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Harto de la ingobernabilidad del país, Amadeo I abdica el 11 de febrero de 1873. Ese día se proclama la república por 258 votos a favor y 32 en contra. Es investido como presidente Estanislao Figueras, que nombra ministro de Gobernación a Pi y Margall y de la Guerra a Fernández de Córdoba, otro de esos personajes decimonónicos hispánicos que culmina así una trayectoria absurda, desde su destacado papel como defensor de Isabel II en la revolución de 1854. La población estalla de júbilo al grito de «¡Viva la República Federal!». Algunos se dejan llevar por el entusiasmo y queman fincas o asesinan a destacados monárquicos. La Guardia Civil, que tiene la misión de mantener el naciente orden republicano, se encuentra en su totalidad absorbida por la guerra carlista, que se ha recrudecido, con el audaz despliegue de los partidarios de Carlos VII por las provincias vascongadas, Navarra, Cataluña, Aragón y algunos focos dispersos de Andalucía.

El 24 de febrero, el presidente de la Asamblea Nacional, Cristino Martos, ordena al 14° Tercio de la Guardia Civil que ocupe los edificios del gobierno. Los guardias (según Aguado Sánchez, entendiendo que la orden es legal, por emanar del órgano en el que reside la soberanía de la República) obedecen. Pero de esa pugna entre el legislativo y el ejecutivo acaba saliendo triunfante el segundo, en la persona del ministro de la Gobernación, Pi y Margall. El gobierno se remodela y los jefes del 14° Tercio son relevados. Algunos, molestos por el castigo sufrido por haber obedecido a la autoridad legalmente constituida, se pasarán a las filas carlistas. Asume el mando del tercio el coronel José de la Iglesia y Tompes, veterano del cuerpo, que ha de jugar un destacado papel para mantener la eficacia de su unidad, crucial por su situación geográfica, como instrumento leal del poder legítimo. El problema está en determinar cuál es ese poder, en medio de las turbulencias de la I República Española, plagada de conspiraciones y de rivalidades entre sus prohombres. Tanto más importante fue la jefatura del 14° en cuanto que a lo largo de 1873, y tras el cese del general Pieltain por desavenencias con Pi y Margall, la dirección general se hallaría vacante u ocupada por jefes de circunstancias, lo que vino a provocar una considerable sensación de acefalia en la Guardia Civil.

La primera prueba le llega al coronel de la Iglesia el 23 de abril. Los hechos coinciden con la ausencia de Madrid del presidente Figueras. Este ha debido trasladarse de urgencia a Barcelona para sofocar la revuelta de la Diputación, que aprovechando el desgobierno acaba de proclamar el Estado catalán. Salen a la calle los miembros de la Milicia de Madrid, de tendencia más bien monárquica, así como los reconstituidos Voluntarios de la Libertad. La Guardia Civil se limita a interponerse entre unos y otros, evitando el que parece casi inevitable choque entre ambos. Pero resulta que Pi y Margall, jefe interino del ejecutivo en ausencia de Figueras, se halla detrás de la demostración de los Voluntarios. Ese mismo 23 de abril Pi y Margall dispone que en adelante la dependencia de la Guardia Civil lo será solo de las autoridades civiles. La hostilidad creciente hacia los beneméritos provoca el repliegue de estos, que se acogen a sus acuartelamientos. Los que salen se exponen a ser atacados por los milicianos, como le ocurrió a más de un guardia que hubo de tirar de sable para defender su vida. Empieza a correr el rumor de que el coronel jefe de la Guardia Civil en Madrid es un monárquico encubierto, y Pi y Margall ordena su destitución y la de casi todos sus oficiales. Los hombres del 14° Tercio, molestos por una represalia que sienten como injustificada, desacatan la orden. Los oficiales destinados a relevar a los destituidos no se presentan.

En julio, Pi y Margall consuma su golpe y Figueras huye a Francia. El nuevo capitán general de Madrid, Mariano Sodas, consciente de la situación en que se encuentra el 14° Tercio, intenta acercarse a los resentidos guardias, pero Fernando Pierrad, ministro de la Guerra y hermano del general revolucionario, organiza una encerrona en la que trata de neutralizar al coronel de la Iglesia, junto al coronel del primer Tercio y el director general en funciones de la aún descabezada Guardia Civil, el brigadier y secretario general del cuerpo Juan Álvarez Arnaldo. Cuando se presenta en el ministerio el ayudante del 14° Tercio y advierte al ministro que los guardias de Madrid están dispuestos a acudir a sacar por la fuerza a su coronel, Pierrad los deja ir.

