Tras la cuartelada, O'Donnell, fortalecido por la victoria, aplicó mordaza a la prensa y suspendió las garantías constitucionales, lo que lo puso en conflicto con el Senado. Colocó a la reina en el dilema de escoger entre la cámara y él, pero la soberana le dio la espalda. Furioso, el general juró que nunca más volvería a palacio mientras Isabel II fuera su inquilina y se retiró a Biarritz, donde murió el 5 de noviembre de 1867, ceñido a su juramento. Su sustituto no sería otro que el incombustible Narváez, quien en la Sargentada había recibido en el hombro una bala perdida que pudo tomar como un tiro de suerte, ya que lo trajo de vuelta al poder. Si es que eso podía reputarse fortuna.
Para su gobierno vuelve a contar con González Bravo en Gobernación. Su labor principal consiste en desmantelar los ayuntamientos y diputaciones en que se habían hecho fuertes los unionistas (nombre que adoptó la coalición opositora). También se disuelven las Cortes y se convocan elecciones para marzo de 1867. En la nueva cámara salida de estas los unionistas bajan de 121 a 4 escaños. Al frente de la Guardia Civil Narváez releva al dudoso Serrano Bedoya y coloca al moderado Rafael Acedo Rico, conde de Cañada. Por lo demás, el de Loja intenta acercarse a los disidentes, pero su desalojo de las instituciones ha persuadido ya a estos de que han de asaltar el poder por la fuerza.
Tras una reunión en Ostende en la que están presentes los militares Prim, Pierrad, Milans del Bosch y Pavía y los civiles Sagasta, Ruiz Zorrilla y Manuel Becerra, se decide la invasión por el Pirineo catalán. Para defenderlo, el gobierno concentra en la frontera a la Guardia Civil, no fiándose de la resistencia que puedan ofrecer a la intentona los Carabineros del Reino. Entre tanto, se produce el relevo al frente de la Guardia Civil, donde el conde de Cañada deja su puesto al teniente general José Antonio Turón y Prats, un militar atípico por su falta de militancia política, algo entonces insólito entre los uniformados. La intentona se produce finalmente en el verano de 1867. Blas Pierrad consigue la adhesión de los carabineros y numerosos paisanos y marcha sobre Zaragoza. El capitán general Manso de Zúñiga sale atropelladamente a su encuentro y muere de un balazo en la refriega. Pierrad, sin embargo, se retira cuando le llegan noticias de que la Guardia Civil ha concentrado medio millar de hombres para capturarlo.
Este nuevo revés de los unionistas será el último triunfo de Narváez al servicio de Isabel II. El 23 de abril de 1868 muere en Madrid. Despojada en el lapso de un año de sus dos principales paladines, la reina se queda sola. Nombra a González Bravo jefe de gobierno, cargo este que simultanea con la cartera de Gobernación. Pero al antiguo gacetillero, convertido por azares de los cargos en experto policial, le queda poco de desempeñar esas responsabilidades. Los generales más prestigiosos del momento (Serrano Domínguez, Serrano Bedoya, Domingo Dulce, Ros de Olano) conspiran abiertamente y su destierro a Canarias no bastará para neutralizarlos. Por si eso fuera poco, Prim, sabedor de que una fragata ha zarpado rumbo a las islas para traer a Cádiz a los conjurados, embarca rumbo a Gibraltar. El 18 de septiembre de 1868 el brigadier Topete, jefe del puerto de Cádiz, se subleva, convirtiendo a la ciudad andaluza en capital de la revolución. Allí se reunirán todos los jefes militares comprometidos, que celebran una conferencia a bordo del buque Zaragoza. Queda convenido que encabezará el movimiento el más caracterizado de todos: el general Serrano Domínguez, duque de la Torre y antiguo favorito de la reina (condición que, combinada con la intimidad de la soberana, le había valido un pintoresco sobrenombre, el General Bonito). Topete queda en Cádiz al frente de la junta revolucionaria y a Prim se lo comisiona para levantar las guarniciones mediterráneas. Serrano Domínguez se pone al frente de todas las tropas que puede reunir en Andalucía, incluida la Guardia Civil, y se dispone a marchar contra Madrid. En la capital, Gutiérrez de la Concha sustituye al dimitido González Bravo, y nombra al marqués de Novaliches responsable del mando militar de Andalucía. Este, con 9.000 hombres, parte al encuentro de Serrano Domínguez, a cuyo ejército planta batalla en el puente de Alcolea, en Córdoba. En los dos bandos hay guardias civiles, y la refriega es indecisa hasta que una esquirla de granada arranca media mandíbula al jefe gubernamental. Las tropas leales a la reina se retiran y Serrano avanza hacia Madrid.
