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Miraflores dura poco. En enero de 1864 lo sucede el moderado Lorenzo Arrazola, al que apenas un mes y medio después reemplaza Alejandro Mon, que nombra al frente de Gobernación a Antonio Cánovas del Castillo, durante los seis años anteriores subsecretario del departamento. En esa responsabilidad deberá enfrentarse a la insumisión progresista, encabezada por Prim. Su reacción fue una Ley de Prensa que abría el camino a que los delitos de opinión fueran juzgados en consejo de guerra por la jurisdicción militar. El descrédito del gobierno y la irritación de los militares por esta cacicada fueron notables. Mon acaba dimitiendo, y en septiembre de 1864, la reina, aconsejada por su madre, recién regresada del exilio al que partiera tras la revolución de 1854, llama de nuevo a Narváez. El viejo general trató de mostrarse conciliador, amnistiando los delitos de imprenta sentenciados con arreglo a la ley Cánovas. Pero el gesto no sedujo a los progresistas, que se reafirmaron en su desafío al Gobierno. La cartera de la Gobernación la ocupó González Bravo, y al duque de Ahumada le fue ofrecida de nuevo la dirección de la Guardia Civil. Pero el fundador rehusó el ofrecimiento, por las diferencias que mantenía con el general Fernández de Córdoba, ministro de la Guerra, desde la revolución de julio de 1854. Así fue como a Quesada Matheus lo sucedió al frente del cuerpo Ángel García de Loygorri, conde de Vistahermosa, procedente de la más rancia nobleza andaluza y narvaísta acérrimo.

Con esta nueva dirección, y de nuevo bajo el mando último del presidente del gobierno que alentara sus inicios, la Guardia Civil parecía predestinada, otra vez, a enfrentarse a sus conciudadanos, entre los que se extendían las ideas de los progresistas descontentos, encabezados por Prim, los socialistas que dirigía Pi y Margall y los demócratas (o republicanos) de Emilio Castelar. No era este el afán de los guardias, que por aquel tiempo protagonizaron por lo demás gestos reseñables de solidaridad con la población, como la asistencia que prestaron a las víctimas de la terrible epidemia de cólera de 1865, o la negativa a cobrar el estipendio que les correspondía por proteger a los recaudadores de contribuciones, a quienes los airados contribuyentes agredían cuando se presentaban en los pueblos a reclamar los pagos atrasados. La recompensa por ese odioso servicio prefirieron los guardias civiles destinarla a instituciones de beneficencia. Pero ya lo quisieran o no, de nuevo iban a ser confrontados con el pueblo. El detonante fue la famosa noche de San Daniel, en la que, tras la alianza sellada por los opositores al régimen el 6 de marzo de 1865, en una fonda de la calle Jacometrezo, se escenificó el arranque de la revolución que a la postre acabaría con la agónica y decadente monarquía isabelina.

Los incidentes tienen como origen el cese del rector de la Universidad Central, Juan Manuel Pérez de Montalbán, por negarse a instruir expediente a Castelar, catedrático de Historia de esa universidad. Furiosos con la medida, los estudiantes organizan una serenata para desagraviar al rector cesado y a la vez protestar contra el gobierno. Los estudiantes obtienen el permiso del gobernador civil, José Gutiérrez de Vega, que monta un fuerte dispositivo con el Tercio de Madrid para cuidar de que no se altere el orden. La serenata se lleva a cabo el 8 de abril, y la proximidad de estudiantes y guardias da lugar a una escalada de tensión que desencadena una algarabía de insultos y silbidos a los uniformados. Estos acaban por correr y disolver al gentío.

El lunes 10, festividad de San Daniel, debía tomar posesión el nuevo rector. La Guardia Civil ocupó literalmente la zona universitaria, en la calle de San Bernardo y aledaños, y garantizó el normal desarrollo del acto académico. Pero las algaradas que siguieron hicieron perder los estribos a Narváez, que se irritó con su ministro de la Gobernación. González Bravo, desbordado, ordenó a los guardias que cargaran, y estos, enardecidos por los insultos que llevaban horas y días sufriendo, se lanzaron contra los revoltosos con «rabiosa gallardía», según un testigo de los hechos, el novelista Pérez Galdós. La refriega duró varias horas, y causó no pocas bajas entre la población civil. Mal empezaba la revolución. Pero también de esta saldría vivo el cuerpo.

