Poco después irrumpieron las fuerzas del 14° Tercio para desalojar a los parlamentarios. Salmerón abandonó la sala, seguido por sus maceros. Aunque hubo algún disparo al aire, el único herido fue un diputado que se descalabró al lanzarse desde una ventana. Emilio Castelar, destrozado, fue uno de los últimos en abandonar el hemiciclo.
Como sin duda intuía el que sería su último presidente, la I República estaba acabada, y en su apuntillamiento fueron decisivos los mismos guardias civiles que la habían defendido durante aquel convulso año contra sus muchos enemigos, de fuera y de dentro. Una paradoja, que dejaba para la historia del cuerpo una imagen de todo punto deplorable, la de unos servidores del pueblo y de la ley arreando con sus fusiles a los legisladores y representantes de ese pueblo.
En la jefatura del ejecutivo de lo que, disuelta la cámara, ya no puede propiamente considerarse una república, se coloca el general Serrano Domínguez, que forma un gabinete con constitucionalistas como Sagasta, radicales como Cristino Martos y republicanos como el titular de Gobernación, García Ruiz. El golpe es en general bien acogido, tanto por el pueblo como por el ejército, y el gobierno resultante, de corte autoritario, puede actuar con la energía necesaria para, una vez sofocada la revuelta cantonal en Cartagena (logro que culminó en diciembre de 1873 el sobrino de Serrano, el general López Domínguez), combatir a los otros rebeldes, los carlistas, que han puesto sitio a Bilbao y la bombardean a diario. Serrano Domínguez asume personalmente el mando de las tropas, entre las que se cuentan numerosos efectivos de la Guardia Civil, para cuya dirección general ha vuelto a designarse al apolítico José Turón y Prats, que ya ocupara el puesto, desde el lado isabelino, en los albores de la Gloriosa. Otro caso de adaptación asombrosa a los vaivenes de la política española de su tiempo.
En abril de 1874, Serrano Domínguez logra levantar el sitio de Bilbao, pero no expugnar Estella, donde Carlos VII ha instalado su corte y el embrión de su proyectado estado, donde por no faltar no falta ni una incipiente Guardia Civil. En julio de 1874 el caudillo carlista Dorregaray, al mando de 25 batallones, traba
batalla en Abárzuza con los gubernamentales, mandados por el veterano general Gutiérrez de la Concha, marqués del Duero, que resulta muerto en
el combate. Un golpe durísimo para el gobierno, por el prestigio del militar abatido, pero que Dorregaray no aprovecha para marchar sobre Madrid. Las operaciones también fueron intensas en Cataluña, Aragón y Valencia. En todas ellas,
la Guardia Civil resulta decisiva para frustrar los propósitos de los legitimistas, lo que aconseja su dependencia estrecha de las autoridades militares, aunque en diciembre de 1874, el ministro de la Guerra, Serrano Bedoya, comunica a su compañero de Gobernación, Sagasta, que se ha prevenido a los jefes militares para que, allí donde la sublevación carlista vaya quedando neutralizada, pasen los guardias a desempeñar sus funciones ordinarias de velar por el orden público, sometidos en ellas a las autoridades civiles.
Contenida la acometividad del carlismo, el jefe del partido alfonsino, Cánovas del Castillo, creyó llegado el momento de proponer la restauración monárquica en la persona de Alfonso de Borbón, el joven hijo de Isabel II, que por su inspiración firma en diciembre de 1874 el conocido como manifiesto de Sandhurst, el colegio militar británico donde a la sazón cursaba estudios. En él, hace profesión de su españolidad, su catolicismo y su liberalismo. El 29 de diciembre de 1874, el general Martínez Campos proclama en Sagunto a Alfonso XII como rey de España. En seguida lo secunda el grueso del ejército. Cánovas del Castillo queda detenido en el gobierno civil de Madrid por orden de Sagasta, jefe del gobierno. Pero el 31 de diciembre de 1874 lo releva al frente del gabinete, mientras el presidente, Serrano, se exilia en Biarritz. El 7 de enero Alfonso XII desembarca en Barcelona y el 14 hace su entrada en Madrid. La revolución ha pasado a la Historia.
Capítulo 7
En los capítulos precedentes queda concentrada, en síntesis forzosamente apretada, la azarosa historia de los tres primeros decenios de la Guardia Civil. Es de notar en ellos que coincidiendo con una abracadabrante incertidumbre institucional, con el encadenamiento de revueltas y conspiraciones, con el cambio incluso de régimen político a medio camino, y con todas las idas y venidas en el gobierno y al frente del propio cuerpo que por su singularidad y relevancia nos hemos detenido en detallar, la labor de los beneméritos no solo se desarrolló de forma eficaz y constante, sino que además se extendió a ámbitos muy sensibles, como fueron las acciones que tuvieron que afrontar en medio de las querellas políticas internas, sin que su imagen ni su estima por parte de la población saliera excesivamente malparada.
Habían actuado los guardias siempre al servicio del poder constituido, sin adoptar iniciativas propias para cambiar el curso de los acontecimientos (salvo la notoria y final excepción del coronel de la Iglesia en el golpe de Pavía) y en general (salvo alguna excepción también, como la reacción airada en la noche de San Daniel) sin ensañarse con aquellos a los que les tocaba reprimir por orden superior: usando de la fuerza con prudencia, soportando estoicamente provocaciones y, llegado el caso, actuando con la contundencia necesaria pero sin buscar el encarnizamiento con los ciudadanos rebeldes. La inspiración ahumadiana de tal proceder resulta evidente con solo releer los artículos de su Cartilla que quedaron transcritos páginas atrás. Todo ello, junto a su labor sobresaliente en el mantenimiento de la seguridad interior y en el servicio al pueblo con ocasión de calamidades y catástrofes, les había permitido atravesar los años de la monarquía isabelina, la revolución y la república, sin concitar más aversiones de las inevitables, gozando del respeto general (incluidos muchos de sus adversarios) y alcanzando una consolidación institucional notable.
En efecto, cuando Alfonso XII ocupa el trono, la Guardia Civil se halla firmemente asentada en sus funciones. Todavía tendrá que distraer algunos esfuerzos para hacer frente a la no del todo sofocada revuelta carlista, pero este asunto, prioridad del joven monarca, que apenas pone el pie en el país se desplaza al frente del Norte para revistar y arengar a las tropas que allí combaten, queda cerrado poco tiempo después. Lo logra una combinación de éxitos militares (primeramente en la zona de Vizcaya y luego en los focos resistentes de Aragón y Cataluña) con hábiles sobornos y componendas, que culminan con la sumisión a Alfonso XII del veterano carlista Ramón Cabrera, a cambio de un generoso indulto, poniendo así fin a su larguísima trayectoria como insurgente. Su deserción viene a compensar sobradamente otra, significativa para la Guardia Civil, por excepcionaclass="underline" la del coronel Freixas, jefe del tercer Tercio, que en julio de 1873 abandonó el cuartel de la Rambla al frente de sus guardias y en el llano del Llobregat, a la altura de Sant Boi, les comunicó su intención de ponerse al servicio de Carlos VII, única alternativa monárquica a la descompuesta república. No sobra indicar que al final, de 150 hombres, siguieron a Freixas solo 26 guardias y varios oficiales. Los demás volvieron a Barcelona, donde fueron aclamados por el pueblo por su lealtad republicana.