Esta acumulación de necesidades, unida al deseo del nuevo gobierno de asimilar la Benemérita al régimen nacido de la revolución de 1868, llevó a Serrano Bedoya a aprobar una nueva organización, basada en las jefaturas provinciales o comandancias, mandadas por tenientes coroneles, lo que relegaría a funciones más burocráticas a los coroneles jefes de los tercios. Una consecuencia del cambio era que se vinculaba más la acción diaria al ministerio de la Gobernación, por la relación directa entre gobernadores provinciales y jefes de comandancia, disminuyendo el peso del ministerio de la Guerra y de paso el carácter castrense del cuerpo. Un nuevo episodio de la dialéctica entre civilismo y militarismo, con ventaja para el primero, aunque en los guardias siguió coexistiendo su doble condición. Por otro lado trató de borrarse la adhesión a la reina de una parte de la institución, singularmente el Tercio de Madrid, que fue disuelto por Prim el 2 de octubre de 1868 para ser recreado ocho días más tarde, ya como 14° Tercio. También el régimen septembrino lo necesitaba, frente a los republicanos.
Pero por si faltaba algo, vino a reverdecer el bandolerismo andaluz. Espoleados por las sucesivas retiradas de los guardias de los campos, para participar en las luchas civiles, a lo largo de 1869 (que en amarga coincidencia iba a ser el último de vida de Ahumada) los bandidos se habían vuelto a adueñar de los caminos de Sevilla y Córdoba, a menudo con la connivencia, de nuevo, de los caciques locales. La batalla para su erradicación la dirigiría el antiguo republicano Nicolás María Rivero, nombrado para la cartera de Gobernación en relevo de Sagasta el 11 de enero de 1870. Y su principal ejecutor sobre el terreno fue Julián Zugasti, nombrado gobernador de Córdoba tras el cese de su antecesor, el inoperante duque de Hornachuelos. La manera en que este se produjo es digna de referirse. En febrero, el duque envió un telegrama urgente refiriendo al ministro que había aparecido en el cielo un gran resplandor rojizo y pidiendo instrucciones sobre qué debía hacerse. Rivero respondió con otro telegrama: «Eso es una aurora boreal, y significa que los gobernadores deben presentar su dimisión».
Bajo el mando de Rivero, en combinación con Zugasti y otros gobernadores, la Guardia Civil se empleó con dureza contra los bandoleros, que no solo habían perdido el miedo a la Benemérita, sino que eran extraordinariamente resueltos y activos. Robos, secuestros, asesinatos, sin excluir a los niños entre sus víctimas, eran moneda corriente. El colmo vino cuando secuestraron cerca de San Roque (Cádiz) a los ciudadanos ingleses John y Antoine Bonell, ocasionando un delicado incidente diplomático con Gran Bretaña. Tras pagar el rescate, financiado por los británicos con promesa de restitución por parte de las autoridades españolas, la Guardia Civil, que seguía los pasos a los bandidos, trabó enfrentamiento con ellos y los abatió a todos. Eran, entre otros, los famosos Malaspatas y Cucarrete, que llevaban largo tiempo aterrorizando a la comarca del campo de Gibraltar.
