Выбрать главу

La liquidación del ensueño carlista llegará finalmente en 1876. A finales de 1875, aniquilada ya la insurrección en Cataluña y Aragón, se hizo un llamamiento general a filas, que incluyó la concentración total de la Guardia Civil. Se formó un contingente de 150.000 hombres, dividido en dos cuerpos de ejército, uno para reducir las provincias vascongadas, al mando del general Quesada, y el otro dirigido por Martínez Campos, para reconquistar Navarra. El 19 de febrero de 1876, las tropas gubernamentales, al mando del general Primo de Rivera, entran en Estella. El 24 de febrero, Carlos VII abandona San Sebastián. Cruza la frontera por Valcarlos, pronunciando en el acto un tan histórico como incumplido «Volveré». El 20 de marzo, Alfonso XII regresa a Madrid, donde es triunfalmente recibido por la población. Un pequeño lunar empaña el día: al cruzar la Puerta del Sol, el anarquista tarraconense Juan Oliva le dispara con una pistola, fallando el blanco. El frustrado magnicida será detenido, juzgado y ejecutado, pero el incidente, en el momento liminar de la pax alfonsína, es todo un presagio.

En junio de 1876 se aprueba una nueva Constitución, que declara la soberanía compartida entre el rey y las Cortes (bicamerales, como las actuales, con Senado y Congreso de los Diputados), pero reservándole al monarca la potestad de disolver las cámaras, vetar leyes y nombrar al gobierno. Del derecho a voto no dice nada, para eludir de entrada un sufragio universal que se implantará por vía legislativa en 1890 (y por descontado, solo para los varones). Con este instrumento y el poder que logra reunir el inspirador de la ley fundamental, Cánovas del Castillo, más el prestigio de la Corona bajo la que se ha eliminado toda la resistencia interior, se abre un periodo de inédita estabilidad política, que vendrá a robustecerse con la integración en el régimen de una parte de sus disidentes, bajo el paraguas del partido liberal de Práxedes Mateo Sagasta, y el establecimiento de un sistema de alternancia con los conservadores de Cánovas. Todo parece pues favorable, no solo para el progreso y la paz del país, sino también para que la Guardia Civil, dedicada plenamente a sus tareas civiles, termine de cuajar y perfeccionar su papel en el seno de la sociedad española.

Las razones por las que el régimen canovista no logrará esto, sino más bien todo lo contrario, hay que buscarlas en las dos carcomas con las que se inaugura el edificio de la monarquía alfonsina, imperceptibles a primera vista bajo el lustre de sus laureles militares y la elocuencia y habilidad de sus experimentados jefes políticos, pero intensa y profundamente infiltradas en su estructura: por un lado, la precaria situación en lo que le queda a España de su viejo e inmenso imperio colonial; y por otro, el arraigo, en importantes y crecientes sectores de la población, de un impulso de insumisión y rebeldía social exacerbado por tres décadas de revoluciones fallidas, en las que los ciudadanos han acudido una y otra vez a las barricadas para no sacar otra cosa que sangre y palos y contribuir al medro de jerifaltes y caciques cuyos herederos ahora se reparten cómodamente el pastel.

En las colonias, en efecto, la situación se hallaba ya muy deteriorada. El alcance de esta obra impide examinar la cuestión en profundidad, pero tanto en Cuba, desde el grito de Yara lanzado en 1868 por el abogado y terrateniente masón Manuel Céspedes, que reuniría a la voz de «¡Viva Cuba Libre!» a cerca de 8.000 sediciosos, como en Filipinas, donde el médico mestizo José Rizal, educado en España, intentaba sin éxito una vía de entendimiento con la metrópoli (respetando a los habitantes originarios de las islas y limitando los insoportables privilegios de las órdenes religiosas, gestoras despóticas de sus recursos), los acontecimientos, con el oportuno aliento e interesado concurso de la potencia emergente de los Estados Unidos de América, se precipitaban hacia el desastre. Por cierto que en ambos territorios hubo Guardia Civil. Tanto en Cuba como en Filipinas el cuerpo prestó un servicio esencial para la seguridad interior, dificultado por las características climatológicas y geográficas de ambas colonias, y también le tocaría, como en la Península, llegado el momento de la insurrección, hacer frente a los rebeldes. En esa labor se distinguió con su habitual firmeza y entrega, y es de destacar la abnegación que mostraron los miembros de la Guardia Civil Indígena de Filipinas, formada a partir del Tercio en comisión creado en Luzón en marzo de 1868 y el regimiento indígena de infantería número 5. Los guardias civiles filipinos probarían sus cualidades en la expedición de febrero de 1876 contra los rebeldes musulmanes de Joló, que consiguieron tomar, desalojando al sultán, tras un exitoso desembarco en Zamboanga. Otro hecho de llamativo heroísmo fue el debido a los guardias indígenas Domingo Pablo Sebastián, Cándido Sánchez Alana y Germán Galafón Domingo, integrantes del puesto de Pangil, que el 14 de septiembre de 1885 hicieron frente a medio centenar de hombres armados y lograron repelerlos, resultando los tres heridos y causando siete muertos a los atacantes.

