orígenes concejiles para actuar como la punta de lanza del poder real.