Allí, Gutiérrez de la Concha cede el poder a una junta provisional de claro color unionista presidida por Pascual Madoz. La reina, que asiste a los acontecimientos desde San Sebastián, se exilia a Pau. El 3 de octubre el duque de la Torre hace su entrada triunfal en Madrid y el 5 ordena la vuelta a los cuarteles de todas las tropas. El día 8 se forma el gobierno provisional con Serrano Domínguez como presidente, Juan Prim como ministro de la Guerra y Sagasta en Gobernación. Todos ellos progresistas, y con notoria marginación de los demócratas o republicanos, a quienes se concede como consolación la alcaldía de Madrid para Nicolás María Rivero. Al frente de la dirección general de la Guardia Civil, en la que se habían sucedido Blaser (el negligente perseguidor de O'Donnell tras la Vicalvarada) y el viejo carlista convenido Zaratiegui, se pone de nuevo el general Serrano Bedoya, uno de los más relevantes de los generales conjurados, lo que demuestra la importancia que concedieron los revolucionarios al cuerpo.
Y es que el nuevo gobierno no iba a privarse, como sus antecesores, de utilizar a los guardias para neutralizar a la oposición. El descontento de los republicanos creció cuando Prim se autoascendió a capitán general (para no faltar a la costumbre de los militares pronunciados, luego reproducida por algún otro en épocas posteriores), negándole en cambio el ascenso al republicano Escalante, que había contribuido a la adhesión de Madrid a la revolución con sus Voluntarios de la Libertad, más de 20.000 milicianos armados con los fusiles obtenidos bajo presión del gobernador militar. El desarme de estos, encomendado al 14° Tercio de la Guardia Civil (numeración que había adoptado el antes llamado de Madrid), se llevó a cabo con tacto, para evitar conflictos, pero no pudieron evitarse totalmente los tumultos y las consabidas cargas de la caballería benemérita. En otros lugares el desarme de los milicianos se revelará trágico. En Cádiz, al grito de ¡República federal o muerte!, los milicianos se atrincheran en el Puerto de Santa María y aprovechan la salida de las tropas para hacerse con la capital. La Guardia Civil logra reducirlos después de ocho días de duros combates. Otro tanto sucede en Málaga y hay también enfrentamientos en Zaragoza, Barcelona, Valladolid, Badajoz, Tarragona… La Septembrina se resquebraja apenas iniciada, y el reconocimiento de la monarquía por la nueva constitución de 1869 no va a mejorar las cosas.
El nuevo gabinete, con Prim como jefe del gobierno, tras ocupar Serrano la posición de regente, y con Sagasta siempre en Gobernación, habrá de enfrentarse a la insurrección republicana, que toma la forma de revolución federal, bajo el impulso de jefes como Salmerón, Castelar y Pi y Margall. Para colmo los carlistas han aprovechado el vacío en el trono para reorganizarse y promover de nuevo la conspiración a favor de su nuevo candidato, Carlos María de Borbón, también conocido como Carlos VII por sus adeptos y como el Niño Terso por sus oponentes. Obligado a distraer fuerzas para perseguir a las partidas carlistas que se infiltran por los Pirineos y empiezan a actuar en varias provincias, el gobierno se ve sorprendido por los federales en diversos puntos, como Tarragona, donde Pierrad, convertido en ferviente republicano, encabeza un motín que acaba con el linchamiento del secretario del gobierno civil. Esta vez, sin embargo, Pierrad no logra huir: capturado por la Guardia Civil, acaba encerrado en el castillo de Montjuic. Pese a estos éxitos puntuales, los federales, de extracción urbana, demostraron no estar muy dotados para la guerrilla. Las fuerzas gubernamentales, con protagonismo de los beneméritos, consiguieron reducirlos, reeditando así los guardias la eficacia de los tiempos fundacionales, en que debían atender varios frentes simultáneos.