En cuanto al frente interior, la proclamación de la monarquía, con ser bien recibida por muchos, no había ni mucho menos extirpado el sentimiento republicano español. Durante el sexenio revolucionario, este sentimiento se había desarrollado y plasmado no solo en la república unitaria vigente como forma de gobierno constitucional durante el año 1873, sino también en los experimentos federales y cantonales, que aun frustrados, subversivos y en buena medida de infausta memoria, por los atropellos cometidos por los elementos más fanatizados, no dejaron de suponer para muchos españoles la encarnación romántica de una legítima y siempre burlada aspiración de justicia social. Aspiración esta cuya pertinencia se vería reforzada por el incipiente desarrollo económico y la industrialización del país, gestionada con mano de hierro por los poderosos y en perjuicio notorio y con frecuencia abusivo de las clases populares, que alimentaron con su sudor el enriquecimiento de una minoría poco dispuesta a compartir los réditos del progreso. Entre los republicanos desairados, y el movimiento obrero que inexorablemente se extendía por el país, el régimen canovista encaraba un desafío digno de tenerse en cuenta. Pero, confiado en su fuerza, resolvió afrontarlo de una manera arrogante e intransigente, lo que no hizo sino agravar la brecha social española y preparar un siglo XX lleno de infortunios para la nación. Y su instrumento preferido fue la Guardia Civil, que no se sustraería a los desperfectos que esa estrategia de dura represión traía aparejados.

Los residuos del republicanismo derrotado logró el régimen extinguirlos con relativa rapidez. Ya el 4 de febrero de 1875 Cánovas expulsa del país a Ruiz Zorrilla, el dirigente republicano más destacado. Desde el exilio este alienta la sublevación, que se materializa en el alzamiento del comandante Villarino en Navalmoral de la Mata, el 2 de agosto de 1878, al grito de «¡Viva la República y abajo los consumos!». La intentona, más bien folclórica, es prontamente sofocada por los guardias civiles, pero Ruiz Zorrilla no descansa y logra adherir a su causa a un cierto número de jefes militares, lo que lleva a la proclamación de la República en Badajoz el 5 de agosto de 1883 por el teniente coronel de caballería Serafín Asensio Vega. Le siguen Santo Domingo de la Calzada y la Seu d'Urgell, pero la enérgica reacción gubernamental desactiva pronto la sublevación y sus cabecillas huyen a Portugal y Francia. Tras la intentona, se restablecieron las garantías constitucionales, que habían quedado suspendidas, pero se dictaron nada menos que 173 condenas de muerte. El episodio le costó temporalmente el poder a Cánovas, sustituido por Posada Herrera (con Sagasta en la presidencia del Congreso), pero en enero de 1884 el rey repuso al conservador al frente del gabinete, desde donde vivirá una última intentona desesperada, la del capitán de Carabineros Higinio Mangado, en abril de ese mismo año. Mangado, a quien seguían carabineros que con él habían pasado a Francia, fue frenado en seco por sus propios compañeros de cuerpo en el puesto de Valcarlos, por donde pretendía entrar en el país. En la refriega cayeron Mangado y siete de sus hombres, y el resto sufrió los rigores de la justicia gubernamental.