Capítulo 6

De la «Gloriosa» a la Restauración

En el manifiesto redactado por Castelar el 15 de abril de 1865 se proclamaba la voluntad de instaurar la libertad de prensa, la unidad legislativa y el sufragio universal. Es momento de aclarar que hasta ese momento en las elecciones españolas no votaban todos, sino solo los varones con rentas suficientes, siguiendo el cínico criterio expuesto en su día por Joseph de Maistre, según el cual solo aquellos que se encontraban exentos de la necesidad de trabajar poseían el despejo suficiente para meditar juiciosamente acerca de los problemas de la cosa pública. El camino por el que el programa castelarista llegaría a llevarse a efecto, a pesar del comprensible entusiasmo popular, sería largo y azaroso, con varios intentos fallidos y el protagonismo casi absoluto de un carismático y audaz jefe militar que ya ha asomado varias veces a estas páginas: Juan Prim y Prats. De uno u otro modo, Prim estuvo detrás de todas las intentonas revolucionarias que culminaron en septiembre de 1868 con la llamada revolución Gloriosa o Septembrina, que enviaría al exilio a la ya amortizada y finalmente nefasta soberana Isabel II.

Tras la noche de San Daniel, que en lo que a la Guardia Civil respecta vino a suponer un nuevo episodio de distanciamiento abrupto con la población, O'Donnell reclama el gobierno. Narváez dimite y la reina vuelve a confiar una vez más en su otro general de cabecera, quien a su vez cesa a Vistahermosa al frente de la Guardia Civil y lo sustituye por el ya septuagenario Hoyos, que apenas aguanta un semestre en el cargo. El 28 de diciembre de 1865 lo releva el mariscal Serrano Bedoya, cuya gestión sería decisiva en la definición de la actuación del cuerpo durante el llamado sexenio revolucionario. El nuevo director general, que había probado sus primeras armas contra los carlistas, había visto cómo Narváez le negaba los ascensos concedidos por Espartero, de quien era seguidor. El desaire lo aproximó al bando de O'Donnell, que lo promovió a diversos puestos de alta responsabilidad, entre ellos la capitanía general de Madrid. Pero también lo unía una estrecha amistad con Juan Prim, el general que a la sazón conspiraba para derrocar al gobierno que había nombrado a Serrano Bedoya…

A un primer pronunciamiento fallido en Villarejo de Salvanés en enero de 1866 le sucede la llamada Sargentada de San Gil en junio de ese mismo año, alentada por Prim desde el exilio y dirigida sobre el terreno por el general Blas Pierrad. Aunque en esta última intentona, y gracias a la implicación de sus sargentos (de ahí el nombre) se logró sublevar a varios regimientos en Madrid, la firmeza de las fuerzas leales al gobierno, entre ellas el Tercio de Madrid, desmontó el golpe. Entre los guardias destacó el ya teniente coronel Teodoro Camino (el belicoso combatiente de Uad-Ras), que repitió al frente de sus guardias a caballo la faena que hiciera contra los jinetes marroquíes, pero esta vez cargando contra los artilleros rebeldes emplazados en la calle Preciados, a los que redujo sin problemas. Al jefe del primer Tercio, el coronel Carnicero (ironías de la onomástica) le tocó expugnar la muy bien defendida barricada de la calle de la Luna, donde dejaron la vida un comandante y diez guardias. A la asonada siguieron consejos de guerra sumarísimos, que concluyeron en la condena a muerte de medio centenar de sargentos, cabos y soldados. Una vez más, siguiendo la constante de los pronunciamientos decimonónicos españoles, se sacrificaba a la tropa y los cabecillas salían indemnes. Pierrad huyó y Prim asistió al fracaso desde la seguridad de su exilio londinense.