Pi y Margall nombra director general al conciliador Socías, que apoya a los guardias de Madrid, sitiados literalmente por las milicias revolucionarias. Cinco semanas después de tomar el poder, Pi y Margall se ve incapaz de hacer frente a todos los frentes que tiene abiertos. A la lucha contra los carlistas y la revuelta independentista desatada en Cuba, aprovechando la debilidad de la metrópoli, hay que sumar la sangrienta insurrección cantonal, con Cartagena como principal foco, pero con gravísimos incidentes en otras localidades como Orihuela y Alcoy, donde los cantonales asesinan al alcalde, republicano, y decapitan al capitán de la Guardia Civil para pasear luego por las calles su cabeza, clavada en una pica. Pi y Margall es depuesto y sustituido por Nicolás Salmerón, republicano centrista, apoyado por Castelar, republicano conservador, que asume la presidencia de la Asamblea.

Salmerón encargó al general Manuel Pavía la pacificación de Andalucía y a Martínez Campos la liquidación de la revuelta cartagenera, para lo que este no dudó en sitiar la ciudad y declarar pirata a la escuadra sublevada. Las medidas de firmeza vinieron complementadas con la disposición de aumentar los efectivos de la Guardia Civil a 30.000 hombres. Aunque este aumento no se llegó a materializar, acreditaba la apuesta de la I República por los beneméritos, única esperanza a la sazón de restablecer el perdido orden interior. El 6 de septiembre Salmerón permuta su cargo con Castelar, para evitarse firmar la sentencia de muerte de un cabo que había desertado para unirse a los carlistas. Siendo ya Castelar presidente, se decreta el procesamiento del coronel de la Iglesia, por conspirar contra la República. Su familia es expulsada del pabellón que ocupa y al coronel lo conducen a prisiones militares. En la dirección general del cuerpo reemplazan consecutivamente a Socías los generales Acosta y Portilla Gutiérrez. Al coronel de la Iglesia, a quien urge reparar el perjuicio causado, se lo pone en libertad condicional, en tanto se celebra un consejo de guerra que nunca llegaría a abrirse. Se le abonan todos sus haberes, pero no se le asigna destino. Queda en Madrid en situación de disponible.

Entre tanto, Figueras, Pi y Margall y Salmerón han comenzado a conspirar para defenestrar a Castelar. Enterado del movimiento el capitán general de Madrid, Pavía, gaditano como Castelar y muy agradecido a este (no está de más reseñar que gracias a la Gloriosa había ascendido de comandante a teniente general), resuelve impedirlo por la fuerza. Entra en contacto con el coronel de la Iglesia y lo sondea para saber si puede contar con la adhesión de la Guardia Civil de Madrid en caso de que Castelar, como han convenido sus adversarios, pierda la decisiva votación que ha de tener lugar en la Asamblea Nacional el 2 de enero de 1874. Lo que en ese caso se propone Pavía es disolver las Cortes y le pregunta al coronel, a quien desea encomendar la ejecución material de esta acción, si la tropa lo obedecerá para llevarla a cabo. De la Iglesia le responde, escueto: «Así lo espero, mi general».

En la votación, Castelar resulta literalmente barrido. Se nombra para sustituirlo al diputado Eduardo Palanca y se disponen los parlamentarios a votar uno a uno a los ministros. Pero Pavía ya se ha apoderado de los puntos estratégicos de la ciudad. El coronel de la Iglesia entra en el hemiciclo y, dirigiéndose al presidente de la cámara, Salmerón, le expone que la votación ya no tiene objeto. Lo hace con mayor corrección y más respeto que otro jefe de la Benemérita que asaltará el palacio de las Cortes un siglo más tarde, pero con manifiesta firmeza. A eso sucedió un alboroto en el que según el diario de sesiones muchos diputados se declararon dispuestos a dejarse matar y a no desalojar la sala sino empujados por las bayonetas. Castelar ordenó al ministro de la Guerra en funciones que redactara la destitución de Pavía. De la Iglesia se dirigió a Salmerón para decirle que la Asamblea estaba disuelta, y cuando el presidente de la cámara le informó de que Pavía estaba destituido, el coronel replicó: «Ya es tarde para eso».