La oposición empezó a clamar que los bandoleros no morían en enfrentamiento, como sostenían los guardias, sino que se les disparaba por la espalda cuando huían. Nacía así la que sería tristemente conocida como Ley de Fugas, denunciada en las Cortes por Pi y Margall, y respecto de la que en efecto había cursado Prim, por medio del entonces ministro de la Gobernación, Nicolás María Rivero, unas instrucciones reservadas que acabaría sancionando el Tribunal Supremo en su sentencia de 26 de junio de 1876, al declarar que «los individuos de la Guardia Civil, en caso de fuga de presos, podrán hacer uso de sus armas, quedando exentos de responsabilidad aunque de los disparos resultaran heridos o muertos». La polémica estalló en el debate parlamentario del 20 de diciembre de 1870, en que el conservador isabelino Francisco Silvela arremetió contra la Guardia Civil acusándola de sesenta y tantas muertes por la espalda. Cánovas del Castillo lo respaldó, calificando las muertes de asesinatos. En el trasfondo del debate estaba el hecho de que la regresión del fenómeno, debida a la enérgica acción gubernamental, había puesto al descubierto a algunos de los acomodados protectores de los bandoleros, por lo general desafectos al régimen, lo que planteaba entre los opositores el temor de que se les tratara con idéntica contundencia que a los bandidos. La réplica dolida de Rivero, acusando a los parlamentarios críticos de hacerles el caldo gordo a los malhechores, no impidió su dimisión, cinco días más tarde. El gobernador Zugasti fue amenazado de muerte y a Prim alguien le pasó una lista de diez nombres de opositores dispuestos a asesinarlo. El día 27 de diciembre Prim disuelve los Voluntarios de la Libertad, y pocas horas después mantiene un agrio debate en la cámara con motivo de la discusión del proyecto de lista civil de la Casa Real.
Uno de los diputados rivales, el gaditano José Paúl, le dijo al presidente: «Mi general, a todo cerdo le llega su San Martín». Esa misma tarde, sobre las 19.30, cuando la berlina verde de Prim embocaba la calle del Turco bajo una intensa nevada, diez hombres abrieron fuego de retaco, pistola y trabuco sobre ella. La investigación identificó como cabecilla de la partida y ejecutor material a Paúl, y se sugirió la instigación del propio Serrano y del duque de Montpensier, por haber reclutado a algunos de los asesinos personas de su confianza. Pero nada pudo probarse. El 30 de diciembre, Prim moría a causa de las heridas recibidas. El 2 de enero de 1871 llegaba a Madrid el duque de Aosta, Amadeo de Saboya, elegido por Prim para reinar en España con el nombre de Amadeo I. Lo primero que hizo el nuevo monarca fue presentar sus respetos ante el féretro del malogrado general.
Asumió la jefatura del gobierno Serrano, retornando Sagasta a Gobernación, y pronto se evidenció la escasa simpatía con que contaba el monarca importado. Muchos jefes militares se negaron a prestarle juramento de adhesión, y famosa se hizo la descalificación de Castelar, que escribió que era una vergüenza para la nación de la que en otro tiempo eran «alabarderos, maceros y nada más que maceros, los pobres, los oscuros, los hambrientos duques de Saboya». La creciente inseguridad impulsa a Sagasta a redactar un proyecto de policía civil, militarmente organizada, llamada Cuerpo de Orden Público, pero que no llega a ponerse en pie, por lo que la ingrata función sigue correspondiendo a la Guardia Civil. La dimisión de Segismundo Moret como ministro de Hacienda precipita la renuncia de Serrano y su relevo el 24 de julio por Ruiz Zorrilla, que se reserva la cartera de Gobernación. Su gobierno apenas dura tres meses, dando paso al gabinete del contraalmirante Malcampo, sustituido dos meses después por Sagasta, convertido en jefe de un nuevo partido llamado constitucional, mientras que Zorrilla y los republicanos formaban el radical.
Enredado Sagasta en un escándalo por unos dineros distraídos del erario público para pagar caprichos recreativos del rey, volvió Serrano por veinte días a la jefatura del Gobierno. Tras su breve y fallida gestión, se hacen con el poder los radicales y Ruiz Zorrilla regresa a la presidencia. Cesa entonces como director general Serrano Bedoya, a quien lo sustituye en el cargo el teniente general Cándido Pieltain, incondicional de Prim como su antecesor. Pieltain dispuso la reorganización de la burocracia central del Cuerpo y a imitación de Infante rediseñó la uniformidad, haciéndola más sencilla y moderna (el cambio fue efímero, porque la Restauración impuso el regreso a la uniformidad de Ahumada, para disgusto de los miembros del cuerpo, ya acostumbrados a la comodidad de la nueva). Además dotó a los guardias de revólver y una linterna por pareja para el servicio nocturno. Por otra parte, impulsó la creación de la Sociedad de Socorros Mutuos, a partir de las que ya funcionaban en algunas comandancias.